VARONES Y MUJERES, REVESTIDOS DE CRISTO (D. 12º TO C 23.06.2013)
Introducción:todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3, 26-29)
Tesis principal de la carta: “el ser humano no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Cristo Jesús” (Gá1 2, 16). Este capítulo la argumenta: experiencia del Espíritu entre los Gálatas (3, 1-5), testimonio de la Escritura (Abrahán), contraposición ley y fe... “Por la ley nadie se justifica ante Dios, pues el justo vivirá de la fe...”. La ley “colgó del madero” a Cristo, haciéndolo “maldito”... La promesa a Abrahán y a su descendencia (Cristo) se acepta por fe. La ley es un carcelero o pedagogo (“conduce al niño”: vigila, cuida, lleva a la escuela) (3, 6-22). Impide la libertad de hijo: “la ley nos ha custodiado encerrados con vistas a la fe... ha sido nuestro pedagogo hacia Cristo... Una vez que llegó la fe, ya no estamos bajo el dominio del pedagogo” (3, 23-25).
V. 26: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. Similar al prólogo de Juan: “a cuantos la aceptaron (la luz), a los que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). El que cree, como Jesús, que el Misterio radical de la vida es Amor, se cree hijo del Amor, y a los demás los cree hermanos, hijos del mismo Padre-Madre. Esta fe puede ser común a toda religión. Nosotros nos incorporamos a esta fe al “creer a Jesús”, Hijo de Dios.
V. 27: “los que os bautizasteis en Cristo, os habéis revestido de Cristo”. “Bautizar” es “sumergir”. El bautismo nos ha “sumergido en Cristo”, nos ha incorporado a Cristo, a su personalidad, a su mente, a su Espíritu. Esta metáfora se une con otra: “revestirse” a Cristo. Como la esponja metida en el agua, se “sumerge” y “envuelve”, se empapa de agua. Son signos del Espíritu Santo, que empapaba a Jesús, “el mismo en la Cabeza y en los miembros” (LG 39).
V. 28: “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Declaración rotunda sobre la igualdad desde el Evangelio. Contra la mente judía discriminatoria: “te doy gracias, Dios altísimo, por no haberme hecho pagano (no judío), esclavo ni mujer” (oración habitual entre judíos del s. I). El texto es de tal fuerza que va más allá de hechos del mismo Jesús, lógicamente consonantes con la época. La mujer, igual que el varón representa a Cristo, anuncia su evangelio, le hace crecer. El domingo pasado leíamos, hay un indicio claro de que para Jesús “no hay distinción entre varón y ni mujer” (Lc 7, 36- 50). Una mujer extraña (“puta”: “da que pensar” en su significado etimológico) unge a Jesús. “Ungir” en su época era una función exclusiva sacerdotal. Jesús acepta la unción de pies, expresiva de la fuerza divina para su ministerio de profeta itinerante hacia Jerusalén. La fuerza divina, significada en el perfume, es el amor despertado por Jesús. En Betania, María le unge para la pasión, muerte y sepultura, donde va a necesitar más el Espíritu del Amor divino (Jn 12, 3-8). La “exclusión” de la mujer del ministerio no es verdad de fe ni costumbre “radical” evangélica (como el Sermón de la Montaña), opinan la mayoría de teólogos y biblistas.
V. 29: “si sois de Cristo, sois descendientes de Abrahán y herederos de la promesa”. La promesa le vino a Abrahán por la fe (Rm 4, 13). Para Pablo, Cristo es “la descendencia” de Abrahán (Gál 3, 16). Somos hijos, herederos; libres y esperanzados en la promesa de plenitud realizada ya en Cristo.
Oración:todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3, 26-29)
Jesús, Ungido de Dios, hermano nuestro.
Como los cristianos gálatas, escuchamos hoy a Pablo:
“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”.
Es la verdad primera en que se asienta nuestra visión de la vida.
Lo leído tantas veces en el prólogo de Juan:
“Al principio existía la Palabra...
Era ella la luz verdadera que ilumina a todo hombre al venir al mundo...
A cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre,
les dio poder para ser hijos de Dios...
los que no han nacido de sangre, ni de deseo de carne ni de deseo de varón,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria,
la gloria que un Hijo único recibe de su Padre, plenitud de amor y lealtad” (Jn 1, 1-14).
La “gloria” que nosotros, como los gálatas, hemos visto en ti, ha sido el Amor:
el amor “crucificado” por el poder de este mundo, el dinero, el orgullo...
También a nosotros podría gritarnos Pablo:
“¡Estúpidos gálatas! ¿Quién os ha embrujado?
¡Después que ante vuestros ojos presentaron a Jesús Mesías en la cruz!” (Gál 3, 1).
También nosotros padecemos el embrujo del poder, el dinero, la soberbia de la vida:
el poder que amarra con leyes, venera al soberano, sostiene la desigualdad inhumana...;
el poder que se viste de insignias e indumentaria imperiales: la púrpura, la mitra, el trono dorado,
el báculo, las estolas, el palio, la muceta, los palacios con su corte y hábitos...
El dinero organizado para seguir “llenando graneros” irracionalmente;
la riqueza “inicua” que no le importan las víctimas;
el dinero “injusto”, que sustituye a los humanos por cifras y siempre quiere más.
La soberbia de la vida que busca honores, oropeles, reverencias, humillaciones...;
antepone sus leyes al sufrimiento y a la conciencia personal;
venera al Crucificado y lo embellece, y olvida a sus hermanos crucificados.
El papa Francisco está desembrujando algunos aspectos:
el trono de oro por una silla de madera, más apropiada para el discípulo de Jesús;
no usa la estola roja bordada en oro, heredera del Imperio, ni la esclavina roja con armiño...;
sus mismos zapatos negros resisten a los atractivos clásicos rojos;
su pectoral sigue siendo una sencilla cruz de metal, sin rubíes y ni diamantes;
el anillo papal es de plata, no de oro...;
a los dirigentes eclesiales les ha dicho sin ambigüedad:
“el que busque dignidades, privilegios, categorías propias de selectos y cosas de ésas,
que se las busque en otro sitio”.
Por el bautismo “nos hemos revestido de ti, Cristo”:
nos hemos sumergido en tu mismo Espíritu;
estamos participando de tu misma mente;
no será nada extraño que terminemos como tú:
despreciados, escupidos, torturados, colgados entre malhechores...
También nuestras religiones se han hecho “del templo y del sábado”:
tu amor, que afirma y quiere nuestra libertad, no lo proclaman;
tu bondad, dadora de vida, sol y lluvia..., no es percibida;
tu justicia de vida para todos, ha sido silenciada...
Hemos negado la libertad de conciencia y de expresión...;
“no hemos tenido en cuenta los sufrimientos del pobre,
ni los derechos comunes de la humanidad,
ni la necesidad de que el hombre tenga una sensibilidad humana
y... se compadezca de algún modo de los que son de su misma condición”
(San Jerónimo: Carta a Hebidia. PL 22, 984-85. Comentando la parábola del rico Epulón (Lc 16,19-31) descubre los “derechos comunes de la humanidad”, que siglos después apoyará la Revolución Francesa y la modernidad, y que aún la Iglesia no ha reconocido oficialmente);
Tú, Jesús de Nazaret, hacías justo lo contrario:
no tenías nada como propio, y a nadie impides que se acerque;
la excomunión no existe por tu parte, a todos brindas amistad y mesa;
eras transparencia del Padre que “hace salir el sol sobre malos y buenos...”.
Reaviva en nosotros la unción del Espíritu con que fuimos bautizados:
“ungidos” para ser solidarios con los más débiles,
para vivir la libertad que nos da tu amor,
para “dar vista a los ciegos”, buscando humildemente la verdad de las cosas,
para sentirnos todos pobres, dispuestos a reconocer la común dignidad.
Rufo González
Tesis principal de la carta: “el ser humano no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Cristo Jesús” (Gá1 2, 16). Este capítulo la argumenta: experiencia del Espíritu entre los Gálatas (3, 1-5), testimonio de la Escritura (Abrahán), contraposición ley y fe... “Por la ley nadie se justifica ante Dios, pues el justo vivirá de la fe...”. La ley “colgó del madero” a Cristo, haciéndolo “maldito”... La promesa a Abrahán y a su descendencia (Cristo) se acepta por fe. La ley es un carcelero o pedagogo (“conduce al niño”: vigila, cuida, lleva a la escuela) (3, 6-22). Impide la libertad de hijo: “la ley nos ha custodiado encerrados con vistas a la fe... ha sido nuestro pedagogo hacia Cristo... Una vez que llegó la fe, ya no estamos bajo el dominio del pedagogo” (3, 23-25).
V. 26: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. Similar al prólogo de Juan: “a cuantos la aceptaron (la luz), a los que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). El que cree, como Jesús, que el Misterio radical de la vida es Amor, se cree hijo del Amor, y a los demás los cree hermanos, hijos del mismo Padre-Madre. Esta fe puede ser común a toda religión. Nosotros nos incorporamos a esta fe al “creer a Jesús”, Hijo de Dios.
V. 27: “los que os bautizasteis en Cristo, os habéis revestido de Cristo”. “Bautizar” es “sumergir”. El bautismo nos ha “sumergido en Cristo”, nos ha incorporado a Cristo, a su personalidad, a su mente, a su Espíritu. Esta metáfora se une con otra: “revestirse” a Cristo. Como la esponja metida en el agua, se “sumerge” y “envuelve”, se empapa de agua. Son signos del Espíritu Santo, que empapaba a Jesús, “el mismo en la Cabeza y en los miembros” (LG 39).
V. 28: “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Declaración rotunda sobre la igualdad desde el Evangelio. Contra la mente judía discriminatoria: “te doy gracias, Dios altísimo, por no haberme hecho pagano (no judío), esclavo ni mujer” (oración habitual entre judíos del s. I). El texto es de tal fuerza que va más allá de hechos del mismo Jesús, lógicamente consonantes con la época. La mujer, igual que el varón representa a Cristo, anuncia su evangelio, le hace crecer. El domingo pasado leíamos, hay un indicio claro de que para Jesús “no hay distinción entre varón y ni mujer” (Lc 7, 36- 50). Una mujer extraña (“puta”: “da que pensar” en su significado etimológico) unge a Jesús. “Ungir” en su época era una función exclusiva sacerdotal. Jesús acepta la unción de pies, expresiva de la fuerza divina para su ministerio de profeta itinerante hacia Jerusalén. La fuerza divina, significada en el perfume, es el amor despertado por Jesús. En Betania, María le unge para la pasión, muerte y sepultura, donde va a necesitar más el Espíritu del Amor divino (Jn 12, 3-8). La “exclusión” de la mujer del ministerio no es verdad de fe ni costumbre “radical” evangélica (como el Sermón de la Montaña), opinan la mayoría de teólogos y biblistas.
V. 29: “si sois de Cristo, sois descendientes de Abrahán y herederos de la promesa”. La promesa le vino a Abrahán por la fe (Rm 4, 13). Para Pablo, Cristo es “la descendencia” de Abrahán (Gál 3, 16). Somos hijos, herederos; libres y esperanzados en la promesa de plenitud realizada ya en Cristo.
Oración:todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3, 26-29)
Jesús, Ungido de Dios, hermano nuestro.
Como los cristianos gálatas, escuchamos hoy a Pablo:
“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”.
Es la verdad primera en que se asienta nuestra visión de la vida.
Lo leído tantas veces en el prólogo de Juan:
“Al principio existía la Palabra...
Era ella la luz verdadera que ilumina a todo hombre al venir al mundo...
A cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre,
les dio poder para ser hijos de Dios...
los que no han nacido de sangre, ni de deseo de carne ni de deseo de varón,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria,
la gloria que un Hijo único recibe de su Padre, plenitud de amor y lealtad” (Jn 1, 1-14).
La “gloria” que nosotros, como los gálatas, hemos visto en ti, ha sido el Amor:
el amor “crucificado” por el poder de este mundo, el dinero, el orgullo...
También a nosotros podría gritarnos Pablo:
“¡Estúpidos gálatas! ¿Quién os ha embrujado?
¡Después que ante vuestros ojos presentaron a Jesús Mesías en la cruz!” (Gál 3, 1).
También nosotros padecemos el embrujo del poder, el dinero, la soberbia de la vida:
el poder que amarra con leyes, venera al soberano, sostiene la desigualdad inhumana...;
el poder que se viste de insignias e indumentaria imperiales: la púrpura, la mitra, el trono dorado,
el báculo, las estolas, el palio, la muceta, los palacios con su corte y hábitos...
El dinero organizado para seguir “llenando graneros” irracionalmente;
la riqueza “inicua” que no le importan las víctimas;
el dinero “injusto”, que sustituye a los humanos por cifras y siempre quiere más.
La soberbia de la vida que busca honores, oropeles, reverencias, humillaciones...;
antepone sus leyes al sufrimiento y a la conciencia personal;
venera al Crucificado y lo embellece, y olvida a sus hermanos crucificados.
El papa Francisco está desembrujando algunos aspectos:
el trono de oro por una silla de madera, más apropiada para el discípulo de Jesús;
no usa la estola roja bordada en oro, heredera del Imperio, ni la esclavina roja con armiño...;
sus mismos zapatos negros resisten a los atractivos clásicos rojos;
su pectoral sigue siendo una sencilla cruz de metal, sin rubíes y ni diamantes;
el anillo papal es de plata, no de oro...;
a los dirigentes eclesiales les ha dicho sin ambigüedad:
“el que busque dignidades, privilegios, categorías propias de selectos y cosas de ésas,
que se las busque en otro sitio”.
Por el bautismo “nos hemos revestido de ti, Cristo”:
nos hemos sumergido en tu mismo Espíritu;
estamos participando de tu misma mente;
no será nada extraño que terminemos como tú:
despreciados, escupidos, torturados, colgados entre malhechores...
También nuestras religiones se han hecho “del templo y del sábado”:
tu amor, que afirma y quiere nuestra libertad, no lo proclaman;
tu bondad, dadora de vida, sol y lluvia..., no es percibida;
tu justicia de vida para todos, ha sido silenciada...
Hemos negado la libertad de conciencia y de expresión...;
“no hemos tenido en cuenta los sufrimientos del pobre,
ni los derechos comunes de la humanidad,
ni la necesidad de que el hombre tenga una sensibilidad humana
y... se compadezca de algún modo de los que son de su misma condición”
(San Jerónimo: Carta a Hebidia. PL 22, 984-85. Comentando la parábola del rico Epulón (Lc 16,19-31) descubre los “derechos comunes de la humanidad”, que siglos después apoyará la Revolución Francesa y la modernidad, y que aún la Iglesia no ha reconocido oficialmente);
Tú, Jesús de Nazaret, hacías justo lo contrario:
no tenías nada como propio, y a nadie impides que se acerque;
la excomunión no existe por tu parte, a todos brindas amistad y mesa;
eras transparencia del Padre que “hace salir el sol sobre malos y buenos...”.
Reaviva en nosotros la unción del Espíritu con que fuimos bautizados:
“ungidos” para ser solidarios con los más débiles,
para vivir la libertad que nos da tu amor,
para “dar vista a los ciegos”, buscando humildemente la verdad de las cosas,
para sentirnos todos pobres, dispuestos a reconocer la común dignidad.
Rufo González