Una afirmación discordante: “los ministerios cristianos y los prescritos por la ley mosaica se presentan abiertamente asociados” (p. 42) El libro de “R. Sarah con J. Ratzinger” contradice al concilio Vaticano II (4)

No hay equivalencia entre el sacerdocio antiguo y el de Jesús

Tras afirmar: “la aristocracia sacerdotal del Templo -los saduceos- se fijó en Jesús y su movimiento, dando lugar al proceso, la condena y la ejecución de Jesús”, sostiene: “en consecuencia, los ministerios de la comunidad que empezó a constituirse en torno a Jesús no podían pertenecer al marco del sacerdocio veterotestamentario” (p. 33). A partir de esta consideración, analiza “las estructuras ministeriales fundamentales de la primera comunidad de Jesús”: Apóstoles, epíscopos, presbíteros (p. 34-35). El carácter laical y no cultual ni sacerdotal del primer movimiento de Jesús no es fruto de “una elección anticultual y antijudaica”. Se debe únicamente a la circunstancia de que el sacerdocio del Antiguo Testamento se reserva a la tribu de Aarón-Leví. No se rechaza, por tanto, en la Iglesia naciente por “desacralización, deslegalización, sacerdocio y jerarquía” (p. 36). El movimiento de Jesús “asume la crítica profética al culto, pero unificada de un modo sorprendente con la tradición sacerdotal y cultual” (p. 37). Críticas recogidas por Esteban y que san Pablo relaciona con la tradición cultual de la última Cena. Jesús había aprobado dichas críticas respecto al Shabbat (Mt 12,7-8).

La relación de Jesús con el Templo y la última Cena iluminan su sacerdocio. Con respecto al Templo recuerda la piedad de Jesús y su familia demostrada a los doce años: “¿acaso no sabíais que me era necesario estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49). Igualmente el hecho de participar él en peregrinaciones al Templo y reunirse en oración y enseñanza su comunidad tras la Resurrección. El episodio de la purificación del Templo (Mc 11,15ss; Jn 2,13-22) no es abolición del culto judaico. El templo es destruido “por la actitud equivocada de las más altas autoridades de la jerarquía sacerdotal... Dios se vale de la conducta errónea d los hombres como `modus´ [medio] para manifestar un amor más grande... Jesús considera la destrucción del Templo existente como una etapa de sanación divina... En este sentido, la purificación del Templo constituye el anuncio de una nueva forma de adoración a Dios y, en consecuencia, concierne a la naturaleza del culto y del sacerdocio” (p. 39).

Culto y sacerdocio siguen en pie en los ministerios fundamentales de la comunidad de Jesús. Son los sacerdotes del Nuevo Testamento, purificados por el Espíritu de Jesús. No son hereditarios, pero celebrarán “el culto y la adoración” diariamente. Por eso tienen la misma exigencia del celibato que los sacerdotes del Antiguo Testamento. Por lo que “la abstinencia sexual, que antes era funcional (en el periodo de ejercicio sacerdotal) se convierte por sí misma en una abstinencia ontológica” (p. 50).

La última Cena decide “lo que Jesús quería del culto y lo que rechazaba”. Jesús se presenta como el nuevo Moisés para una alianza nueva. Supera a Moisés al creerse él mismo “autor y víctima del sacrificio”. Jesús, al entregar su carne y sangre, anticipa la cruz y la resurrección. Con la Cena renueva el culto: la cruz se convierte en perdón y en amor que se prolonga ya siempre y al que se incorpora todo ser humano: “de la Cena al sacrificio de la mañana” (san Agustín). La Cena es don de Dios, Jesús que perdona, y respuesta humana amando como Jesús. Se supera el culto de Aarón. Jesús se constituye en Sumo Sacerdote. Amor y sacrificio es la mediación de Jesús con su muerte y resurrección. Jesús resucitado es el templo de adoración de Dios (p.41-42).

Una afirmación discordante: “los ministerios cristianos y los prescritos por la ley mosaica se presentan abiertamente asociados” (p. 42). Sumo sacerdote será el obispo, sacerdote el presbítero, levita el diácono. Esta equivalencia aparece muy pronto. Y cita la Carta a los Corintios de san Clemente de Roma. Surge así la interpretación cristológica, movida por el Espíritu Santo -por tanto, “también pneumatológica”- del Antiguo Testamento. No es, dice, meramente alegórica; “corresponde a la lógica interna del texto” (p. 43).

No hay equivalencia entre el sacerdocio antiguo y el de Jesús. Los ministerios “ordenados” no agotan el sacerdocio de Jesús. El sacerdocio veterotestamentario es ritual, meramente humano, desempeñado por la tribu de Aarón-Leví, en nombre del pueblo de Israel. Sacerdocio de Jesús es su vida: trae el amor de Dios en palabras y obras, nos vincula a Dios como hijos. Nos da su Espíritu para que adoremos a Dios en espíritu y verdad. Jesús muriendo y resucitando culmina nuestra reconciliación con Dios. Su vida sacerdotal se actualiza en los diversos ministerios (ordenados y laicales), en los sacramentos, sobre todo en el eucaristía, en la oración, en la vida en su amor...

No hay otros sacerdotes más que Jesús. Esto queda claro en el Nuevo Testamento, sobre todo en la Carta a los Hebreos, que interpreta la vida Jesús como sacerdocio existencial, no ritual. Sacerdocio que culmina en la cruz y en la resurrección, y que se actualiza en la vida de todo bautizado. Los servidores de la comunidad cristiana no reciben el título de sacerdotes en el Nuevo Testamento. El carácter sacerdotal es de la comunidad. Se expresa y se concede en el bautismo: “los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras de la persona cristiana ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1Pe 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. He 2,42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1); dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf.1Pe 3,15)” (LG 10). Este es el sacerdocio fundamental, el que compartimos todos con Cristo, el que nos hace a los bautizados “otros Cristos”.

No hay oposición entre ministerios y sacerdocio, como dice el Papa emérito que había en Lutero. Pero tampoco hay equivalencia plena y única, como parece defender el texto papal. Reconoce que “el decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros no aborda esta cuestión”. Pero “la crisis del sacerdocio que se prolonga hasta nuestra Iglesia de hoy” ha puesto de manifiesto la urgencia de “identificarlos con una claridad nueva” (p. 42, 45). Ilustra su afirmación con dos hechos personales. Un amigo suyo, Paul Hacker, convertido del luteranismo al catolicismo, creía que “los `sacerdotes´ eran una realidad definitivamente superada en el Nuevo Testamento”. El otro hecho es la presentación que hizo en un congreso sobre el sacerdocio: “sacerdote del Nuevo Testamento es aquel que medita la Palabra... Esta es la tarea decisiva y fundamental del sacerdote de Dios en la Nueva Alianza... Meditarla significa también alimentarse de la carne que se nos entrega en la Sagrada Eucaristía como pan del cielo. Meditar la Palabra en la Iglesia de la Nueva Alianza equivale a abandonarse en la carne de Jesucristo. Este abandono implica aceptar nuestra propia transformación a través de la Cruz” (p.46-47).

“Esta tarea” es propia de todo cristiano, como participante del sacerdocio de Jesús. No es, por tanto, exclusiva de los ministros ordenados. Ha sido apropiación clerical no debida, como otras muchas. La semana pasada recordé que fue “a comienzos del siglo III cuando se empieza a designar a los ministros de la Iglesia como `sacerdotes´, lo que supone una comprensión claramente sacralizada de las personas que presiden el culto de la comunidad cristiana” (J. M. Castillo: Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos. 3ªed. P. 107. Sígueme. Salamanca. 1981). Es en esta época cuando se inicia el proceso de asociar y equiparar los ministerios cristianos con los del Antiguo Testamento. Es cuando el celibato se presenta como tradición “apostólica”.

Jaén, 8 octubre de 2020

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