Jesús era experto en perdonar. Era un experto en resurrecciones del corazón. Que se lo digan a Zaqueo el ladrón, la adultera casi apedreada, Pedro el traicionero. El los levantaba a todos sobre sus hombros como a la oveja perdida, maloliente y fiestera, que acabó casi en las fauces del lobo. Perdone usted que le moleste

Perdonar es el único camino para encontrar de nuevo aquel tesoro que nos fue arrebatado por el zarpazo o la traición: la paz. 

Perdonar. Una palabra que a veces se convierte en una montaña imposible que conquistar o un abismo insondable y doloroso que se nos hace oscuro e infranqueable. Nuestras heridas se vuelven perros apaleados y rabiosos que habitan en el corazón y no nos dejan dormir por la noche.

Sin embargo, perdonar es curarnos de las propias heridas. Es imposible vivir y disfrutar de un gin-tonic o un bocadillo de chorizo si nos hemos cortado las yemas de los dedos con un folio traicionero que se volvió cuchillo inesperado. Es muy difícil vivir el presente si nos quedamos encerrados en aquella discusión de hace 20 años, esa traición amarga, ese abandono helado, esa decepción terrible que terminó con aquella amistad. Perdonar es avanzar. Y no sobre el olvido. Sino sobre la conciencia de lo que nos pasó y querer dar un paso para seguir viviendo. Perdonar es querer seguir respirando hondamente.  Los que se suicidan muchas veces no son capaces de perdonarse a sí mismos o a los demás, y sólo les queda un callejón oscuro por donde intentar escapar.

Por eso perdonar no es un capricho de Dios que nos pide ser superhéroes de la moral o colocarnos por encima de los otros.  Perdonar es el único camino para encontrar de nuevo aquel tesoro que nos fue arrebatado por el zarpazo o la traición: la paz. Sentirnos de nuevo serenos, libres. Es cierto que en los días grises de borrascas y cuando las cosas nos van mal las cicatrices del alma se resienten.  Solo volveremos a ser niños de piel tersa y sin heridas cuando volvamos a nacer en otra fase de nuestra existencia, en el cielo en el que las cicatrices ni siquiera estarán en el recuerdo.

Y si perdonar a los demás es difícil, no digamos pedir perdón a los otros. Reconocer que hemos dañado a alguien, sentirnos profundamente dolidos por la misma espada con la que nosotros hicimos trizas al de enfrente, a veces a conciencia, a veces por la propia torpeza, sin ni siquiera darnos cuenta. Pedir perdón te hace agarrar el espejo de la humildad y constatar que no eres tan bueno como crees. Simplemente eres humano.

El “más difícil todavía” está en perdonarse uno mismo. Con amargura me doy cuenta de que muchas veces decepciono o hiero a los que más quiero. Y meto la pata una, dos, tres y cuatrocientas veces. Por eso me cuesta perdonarme, comprenderme, saber esperarme a mí mismo. Y así nos castigamos en el rincón de la vida, pensando que estar solos es la mejor solución para no hacer daño a nadie.

Jesús era experto en perdonar. Era un experto en resurrecciones del corazón. Que se lo digan a Zaqueo el ladrón, la adultera casi apedreada, Pedro el traicionero. El los levantaba a todos sobre sus hombros como a la oveja perdida, maloliente y fiestera, que acabó casi en las fauces del lobo.

Perdona que te diga, pero para que la humanidad llegue a la estación de La Paz, solo lo podrá hacer a través de la vía de la justicia y como no, del perdón.

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