La movilización feminista católica, junto con la de los curas casados, es un signo de los tiempos incuestionable Ministerio de la mujer y celibato opcional no deben depender de la sinodalidad

Deberían ser unas verdades comunes de nuestro acervo cristiano

Lo mismo que las verdades ciertas sobre la Iglesia: Pueblo de Dios, sinodal, nacido en el bautismo del Espíritu, revestido de Cristo, unificado en Cristo... Si la base de la Iglesia es ser todos seguidores de Jesús, se deduce claramente que somos “sinodales”, compañeros del camino. Todos “consagrados”, “ungidos” por el Espíritu, para realizar la misión de Jesús en el mundo. Todos “laicos”, pertenecientes al Pueblo (`laós´) de Dios, inaugurado por Jesús. No tiene sentido hablar de laicos y consagrados, pues todos somos pueblo consagrado por el bautismo del Espíritu. Bautismo que nos ha revestido de Cristo y nos ha hecho uno en Cristo Jesús (Gál 3,27-28). Todos podemos vivir de algún modo la experiencia de Jesús: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18s).

El Vaticano II ha formulado la unidad de base así: “El Pueblo de Dios, por Él elegido, es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11)” (LG 32).

Afirmativamente se nos dice:

- todos los bautizados somos uno: un Señor, una fe, un bautismo;

- una misma dignidad: regenerados en Cristo;

- una misma filiación;

- idéntica llamada a la santidad: que salva, da esperanza, une en amor;

Negativamente: en Cristo y en la Iglesia no hay desigualdad por raza, nación, condición social, sexo.

Aquí queda en evidencia la Ley de la Iglesia: hay desigualdad claramente por razón de sexo. Jesús, cabeza de la Iglesia, no puede ser representado por la mujer ni por varón casado (en la Iglesia occidental). El Espíritu de Jesús no puede vocacionar ni dar ciertas cualidades ministeriales a la mujer cristiana, o al varón casado, aunque sean “uno en Cristo Jesús”. Especialmente sangrante es la marginación de la mujer, sobre todo por el argumento habitual que se utiliza: porque Jesús no eligió a ninguna mujer entre los discípulos como símbolos de las doce tribus de Israel. Como si la comunidad de Jesús sólo tuviera doce tribus, dirigidas por doce varones... Lo que era un símbolo del inicio del nuevo Pueblo de Dios se ha respetado sólo en cuanto al sexo. En lo demás: número, raza, nación, condición social, no hay respeto alguno. El sexo, primero, y posteriormente la soltería, se han convertido en voluntad del Espíritu Santo: no se puede alterar la decisión patriarcal de Jesús y se tiene que mantener la disciplina de los sacerdotes judíos en los ministerios principales.

La ministerialidad de la mujer y el celibato opcional no pueden depender de la sinodalidad. Tienen que depender de la verdad y la libertad evangélicas. Creo que la ministerialidad de la mujer cristiana y el celibato opcional para todo ministerio son dos hechos hoy incontrovertibles de la voluntad de Cristo. Con el conocimiento actual del Nuevo Testamento, de los Derechos Humanos y de la sexualidad no puede seguir en pie esta disciplina eclesial. Empeñarse en esta tradición disciplinar para seguir manteniéndola como voluntad del Espíritu de Jesús es luchar claramente contra la verdad y libertad evangélicas, los Derechos humanos y la mentalidad científica. El que la mujer pueda desempeñar cualquier ministerio en igualdad de condiciones que el varón es una verdad más brillante hoy que en épocas pasadas. En el texto de Pablo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 27-28), es evidente la capacidad para representar a Cristo de toda persona (varón y mujer, soltero y casado). Todo ser humano bautizado “ha sido revestida de Cristo”. Lógicamente puede representarle ante sus semejantes.

La movilización feminista católica, junto con la movilización de los curas casados, es un signo de los tiempos incuestionable. Seguir dando la callada por respuesta está minando la autoridad de la Iglesia y propiciando la desobediencia silenciosa a las normas eclesiásticas del estamento clerical.

¿A quién puede convencer hoy la argumentación del celibato obligatorio expuesta por el Papa emérito y el cardenal Sarah en un libro reciente? Abochorna a cualquier cristiano actual medianamente conocedor de la sexualidad humana. ¿En qué cabeza cabe defender hoy la “conciencia colectiva de Israel” sobre “la abstinencia sexual, en los periodos en los que ejercían el culto y, por tanto, estaban en contacto con el misterio divino”? ¿Quién puede creer como revelación cristiana que el uso sexual es “impuro” ante Dios, y por ello impide cualquier relación o contacto con lo “santo, divino, sagrado”? Como los sacerdotes judíos, escribe, “solo debían consagrarse al culto durante determinados periodos, matrimonio y sacerdocio eran compatibles”. Pero como los sacerdotes del Nuevo Testamento tienen que celebrar regularmente la misa, incluso a diario, “toda su vida está en contacto diario con el misterio divino. Eso exige por su parte la exclusividad para Dios... De la celebración diaria de la Eucaristía, que implica un estado permanente de servicio a Dios, nace espontáneamente la imposibilidad de un vínculo matrimonial. Se puede decir que la abstinencia sexual, que antes era funcional, se convierte por sí misma en una abstinencia ontológica. Así, pues, su motivación y significado quedan íntima y profundamente transformados... No parece posible simultanear ambas vocaciones... Renunciar al matrimonio se convierte en una exigencia del ministerio sacerdotal”. Por ello “en el transcurso de los primeros siglos parece haber sido normal vivir los sacerdotes el matrimonio llamado `de san José´. Existía un número suficiente de hombres y mujeres que consideraban razonable y posible vivir de este modo entregándose juntos al Señor” (“Desde lo más hondo de nuestros corazones”. R. Sarah con J. Ratzinger, Benedicto XVI. Ed. Palabra. Madrid 2020. P. 50-52).   

Afirma que “el defecto metodológico en la acogida de la Escritura como Palabra de Dios” está en los fundamentos de la crisis actual del sacerdocio. Hay que acoger como “Palabra de Dios” la conciencia colectiva israelí de que el culto exige a los sacerdotes no ejercer la sexualidad ni con sus propias mujeres. Pueden seguir viviendo con ellas como “hermanas”. No es la vida familiar, sino el sexo activo lo que impide contactar con Dios. Así defiende que “el abandono de la interpretación cristológica del Antiguo Testamento ha llevado a muchos exégetas contemporáneos hacia una teología del culto deficiente”. La interpretación cristológica exige a los ministros de Cristo lo que se exigía a los sacerdotes judíos. Pues “lejos de abolir el culto y la adoración debidos a Dios, Jesús los asumió y les dio cumplimiento en el acto de amor de su sacrificio...” (o.c. p. 31-32). Este disparate es la razón teológica decisiva del celibato obligatorio.

Jaén, 1 de octubre de 2021

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