Jesús, vid y vino ofrecido La vid y los sarmientos

Jesús, Pastor y Cordero

Vid y fruto 

“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 1-5). 

Reflexión 

Siempre me sorprenden las parábolas de Jesús, pues a la vez que enseña el modo de seguirlo, se hace Él mismo modelo de seguimiento y de respuesta y, aún más, cabeza y representación de todos sus seguidores. 

Jesús ha tomado la imagen del pastor para desvelar su modo de cumplir lo que le ha encomendado su Padre. Si en el ejemplo que pone es claro que Él es el Pastor, también aparece en el Evangelio que Él es el Cordero de Dios que quita el pecado. 

Hoy el evangelio presenta la parábola de la vid, en la que nosotros somos los sarmientos. Jesús advierte sobre la necesidad de permanecer unidos a la cepa, que es Él, para dar fruto. Y poco después, en la última cena, quien había convertido el agua en vino, tomando el fruto de la vid, se entregó en el cáliz como víctima agradable a Dios. 

A Jesús le gustan los ejemplos agrícolas. En los ejemplos que pone, se fija en el sembrador que esparce la semilla, narra cómo responde el campo según sea su tierra, dando cosechas del treinta, del sesenta, hasta del ciento por uno. Y en el momento supremo, el Maestro, a la manera del padre de familia, tomará el pan, lo partirá y se dará en él a los suyos. Jesús es sembrador, semilla, fruto y pan partido, que da de comer a todos y sobran doce cestos. Los textos bíblicos son como relatos circulares. Si todo es obra del Creador, en la plenitud del tiempo, el que hizo todo y por quien todo se hizo, se hace criatura para redimir de nuevo todo lo creado y devolver a Dios su obra buena, redimida. 

Estamos en tiempos de duelo, y vuelve a sorprender que Aquel que llora la muerte de su amigo Lázaro, se convierta en quien enjuga nuestras lágrimas. Y aquel que es despojado de sus vestidos, nos reviste con su túnica de dignidad, con el manto de la misericordia y del perdón, por lo que nos convertimos en hijos de Dios. El que muere nos da la vida. 

Es insospechable el discurso revelado. Quien da fe a las palabras de Jesús, es lógico que sienta un atractivo insuperable. Las Sagradas Escrituras llegan a decir: “Sus heridas nos han curado”; Él hiere y venda la herida”. El atravesado con la lanza, quien ha clamado sediento desde la Cruz, se vuelve manantial. Y aún es más atrevida la imagen que encarna el mismo Jesucristo, cuando se ofrece a ser como la serpiente del desierto que cura a todos los mordidos por el Malo, al que al principio se le presenta como serpiente tentadora. 

El Creador se ha hecho criatura; el inmortal, mortal, para que todo lo corruptible alcance la incorrupción; el herido es samaritano; Él es el Salvador del mundo. ¿Quién, si da fe a estas palabras, no siente fascinación por Jesucristo? ¡Oh hermosura que excedéis a todas las hermosuras! Sin herir, dolor hacéis, y sin dolor deshacéis, el amor de las criaturas” (Sta. Teresa).

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