“Las trabas [para no admitir sacerdotes casados] vienen por el poder y el miedo” “Crisis en la iglesia católica de Irlanda: este año solo se ordenará un sacerdote”

El análisis de causas se concentran en causas ajenas a la ley eclesial

Leo en Religión Confidencial (20/08/20) un informe sobre la Iglesia católica en Irlanda, titulado: “Crisis en la iglesia católica de Irlanda: este año solo se ordenará un sacerdote”. Los datos se concretan en estos hechos:

- “Entre las 26 diócesis que hay en Irlanda, este año solo se ordenará un sacerdote”.

- “Según informa el diario irlandés `The Independent´, este año en Irlanda se ordenarán más obispos que sacerdotes”.

- “Paddy Byrne, párroco de Abbeyleix, a sus 46 años, es el sacerdote más joven de su diócesis”.

- “La media de edad (de los sacerdotes) supera los 65 años”.

El Informe termina con esta conclusión:

“Muchos factores entran en la ecuación: los tiempos que corremos, el coronavirus, la inimaginable aprobación del divorcio y el aborto en un país con un arraigo católico histórico, los abusos sexuales...”.

La institución eclesial es perfecta y no tiene que cambiar nada. Como se ve, en un medio conservador, los análisis de las causas de tal crisis se concentran en causas extrínsecas a la institución eclesial. Da la impresión de que la Iglesia es una sociedad perfecta, que no tiene nada que corregir en sus leyes y costumbres, y que sus defectos no son nada estructurales. O son fallos de sus miembros -que no están al nivel moral y espiritual que ella requiere- o son males que provienen del exterior -el relativismo de nuestro tiempo, los enemigos de la religión, de la fe, del clero...-.

Culpabilizar a los “tiempos que corremos” es, o no decir nada, pues cualquier situación o problema ocurre en un espacio y tiempo, formas o propiedades de toda historia, o decir que la crisis eclesial procede de agentes históricos ajenos. Para estos analistas no cabe preguntarse si la Iglesia, “a quien corresponde hacer presente y casi visible al Padre Dios y a su Hijo encarnado renovándose y purificándose siempre bajo la guía del Espíritu Santo” (GS 21), cumple realmente su cometido hoy. También hay que preguntar si ciertas estructuras, leyes, apariencias, costumbres... eclesiales “velan más que revelan el rostro genuino de Dios y de la religión” (GS 19).

La causa del “coronavirus” es disparatada como causante de la falta de vocaciones ministeriales. La carestía vocacional viene siendo endémica desde hace muchos años. Por lo menos desde el final del Concilio Vaticano II (1962-1965).

“La inimaginable aprobación del divorcio y el aborto en un país con un arraigo católico histórico”. ¿Cómo, en un estado europeo del siglo XXI, puede calificarse de “inimaginable” una ley civil que no imponga opciones morales a ciudadanos que no las comparten? Es complicado entender que la aprobación del divorcio y el aborto, en una sociedad democrática, sea causa de carencia de vocaciones al ministerio. Entre cristianos, más bien es una llamada a que surjan vocaciones para apoyar fidelidades al matrimonio y a la vida. Las vocaciones eclesiales son opciones, dones, servicios... que el Espíritu concede, y que los responsables de las Iglesias deben reconocer y procurar que sirvan al bien comunitario. Un cristiano convencido no se deja llevar por leyes al margen de su ética.

“Los abusos sexuales...son causa y manifestación de muchos vacíos existenciales y eclesiales de los clérigos. Sobre ello se ha escrito e investigado mucho en los últimos tiempos. Más que causas -sin duda eficaces en muchos casos- han demostrado varios desequilibrios vitales, en parte, al menos, producidos por la represión sexual de los obligados al celibato. ¿Han impedido el surgimiento de vocaciones al ministerio? Lo dudo mucho en quienes tienen clara su opción celibataria, como gracia y don divinos.

La falta de sacerdotes hay que explicarla por varios agentes. Y entre ellos, la causa principal, que algunos clérigos no quieren ver ni nombrar, es la exigencia del celibato para el ministerio. Hay que estar obcecado con esta exigencia, como si fuera expresa voluntad de Jesús, para interpretar las deserciones en los seminarios y en el clero ya ordenado como falta de fe, de entrega generosa, o de perversión personal.

El Concilio dejó claro que “la perpetua y perfecta continencia por el reino de los cielos... no es ciertamente exigida por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva (Cf. 1Tim 3,2-5; Tit 1,6) y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados” (Decreto sobre ministerio y la vida delos presbíteros, n. 16).

El clima eclesial entre los sacerdotes de entonces era muy propicio al cambio. Miles de encuestas al clero lo detectaron con claridad meridiana. Pero las altas instancias vaticanas, la famosa gerontocracia, hizo oídos sordos a esta llamada. Impidieron cualquier evolución. La sangría de sacerdotes, y algunos obispos, en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado no se hizo esperar y fue espectacular. Más de cien mil pidieron la baja del ministerio. Se vaciaron los seminarios.

Para Roma no era un signo del Espíritu. Con la llegada de san Juan Pablo II fue a peor. Asociaciones de Sacerdotes casados en todas las naciones, a nivel continental y mundial, congresos múltiples, infinitas reflexiones de teólogos y pastoralistas... Todo inútil. Este Papa llegó a prohibir a los obispos que hablaran del tema. Benedicto XVI siguió en la misma línea. Admitieron sacerdotes casados anglicanos. Pero el rito de Occidente ha seguido inalterable.

Han intentado suplir la falta de clero con pobres resultados. Hasta se han atrevido a aceptar en Europa sacerdotes de países de misión, donde hacían más falta que aquí. Han reorganizado las parroquias teniendo en cuenta sólo al clero célibe. No han reparado en suprimir eucaristías dominicales... La disciplina del celibato ha sido mantenida como un dogma sagrado. A él se han sacrificado muchas vidas, se le han rendido muchas comunidades abandonadas, destierros de clérigos, niños sin padre reconocido, mujeres sin visibilidad, silencios, exclusión, etc. etc. El celibato se ha constituido en insalvable acceso al poder eclesial, en causa primordial del clericalismo, en “seguro de su astuta estructura económica y signo de superioridad sobre el laicado, cristianos de segunda”. No parece que el Espíritu bendiga el celibato obligatorio. Lo demuestra la situación actual en Irlanda y en muchos otros países.

La ley sigue siendo más fuerte que el Espíritu. Acaba de demostrarse con el Sínodo Amazónico. El cardenal B. E. Porras, arzobispo de Mérida (Venezuela), Presidente delegado del Sínodo, en un encuentro de la revista Vida Nueva y Entreculturas, con el título “Sínodo para la Amazonía: ¿profecía o herejía?”, en Madrid (30.10.2019), dijo que “las trabas vienen por el poder y el miedo”. Los que están más obligados a “no apagar el espíritu, a no despreciar las profecías, a examinar todo y quedarse con lo bueno” (1Tes 5,19-21), son los más apegados a leyes históricamente superadas. Dijo que “la ordenación de los 'viri probati' no es destruir el celibato ni el sacerdocio, ni plantear que hay necesidad de las cosas porque hay escasez”. Aunque haya personas célibes, dispuestas a asumir responsabilidades comunitarias, las personas casadas pueden ser llamadas a presidir las comunidades. Impedir casarse a quienes desean ser obispos y presbíteros va contra los derechos humanos y la libertad evangélica.

Jaén, 26 agosto 2020

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