¡Llamados a vivir y anunciar la alegría! Reflexiones sobre la alegría en el Tiempo Pascual

El Tiempo Pascual, que para los que seguimos el calendario litúrgico va desde el Domingo de Resurrección hasta Pentecostés (50 días después de la Resurrección), es un momento propicio para poder reflexionar sobre la alegría y el sentido profético que ésta asume en nuestra vida cristiana, en nuestras comunidades y en la incidencia pública que la misma tiene en el tejido social. Para comprender y tener un marco referencial en nuestra reflexión sobre la alegría, consideraremos el Evangelio de Lucas.

El tercer evangelio ha sido llamado siempre el evangelio de la alegría, de la felicidad o del gozo. Basta recordar los cánticos de María (Lc 1,46-55), el de Zacarías (Lc 1,67-79) y el de Simeón (Lc 2,29-32), o las bienaventuranzas (Lc 6,20-24) con su recurrente llamado a la felicidad y también la acción de gracias que Jesús dirige al Padre por haber revelado los misterios del Reino a los pequeños (Lc 10,21-22). Estos textos marcan un paradigma fundamental que nos habla de la actitud básica que el discípulo debe tener, esto es, la alegría que nace de la revelación misma de Dios en Jesucristo, el hombre de la alegría.


La alegría, así adquiere una triple dimensión
: es teologal por venir como respuesta del hombre a la revelación de Dios. Es eclesial por ser anunciada en la comunidad y como mensaje para la comunidad, y es también pneumatológica por ser inspirada por el Espíritu de Dios como fuego que arde dentro del creyente. Con esto, comprendemos a su vez que la alegría figura como un signo profético, ya que es escuchada por el discípulo y anunciada a los demás. Es una experiencia de fe, de amor y esperanza. Se hace y debe hacerse fundamento del ministerio de la Palabra a partir de aquello que hemos visto y oído.

Centrándonos ahora en la Resurrección como momento fundamentalmente alegre, leeremos el relato de Lucas 24. La narración de Emaús nos señala el cambio vivencial que ocurre en el discípulo después de la Resurrección. Cleofás y el otro discípulo caminan vencidos por la derrota. Hay en el ambiente un sentimiento de vacío existencial, de la nada sin sentido como hubiera dicho Sartre. El camino de ida a Emaús es un imaginario teológico que está dominado por los ojos cegados que son incapaces de ver al Viviente. Es un instante de crisis.

Pero ocurre un hecho experiencial, esto es, sentarnos a la mesa de la vivencia, tomar el pan y saborear su consistencia en la que se juega la muerte y la vida. Vida que nace de haberlo compartido. Si el grano de trigo no muere, si el pan no se parte y se reparte, no hay vida posible, no hay explosión y derramamiento de alegría. No hay resurrección. Es con el pan partido que se logra la alegría de estar-juntos-a-la-mesa con el Resucitado, con el Señor de la alegría. Es así como la misma se gesta, nace y crece como ardor en el corazón.

Se invierte ahora el paradigma y el camino de retorno a Jerusalén está dominado por el gozo incontenible, por la Resurrección y la vida que nos persigue a donde quiera que estemos físicamente. La alegría nos hace llegar a nuestra realidad, a nuestro centro vital y anunciar a viva voz ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!

La experiencia de estar con el Resucitado y de gustar la vida burbujeante que de él emana como ríos de agua viva, nos hace decir que ¡cada día debe ser resurrección! ¡Cada día debe ser un anunciar la alegría en medio de la opacidad de la sociedad que vive el camino de ida a Emaús!. Esta experiencia y como dice Bruno Forte “hace que el miedo de los discípulos se transforme en coraje y ellos se conviertan en unos hombres nuevos, capaces de amar la dignidad de la vida recibida como don por encima de la vida misma, dispuestos al martirio” (Forte, B. ‘Trinidad como historia, ensayo sobre el Dios cristiano’. P. 33).
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