El síndrome NNA en la Iglesia y el papa Francisco

Decía mi viejo maestro y amigo Raimon Panikkar: “Sigo creyendo que madurez no significa desencanto, ni experiencia desengaño” (Cometas). Pero resulta bien difícil seguir siendo consecuente año tras año, manteniendo sueños y utopías; y no seguir la vida, con el peso de los años, llevando “el cadáver de la esperanza a cuestas”, como dice un verso del gran poeta gallego Ramón Cabanillas. Pero llevar ese cadáver a cuestas es… estar ya muerto. Hoy es necesaria mucha osadía para no caer aplastado bajo la losa del desencanto, que nos fue trayendo el fracaso de tantas utopías que nos movilizaron hace años. Aunque, ciertamente, algunas de esas utopías eran sólo grandilocuentes palabras, vacías de contenido real. Por eso... ¡Bienaventurados los que no escarmientan!

Bienaventurados los osados, los que no temen correr el riesgo de equivocarse, los que tienen el coraje de apostar por lo más valioso, lo más grande, aunque se saben pequeños e imperfectos. Bienaventurados los que tienen tanta fe en la vida que son capaces de enfrentarse a sus propias limitaciones y superar la inercia estática de los que no quieren comprometerse en cambiar nada, por temor a fracasar o a perecer en el intento. Bienaventurados los ilusos, que mantienen la ingenuidad de recomenzar la lucha cada día, a pesar de los fracasos.


Estos son los que se enfrentan cada día al síndrome NNA, como he titulado hace ya años uno de mis libros (Contra a síndrome NNA. Unha aposta pola esperanza, 2005): el síndrome de “no hay ninguna alternativa”. Una actitud que invita a “abandonar toda esperanza” –como el Dante en la puerta del infierno– en cualquier utopía de cambio transformador, inevitablemente condenada al fracaso. Es el síndrome que nace de la imposición de un pensamiento único; una concepción del mundo, de la vida, de la política y de la economía, que nos quiere convencer de que hoy ya no hay más ideología viable ni posible que la occidental neoliberal y el sistema económico de mercado total.

Afortunadamente, lo que es un rotundo fracaso es precisamente la pretensión de imponer un pensamiento único, regido autoritariamente. Frente a tal pensamiento realista esterilizante y paralizante, uno cree que sí hay un antídoto: seguir apostando por la utopía, la esperanza que nos hace vivir. La utopía del Reino de Dios que anunció el Maestro de Nazaret; presente, también, en otros muchos proyectos de liberación religiosos y no religiosos, pero no menos creyentes.

Como el alegato hace unos años de un viejo más joven que muchos jóvenes de hoy: “¡Indignaos!” (Stéphen Hessel, ¡Indignez-vous!, 2010). Este grito dio lugar al de “¡Si se puede!”, que movilizó a millones de personas en y luego se catalizó en nuestro país organizaciones políticas alternativas a las tradicionales; organizaciones que al meterse en la dura arena de la política institucional cosecharon muchos éxitos y algunos fracasos.

Este síndrome no tiene que ver sólo con la política y la economía, sino que está también metido en la Iglesia; aquí, un pretendido realismo quiere impedir seguir apostando por la utopía del Reino de Dios del Maestro de Nazaret. A pesar de los miedos y los cansancios paralizantes, surgen constantemente en la Iglesia movimientos libres que manifiestan la libertad y la fuerza del Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere. “Donde está el Espíritu de Dios allí hay libertad”; esa esperanza es el único antídoto contra el síndrome NNA.

Por los años 90, corrió por toda la Iglesia un movimiento como expresión de esta libertad, que pronto resultó incómodo para la cúpula jerárquica. El Movimiento Internacional Somos Iglesia (IMWAC, siglas de su nombre en inglés International Movement We Are Church). Era una plataforma que pretendía ir aglutinando numerosas organizaciones y redes locales o internacionales que querían renovar la vida de la Iglesia, convencidos de que ésta aún tenía mucha vida, a pesar de su presencia social mortecina en los últimos tiempos.


Uno de los mayores logros de esa plataforma renovadora de la Iglesia fue crear en la red de Internet un espacio de comunicación libre, democrática, descentralizada, descolonizadora y rápida entre católicos y cristianos de todo el mundo que apostaban confiados por un cambio de la Iglesia desde la base. La entonces incipiente red global rompió los estrechos límites localistas de las iglesias y la información religiosa y social filtrada por los medios atados al poder. Por eso, los coordinadores del IMWAC reconocían en un documento: “Gracias a tecnologías nuevas disponemos de posibilidades inauditas para dialogar sobre nuestra Iglesia y su liderazgo, no sólo como grupos nacionales, sino también como comunidad internacional de fe y esperanza. Podemos hablar en muchas lenguas sobre el futuro de nuestra Iglesia y sobre las maneras en que nuestra comunidad de fe y sus líderes puedan ser más fieles al Evangelio”.

Con todos sus inevitables errores, esta plataforma fue una ocasión excepcional para vivir la verdadera catolicidad (universalidad) y una apuesta ecuménica seria de Iglesia, y, de paso, aprobar su asignatura pendiente con la modernidad. La jerarquía debía haber sido capaz de mirar para ella con amor dialogante, en lugar de echarles encima los cancerberos de la ortodoxia esterilizante. Pero esta rígida ortodoxia, olvidando las palabras de Jesús contra los fariseos “el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado”, previno a los católicos del “peligro de llegar a contagiarse a través de Internet con el germen de democratización que surgió entre los fieles de Europa central”.

Los dos primeros documentos que difundió Somos Iglesia en la red llevaban expresivos títulos: Dolores de parto de una Iglesia para el tercer milenio (1996) y Un Papa para el tiempo que despunta. Obispo de Roma y Pastor Universal (1998.

Este último vio la luz con ocasión del veinte aniversario del papa polaco, centrado en la idea del Papa que se quería para el tercer milenio. Se afirmaba allí que se necesitaba un líder capaz de leer los signos de los tiempos con su pueblo, que reconociera el despertar de las mujeres y su derecho a ser llamadas al ministerio, e igualmente el derecho de mujeres y hombres a ejercer ese ministerio como célibes o como casados. Un papa respetuoso con las conciencias de los católicos/as, no obsesionado con la moral sexual, y que impulsara un verdadero diálogo teológico para promover una sana diversidad de opinión en la Iglesia. Un papa que supiera reconocer la pluralidad cultural de los cristianos y la necesidad de inculturar la fe en las diversas realidades en las que se va insertando. Un pionero que invitara a tomar iniciativas que ayudaran a un desarrollo adulto de la fe y la responsabilidad de todos los fieles de la Iglesia, con una clara y sincera apuesta ecuménica. En fin, un líder que supiera ser verdadero profeta incansable en la promoción de la igualdad, la paz y la justicia para los pobres. Pero el cónclave que buscó sucesor a Juan Pablo II hizo caso omiso de estas sugerencias y otras semejantes de toda la comunidad cristiana, y nombró… a Benedicto XVI.


Luego vino el papa Francisco, recogiendo el viejo encargo de Jesús al poverello de Asís: “Francisco restaura mi Iglesia”. Con sus gestos y palabras, parecía que por fin llegaba una nueva primavera para la Iglesia, en la estela de otro viejo joven: Juan XXIII. Pero esos maravillosos gestos e ilusionantes palabras con que nos ha regalado desde el primer día de su pontificado, no han ido dando los frutos deseados en este quinquenio que lleva en la silla de Pedro. Si ha sido efectivamente un profeta incansable en la promoción de la igualdad, la paz y la justicia para los pobres, con un rotundo compromiso con la naturaleza, con una apuesta por los laicos en la Iglesia; un papa que impulsara el diálogo teológico para promover una sana diversidad de opinión en la Iglesia, con una apuesta por la necesidad de inculturar la fe en las diversas realidades en las que se vaya insertando… en fin, una apuesta ecuménica e interreligiosa. Sin embargo, aunque reconociera el despertar de las mujeres, no fue capaz de reconocer su derecho a ser llamadas al ministerio, o el derecho de mujeres y hombres a ejercer ese ministerio como célibes o como casados; al menos de modo eficaz. Y ha conseguido pocos o casi ningún cambio real en las estructuras decadentes de la Iglesia, que sigue siendo gobernada patriarcal y autoritariamente.
Pero, seguramente, los brotes de esta primavera están creciendo calladamente, como la semilla del Evangelio.

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