LA IGLESIA CENTRIFUGADORA

Reflexión sobre el colectivo de los llamados “curas casados”

Escribe: Pepe Mallo

Centrifugadora: Máquina que usa la fuerza centrífuga; energía que impulsa hacia afuera, que aleja del centro. Se me ocurre este símil por analogía. La Iglesia pivota sobre tres goznes: Dogmas, Derecho Canónico y Catecismo. Son el motor-rotor del sistema. Motor que gira y gira, inalterable, sobre estos cardinales ejes, centrifugando:
- Centrifuga cuando con excomuniones, anatemas y censuras arroja de sí a quien no se somete a sus inflexibles códigos canónicos o inamovibles e inmutables criterios teológicos.
- Centrifuga al excluir de la comunión a quien intenta rehacer su vida tras un fracaso matrimonial, por más que se diga que no está excomulgado y le infundan ciertas esperanzas, “con condiciones”.
- Centrifuga relegando y marginando a la mujer y a homosexuales y transexuales, más por obsesivas motivaciones sexistas que por legítimos supuestos doctrinales.
- Centrifuga de modo inclemente, inhumano e injusto a algunos sacerdotes por la única razón de que un día decidieron tomar, por coherencia interior, la “opción personal, libre y responsable” de contraer matrimonio; es decir, iniciar un nuevo proyecto de vida cristiana con una mujer...
Y un prolongado etcétera de centrifugaciones.

Sobre este colectivo de los llamados “curas casados”, condenado, relegado y hasta proscrito, centrifugado del ministerio pastoral hasta la marginación, quiero centrar esta sincera reflexión de hoy. En España hay alrededor de 8.000 curas casados; en el mundo, aproximadamente 150.000. Son sacerdotes, pero la Iglesia no les permite ejercer el ministerio para el que fueron ordenados. No sé si es porque el papa Francisco alude tanto a “vivir en las periferias” por lo que pretenden arrinconar precisamente ahí, en la periferia de la institución, a este colectivo. La Iglesia está desperdiciando y desaprovechando experiencia y preparación de meritorios sacerdotes que dedicaron ardientemente su vida a la proclamación y vivencia del Evangelio, antes desde su estado sacerdotal (idoneidad acreditada en muchos casos por sus comunidades) y ahora desde su opción matrimonial. Las leyes eclesiales han infringido a los “curas casados” un severo, riguroso, implacable y hasta cruel “agravio comparativo” respecto al resto de los fieles.

Escúchenme (aunque no se esté de acuerdo) mis razonamientos y reflexiones:
1. La ordenación sacerdotal es, según doctrina, un “sacramento que imprime carácter”, es decir, que “marca para siempre”, para “toda la vida” (incluida la eterna, “Sacerdos in aeternum”). Así, ministerio significa “servicio” a la comunidad. Deduzco que, si les prohíben y despojan del “ministerio”, o sea del servicio, ¿qué les queda, además de las fotos para el recuerdo?, ¿sólo el “título” de sacerdote?; ¿de qué sirve un título si no se “ejerce”? De hecho, los han enviado a la “oficina del paro” para toda la vida, incluida la eterna; y para más inri, sin oficio ni beneficio... ¿Y luego los acusan de deserción, deslealtad o infidelidad y los califican de perjuros y renegados?

2. El sacerdocio es un “orden” (orden sacerdotal); luego apartarlos del “ejercicio” del ministerio es un “des-orden”. El mayor desorden es negarles rotundamente la condición de sacerdotes. Se dogmatiza abiertamente que la vocación sacerdotal es una llamada personal de Dios. ¿Quién es, pues, la Iglesia para anular y desautorizar con arbitrarias leyes canónicas esta llamada de Dios? ¡¡Abuso del “atar y desatar”!! Otro desorden es negarles, no solo el ejercicio del ministerio sino todas aquellas actividades (para las que están “investidos”) que, por contra, se permite realizar a los laicos (enseñanza de religión en colegios, catequesis en las parroquias, lecturas en las misas, repartir la comunión...). Y mucho menos, ejercer como diáconos, orden que se confiere a hombres casados...

3. La privación de este ministerio, en lenguaje canónico, se dice “reducir al estado laical”
En román paladino, según la terminología eclesiástica, les han “degradado”, bajado de “categoría”, apocopado, en definitiva, ninguneado; y peor aún al considerar el significado de esta expresión en la propia mentalidad eclesial. Está claro en qué lugar de la Iglesia sitúan a los laicos. No digamos a los curas casados que, en la práctica, ocupan el estamento más bajo en la pirámide clasista eclesiástica, puesto que ni siquiera se les reconocen los mínimos derechos ni se les permiten actividades que se reconocen y autorizan a los laicos. En los primeros tiempos del cristianismo, todos eran laicos, o “pertenecientes al pueblo” (de Dios); sólo se diferenciaban en los “ministerios” o “funciones”.

4. El día de la “ordenación sacerdotal”, el obispo preguntó al formador del seminario:
- ¿“Crees que estos candidatos son “dignos y aptos” para el ministerio?” Tras la respuesta afirmativa, se les “ordenó sacerdotes”. Y ahora, yo me pregunto: Por el hecho de optar por el matrimonio, ¿son indignos e ineptos?; ¿qué puede hacer “indigno” a una persona, el amor y el proyecto de vida común con una mujer? ¿Puede el amor ser tan indigno que por su causa se pueda restringir, condicionar y anular la vocación de una persona? ¿Puede el matrimonio convertir a alguien en inepto para ejercer el ministerio para el que ha sido llamado y ordenado?

El celibato no es un carisma del Espíritu, sino una libre y valorada opción de vida
Quiero preguntarme y preguntar, ¿qué valor se le está dando en la Iglesia al celibato ministerial? Y la cuestión básica: ¿Qué aporta substancialmente el celibato al ministerio en su autenticidad? No quiero socavar y debilitar el celibato frívolamente, sino centrarlo y justipreciarlo en lo esencial. El celibato no es un carisma del Espíritu, como quieren hacer creer, sino una libre y valorada opción de vida. El celibato opcional en sí mismo, sin necesidad de exaltarlo ni divinizarlo, tiene un valor excepcional que aprecian, asumen y han ratificado muchos creyentes y no creyentes a lo largo de la historia. Su valor intrínseco no es en absoluto inherente ni está supeditado a ministerio alguno por muy divino que se le quiera imaginar. Tanto el matrimonio como el celibato se presentan en la vida de la persona como una “propuesta, respuesta y apuesta”. Todo ello supone una “opción”; por tanto, una elección y una renuncia. La pregunta del millón sería “¿de por vida?”.

La intervención de la Iglesia es más necesaria que nunca
La Iglesia del siglo XXI, con el papa Francisco a la cabeza, se enfrenta a una serie de retos serios y complejos de una amplitud sin precedentes. Vivimos uno de esos momentos que reclaman la mayor de las exigencias, por la trascendencia de los desafíos, en la búsqueda de respuestas adecuadas a dichos retos. Exigencia, primero, de lucidez, ante la seriedad de los conflictos. Exigencia, también en el análisis, para evitar simplismos, reconocer la gran diversidad de situaciones y asumir sus dimensiones reales. Finalmente, exigencia de determinación y eficacia. Dada la importancia de los desafíos, la intervención de la Iglesia es más necesaria que nunca. Los retos urgentes reclaman ambición y compromisos, y resultados eficaces.

En febrero pasado la prensa aireó esta noticia:
“Papa Francisco: `La cuestión de los sacerdotes casados está en mi agenda´. Jorge Bergoglio habría admitido ante cinco excuras casados que se planteará el tema. Es la última apertura del papa Francisco, según dijo el pasado día 10 de este mes a cinco excuras casados, aunque el Vaticano lo ha dado a conocer solamente este jueves. Jorge Bergoglio lo dijo en la residencia de santa Marta”.

¿Globo sonda? ¿Afirmación ocasional por razón del público? ¿Verdadera intención de llevarlo a la práctica? A lo largo de la historia de la Iglesia, concilios y papas, a través de documentos, encíclicas y exhortaciones, cartas y admoniciones, han elogiado y sublimado el celibato enalteciéndolo hasta los más glorificados confines celestiales, con la idea de defender implacablemente la inhumana ley del celibato obligatorio para los sacerdotes de rito romano.

Parece que Francisco está dando audaces pasos respecto a leyes caducas y obsoletas
Prueba patente, estas últimas disposiciones sobre los implicados en abortos y la agilización en las anulaciones matrimoniales. ¿Se convocará un Sínodo específico para este tema como se ha hecho con el de la familia? Si hubiese intención, la Iglesia abordaría la cuestión del celibato como una cuestión a encauzar y arbitrar, y formularía propuestas para encarar y resolver este espinoso problema que viene enquistado desde hace muchos años.

Ley que “atraiga” a los curas casados y les devuelva los derechos de su ordenación
Tan peligroso es no plantearse la situación con mente abierta y con honestidad, sin apriorismos innecesarios, como afrontarla desde una perspectiva parcial, visceralmente exaltada y autoritaria. No es cuestión de verdad o no verdad, sino de praxis, de ortopraxis, de práctica coherente con el Evangelio. Si hoy nadie admite los métodos inquisitoriales como legítimos, probablemente en un futuro próximo tampoco se admitirán los métodos actuales de imponer la “sagrada virginidad” al estamento sacerdotal. La ley es un medio no un fin en sí misma. Fundamentalmente, la reforma significaría revocar la ley del celibato obligatorio; ratificar y fomentar el ideal del celibato, y potenciar y fortalecer el ministerio sacerdotal. Resulta primordial deslindar y precisar la distinción entre “ley del celibato” e “ideal del celibato”. Y sustituir “obligación” por “recomendación”. ¿Disfrutaremos pronto, desbancando a la actual “ley centrifugadora”, de una “ley centrípeta”, inclusiva, integradora, que “atraiga” a los curas casados y les devuelva los derechos adquiridos en su ordenación?
Ya se lamentaba Bertold Brecht: “¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por la evidencia!”

Pepe Mallo
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