Una minoría quiere decidir por todos en cosas que no pertenecen a la fe cristiana Siguen en la Iglesia el fanatismo y la intolerancia

Nacionalistas radicales y religiosos tradicionalistas envenenan la convivencia

El fanatismo y la intolerancia son dos caras de la misma moneda. Uno y otra abundan en los nacionalismos radicales y en las religiones tradicionalistas. Sobre todo, cuando se apoyan mutuamente, y mezclan política y religión como necesarias para vivir mejor y encontrar el paraíso soñado por unos y otros.

La utopía humana se deja seducir por estas ensoñaciones políticas y religiosas. Utopía que creen realizable aquí y ahora, en nuestra patria y en estos momentos históricos. No dudan los fanáticos en idolatrar a su Patria y al Dios de su Religión. Su Patria y su Dios merecen la vida. Sin la entrega plena a ellos no es posible ser felices. Creen merecer lo mejor: el paraíso en esta tierra y en el futuro. Los caídos en esta lucha serán dichosos, bien porque encontrarán el abrazo feliz de su Patria que los honrará siempre, o en las manos del Dios que premiará a los mártires de su doctrina.

Los fanáticos tienen un alto concepto de sí mismos. Sus costumbres, sus vidas, todo lo suyo está investido de una grandeza singular. Tienden a ocultar sus defectos. Miran a los de otro país o religión como inferiores, no dignos de vivir como ellos. Desprecian sus costumbres, su cultura, su inteligencia de la vida… Agrandan sus defectos, tratan de humillarlos por cualquier desnivel o diferencia de progreso.

Esto es claramente perceptible en los escritos y en las actitudes de los nacionalistas radicales y de los religiosos tradicionalistas. Unos, incumpliendo la ley democrática, no cometen ningún delito, por no considerarse obligados. Otros piensan que agrada a Dios la muerte de quienes no piensan como ellos. A esto asistimos en España actualmente. Una minoría fanática nos impone a todos su visión de la ley, haciéndose ellos mismos la ley que les conviene. No nos dejan opinar, y, muchos menos, decidir. Incluso se atreven a decir que se les ha votado para que hagan lo que están haciendo, aunque no estuviera incluido en su programa y lo excluyeran expresamente en su campaña electoral.

La Iglesia adolece de los mismos males. Una minoría quiere decidir por todos en cosas que no pertenecen a la fe consentida y admirada de Jesús de Nazaret. Una demostración de fanatismo e intolerancia está exhibiéndose ahora en un sector del clero que se opone a las reformas y procesos de reformas que anima el Papa Francisco. Hasta cardenales, el eslabón más alto eclesial, impiden avanzar en sinodalidad, en disciplina sacramental y del clero, en igualdad de los bautizados respecto de los ministerios…

Ejemplo clamoroso, arrastrado desde el Vaticano II, es no reconocer la celebración de la Penitencia, con confesión general y absolución común, como forma ordinaria, igual que la forma individual o mixta. Los fieles podrían elegir la forma que consideren más adecuada para su espíritu. Así se estaría más cerca de “la doctrina limpia del Evangelio y la conducta de Jesús con los pecadores” que sólo pide fe y amor, arrepentimiento y perdonar a quien nos ofende. Brillaría el amor gratuito de Dios. Se prefiere “dar más importancia a un texto del concilio de Trento que al mismo Evangelio, enseñanza indubitable de Jesús” (D. Fernández: “Celebración comunitaria de la Penitencia. Evangélicamente fundada. Históricamente ratificada. Dogmáticamente correcta. Pastoralmente recomendable”. Ed. Nueva Utopía. Madrid 1999. P. 9-13).

Los curas de la tertulia de la Sacristía de la Vendée son otro ejemplo de fanatismo e intolerancia. Su propuesta básica es la fidelidad al Derecho canónico y a la Tradición impuesta por el clero, marginando el Evangelio y el sentido de fe del Pueblo de Dios. Su fanatismo los ha llevado a rezar para que el Papa pase cuanto antes a “mejor vida”, por no agradarles sus procesos de reformas. Han hecho un ídolo de su visión religiosa, y no aceptan otros modos de ver las cosas.

 El celibato obligatorio es otro ejemplo de cerrazón idolátrica. Algunos de las altas esferas, como el cardenal R. Sarah, con la aprobación del Papa emérito Benedicto XVI, llegan a defender que: “entre el sacerdocio y el celibato existe un vínculo ontológico-sacramental. Cualquier debilitamiento de este vínculo significaría poner en tela de juicio el magisterio del concilio y de los Papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Suplico humildemente al Papa Francisco que nos proteja definitivamente de esta posibilidad vetando cualquier debilidad de la ley del celibato sacerdotal, ni siquiera restringiéndolo a una u otra región” (Card. R. Sarah con J. Ratzinger, Benedicto XVI: “Desde lo más hondo de nuestros corazones”. Edic. Palabra. Madrid 2020. P. 162). No les importa hacer creer que existe tal vínculo ontológico. El concilio Vaticano II lo desmiente: “La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos no es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva [Cf. 1Tim 3,2-5; Tit 1,6] y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados” (PO 16). ¿Por qué la autoridad católica (Congregación de la Doctrina de la Fe) no ha desautorizado tal afirmación contraria a la fe y la disciplina de la Iglesia oriental, tan católica como la occidental?

También hay excesos por la otra parte: Algunos partidarios del celibato opcional en Alemania parecen dispuestos a llegar al cisma por ello: “rumores constantes que llegan hasta aquí, sobre la posible separación de Roma de un grupo de católicos alemanes, por el celibato opcional y el ministerio de las mujeres” (“¿Cisma en la Iglesia?: Carta a algunos católicos alemanes”. J. I. González Faus. RD 29.02.2024).

Ahí tenemos a los sacerdotes casados, y sus asociaciones nacionales e internacionales, propugnando la libertad del celibato y el reconocimiento de sus ministerios, y, jamás los he oído decir que quieren separarse de la Iglesia. Ellos creen que tienen razón desde el Evangelio y desde la razón cultural, social, humana… Afirman lo que dice Pablo VI: “el Nuevo Testamento, en el que se conserva la doctrina de Cristo y de los Apóstoles, no exige el celibato de los sagrados ministros, sino que más bien lo propone como obediencia libre a una especial vocación o a un especial carisma (cf. Mt 19, 11-12). Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de los Doce, como tampoco los Apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (cf. 1Tim 3,2-5; Tit 1,5-6)” (Sacerdotalis Coelibatus, 5).

La razón para el celibato opcional no es para que haya más sacerdotes, ni para que no haya abusos como la pederastia u otros, sino por respeto al Evangelio de la libertad, al Espíritu que concede diversos carismas “como él quiere” (1Cor 12,11), a la necesidad de tener dirigentes comunitarios y de celebrar la eucaristía, a los derechos humanos… La cerrazón de la autoridad eclesial proviene del egoísmo del poder, de la comodidad, de la economía…

Tener un ejército de célibes, empoderados y vanidosos, recuerda, como alguno ha sugerido, a los “jenízaros del antiguo sultán de Turquía” (JM Díez-Alegría: Rebajas teológicas de otoño. Ed. Desclèe de Brouwer. Bilbao 1980. P. 144). Los jenízaros, guardia personal del sultán (s. XIV), tenían mucho poder en las fronteras otomanas. Maquiavelo en El Príncipe: “El sultán está todo entero en poder de los soldados” y para conservar el trono “es menester que este soberano, que no hace caso ninguno del pueblo, mantenga a sus guardias en la inclinación de su persona”. Vestían de forma pintoresca para distinguirse del resto de tropas otomanas. En señal de fidelidad, sus vestidos tenían los colores del sultán. Se oponían con ferocidad a todo cambio que supusiera pérdida de sus privilegios y poder. Aunque no se exigía formalmente, se les pedían que fueran célibes y se convirtieran al Islán. Ambas cosas solían cumplirse, ya que desde niños eran como la familia del sultán, a quien obedecían ciegamente.

Volver arriba