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21 de diciembre: IV Domingo de Adviento
Contempla la creación, intenta entrar en contacto con la naturaleza
“Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la hay; su lengua está reseca de sed. Yo, el Señor, les responderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en estanque y el yermo en fuentes de agua; pondré en el desierto cedros, y acacias, y mirtos, y olivos; plantaré en la estepa cipreses, y olmos y alerces, juntos” (Isa 41, 17-19).
La naturaleza revela las semillas del Verbo. La belleza, la armonía, la vegetación y los manantiales se convierten en testigos del que lo hizo todo bien y hermoso. El profeta enumera siete especies de árboles para señalar la repoblación de la estepa como mejor augurio de la venida del Mesías.
“Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla»” (Jn 4, 13-15).
De muchas maneras, los profetas anticipan los tiempos mesiánicos; la referencia al agua, que es vida y a la vegetación abundante, tan diferente del desierto, trae imágenes que Jesús asume y que Él mismo personaliza. Hoy, nos resuena el diálogo con la samaritana y el ofrecimiento de Jesús de convertirse en manantial interior.
“Yo, el Señor, tu Dios, te agarro de la diestra y te digo: «No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor–. Tu redentor es el Santo de Israel” (Isa 41, 13-14). A lo largo de la vida, uno ha podido percibir la mano alargada del Señor que le ha salvado de la quiebra personal.
“Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Sal 144).
Contempla la creación, intenta entrar en contacto con la naturaleza, observa las criaturas y eleva tu cántico como Francisco de Asís: “Alabado seas, mi Señor…”
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