El Prado y el celibato opcional de los curas, una cuestión pendiente

El Prado es un colectivo de curas católicosque llevan más de cien años buscando vivir su vocación como curas pobres en medio de los pobres, en el seguimiento de Jesucristo pobre, tal como propuso su fundador, el cura lionés Antoine Chevrier (1826-1879). Este attachement a Jesucristo –apego, adhesión, fascinación, voluntad de seguimiento– unido a un profundo interés por el Estudio de Evangelio desde la realidad de los pobres, hizo que este blogger estuviera intensamente unido a ellos durante años, participando activamente en la Asociación de Sacerdotes del Prado desde el grupo de curas pradosianos gallegos y escribiendo asiduamente en su revista. Los sacerdotes del Prado de España tuvieron recientemente su asamblea, con un lema expresivo y muy querido en su estilo: “Vivir y proponer la fe en Jesucristo desde el amor a nuestro mundo en cambio y la minoridad evangélica”.
Pero, con el contexto de los últimos escándalos de la Iglesia católica y de mi anterior post (“Caelibatus delendus est! Hay que abolir el celibato sacerdotal obligatorio”), me he acordado de ellos sobre todo por una sesión de formación sobre el celibato, que tuvieron hace un año y cuyos textos se publicaron recientemente. Y pensé ¿sería por fin el momento en el que el Prado reflexionara radicalmente, libremente, honestamente, sobre esa cuestión tan fundamental que toca algo tan profundo como la vivencia de la afectividad y la sexualidad de los curas católicos de rito romano; era una cosa que ya veníamos proponiendo algunos pradosianos hace muchos años (yo en particular ya antes de salir de la Asociación hace catorce años)? Pues parece que no, o no del todo.


La sesión del Prado llevaba un significativo título:
“El celibato, fuente de espiritualidad y fecundidad apostólica”. Lucio Arnaiz –actual responsable del Prado en España– decía en el saludo inicial que “el celibato es un don” para el presbítero y para la comunidad cristiana, a la que es enviado para “amar a todos con pasión, especialmente a los pobres, pecadores e ignorantes de nuestro tiempo”. Y reconocía que “los dones se pueden corromper”; por eso es necesario revisarlo y hacer “una puesta a punto para que la belleza del don brille en todo su esplendor”.
Pero esta sesión no afrontó suficientemente los peligros gravísimos del celibato sacerdotal obligatorio; solo se hablo de sus bondades. Y pienso que no sacaron las conclusiones necesarias: es preciso abolir la obligatoriedad del celibato sacerdotal para que brillen las bondades del celibato opcional. Es necesario revindicar para el bien de la comunidad cristiana la necesidad de que puedan ejercer plenamente el ministerio sacerdotal curas célibes y curas casados (¿Cuando osarán afrontar tambien el sacerdocio de la mujer?).

En el trabajo previo al encuentro, los curas del Prado habían reflexionado sobre varios puntos, haciendo buenas aportaciones:
1) Qué es lo más valioso que el celibato puede aportar a la vida y ministerio del sacerdote: libertad para vivir una entrega afectiva, gratuita y universal a la comunidad y a los pobres; ser una “pobreza que enriquece a muchos”.
2) Cuales son los signos de inmadurez en los sacerdotes a la hora de vivir el celibato: dependencia afectiva con una búsqueda de compensaciones ambiguas, “tirando de la cuerda sin que se rompa”, y creando adicciones, doble vida… agresividad y un aislamiento afectivo que no sabe integrar el mundo de los sentimientos y emociones, etc.
3) Propuestas para vivir sanamente el celibato sacerdotal: vida interior, acompañamiento y vida en equipo, volcarse en la misión, formación en lo afectivo-sexual, sobriedad y austeridad, aceptación y agradecimiento del celibato como don, “como componente del ministerio y no como añadido legal”… e incluso reclamar el celibato opcional.

Como en ocasiones semejantes, lo fundamental del trabajo ya estaba hecho, y las aportaciones de ponencias y otras comunicaciones, aunque fueron interesantes, añadieron bien poco, además de dar una fundamentación teórica de algo sabido y mil veces dicho, a pesar de estar a cargo de sabios curas y teólogos: “Antropología de los afectos y la sexualidad” (L.Mª García Domínguez, SJ), “Jesús célibe” (José Ignacio Blanco), “Los consejos evangélicos y el seguimiento radical de Jesucristo” (Antonio Bravo, muchos años responsable general del Prado), “La espiritualidad del pastor célibe” y “El celibato, la construcción de la comunidad y la evangelización de los pobres” (Juan María Uriarte, obispo emérito de Donostia, en la foto de al lado). Esta última me pareció la más interesante y realista de todas. Una frase del escriturista G. Lohfink, que recojo de esta ponencia, resume bien las mejores razones del celibato sacerdotal: “Jesús fue célibe no por comodidad, ni porque despreciase la sexualidad ni porque tuviera miedo de la mujer, sino porque estaba fascinado hasta lo más profundo por el Reino de Dios”.

En la larga historia de esta asociación, yo no he sido el único cura del Prado que ha buscado honestamente resolver el problema de la afectividad casándose; ya hemos sido unos cuantos. Uno de ellos, fallecido recientemente, incluso declaró públicamente hace años su homosexualidad. Sentí intensamente en mi juventud la vocación de cura como discípulo de Jesucristo; fui célibe y ejercí el ministerio parroquial durante años. Celebré incluso mis bodas de plata sacerdotales. Pero me enamoré de una mujer y decidimos compartir la vida juntos, haciendo público nuestro amor. Eso fue comprendido por muchos, incomprendido por otros y objeto de persecución de un pequeño grupo de intolerantes cavernícolas. Entre los que no lo entendieron estaban algunos de mis antiguos compañeros del Prado; otros sí.

Pienso con estos hermanos del Prado que “el celibato es un don” para la Iglesia, para “la construcción de la comunidad y la evangelización de los pobres”, como dijo Uriarte. Ese no es el problema del celibato sacerdotal; no es lo que se cuestiona. Son bien conocidas las bondades del celibato como entrega y servicio a los pobres a lo largo de la historia de la Iglesia. El problema es convertir ese don –que algunos tienen toda su vida o sólo una parte de ella– en condición sine qua non para ser presbítero y servidor de la comunidad en la Iglesia católica romana durante toda su vida. Ahí surge el problema. Y esto es lo que no parece ver el Prado, una asociación llena de buenos curas; y, en consecuencia, reclamar –como bastantes de ellos desean– el celibato opcional, sumándose a la ya legión de curas, religiosos/as y laicos/as en la Iglesia.

Las razones negativas del celibato obligatorio de los curas me parecen fundamentalmente dos:

a) Por una parte, la que afecta a las personas, los curas a los que se les imponen este celibato de por vida si quieren serlo. Las vidas a veces dan para mucho (¿que habría sido del mismo Jesús de Nazaret si hubiera vivido el doble de años?), y los humanos somos seres en movimiento, en constante evolución; el amor y los sentimientos (las tripas… dice la psicología actual, lo que realmente nos mueve) son incontrolables, van más allá de las ideas y éstas no pueden dominarlos: una apuesta sincera de hoy, hecha desde la cabeza y el corazón, se hace insostenible mañana. Y se tiene derecho a tomar una decisión que cuestione algo de esa decison tomada librementea, aún sin abandonar planteamientos que se han sostenido durante décadas. El hecho de que la Iglesia católica-romana no acepte esto, ha causado mentiras, doble vida, y un incontable sufrimiento a lo largo de su historia, propios y ajenos.


b) Por otra, y esto es más importante aún, lo que afecta a la comunidad cristiana y la sociedad. El celibato, desde opciones muy discutibles que arrancan del mismo Pablo de Tarso, ha sido defendido en la Iglesia durante siglos como el estado de los “perfectos”, los mejores; casarse era “para la clase de tropa”, como dice una nefasta norma de Camino. Esta aristocracia (“gobierno de los mejores”) ha justificado el clericalismo, una jerarcología (Congar), o mejor una jerarcocracia: el dominio absoluto de una casta de célibes –reales o en muchos casos ficticios– sobre toda la Iglesia. Ha hecho una Iglesia “desigual y jerárquica”, expresada magníficamente en unas tremendas y conocidas palabras de Pío X:
“La Iglesia es, por naturaleza, una sociedad desigual. Es una sociedad compuesta de un orden doble de personas: los pastores y el rebaño, los que tienen un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la muchedumbre (plebs) de los fieles. Las categorías son de tal modo distintas unas de otras, que sólo en la jerarquía residen la autoridad y el derecho necesario para mover y dirigir a los miembros hacia el fin de la sociedad, mientras que la multitud no tiene otro deber sino el de aceptar ser gobernada y cumplir con sumisión las órdenes de sus pastores” (Encíclica Vehementer Nos, cap. III).

Este clericalismo es, necesariamente, fuente abusos de un orden u otro, como ha reconocido el papa Francisco. Urge una reforma profunda, y no es suficiente con consejos espirituales que intenten moderar los abusos de la jerarcocracia de célibes, con la justificación de presunto “amor indiviso” a Jesucristo, que nos enseñaban hace décadas en el Seminario. Es necesaria una “Refundación de nuestra Iglesia” (Refounding our Church in the aftermath of the sex-abuse scandals); una reforma profunda que haga de la Iglesia una realidad democrático-koinónica, una Iglesia de iguales al servicio de la causa del Reino de Dios, que acabe con todo privilegio que permita cualquier tipo de abusos autoritarios, políticos, económicos y sexuales.

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