Es curioso que nunca se diga que los varones “hagan su aporte a la Iglesia según su modo propio” El domesticado “sueño eclesial” (7): “La fuerza y el don de las mujeres” (B)

El amor de Dios está por encima de toda cultura y género, conducta masculina o femenina, homosexual o heterosexual...

“La Iglesia tiene cierta ceguera al abordar los retos que los tiempos le plantean”, denunciaba en febrero la teóloga y biblista Carmen Bernabé, profesora de Deusto y directora de la Asociación Bíblica Española, en tertulia de periodistas vascas (RD 25.02.2020). Esta ceguera vienen centrándose en un puñado de cuestiones que son capitales para la vida y progreso evangélicos: celibato opcional para los ministerios, igualdad de la mujer cristiana ante cualquier responsabilidad ministerial, sinodalidad en todos los niveles, liturgia actualizada conforme al evangelio y la cultura actual, evangelización significativa para nuestro tiempo, moral sexual con base científica... Esta ceguera es hoy patente y terca en el trato y consideración de la mujer cristiana en la Iglesia. Nuestro Papa Francisco, tan actual en la vuelta a los valores evangélicos, está atascado en este tema. La llamada “revuelta de las mujeres” le resulta fuera de lugar y sin solución posible, al creer que este asunto está ya zanjado definitivamente por Juan Pablo II. Quiere solucionarlo, pone en marcha comisiones de investigación, dilata el asunto, pero no encuentra salida. Abrir caminos nuevos es un parto excesivo para los apegados a la tradición de sus antecesores. “Querida Amazonía” es testigo de este “querer y no poder” poner a la mujer en igualdad responsable de la Iglesia.

¿Existe “modo propio” femenino de “aporte a la Iglesia”? El papa Francisco, para salvar la ley tradicional y patriarcal de la Iglesia, siguiendo a sus antecesores, contesta que sí:

“Las mujeres hacen su aporte a la Iglesia según su modo propio y prolongando la fuerza y la ternura de María, la Madre. De este modo no nos limitamos a un planteamiento funcional, sino que entramos en la estructura íntima de la Iglesia. Así comprendemos radicalmente por qué sin las mujeres ella se derrumba, como se habrían caído a pedazos tantas comunidades de la Amazonia si no hubieran estado allí las mujeres, sosteniéndolas, conteniéndolas y cuidándolas. Esto muestra cuál es su poder característico” (n. 101).

Es curioso que nunca se diga que los varones “hagan su aporte a la Iglesia según su modo propio”. ¿Por qué sólo se dice de las mujeres? Se parte de la cultura antigua, patriarcal, que sostiene que el varón es el modelo, el patrón, el que marca y dirige: “quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo y que la cabeza de la mujer es el varón y que la cabeza de Cristo es Dios” (1Cor 11,3). La antropología científica, la organización social actual, la cultura en general, contradice estos esquemas. La contestación en la Iglesia por estos enfoques es evidente.

¿“La estructura íntima de la Iglesia” exige “la fuerza y la ternura de María, la Madre”?¿De dónde sale esa “estructura íntima de la Iglesia”? El evangelio, cuando habla de la nueva comunidad humana -Iglesia- que Jesús quiere fundar sólo habla de la fraternidad, la “nueva humanidad”, de los que “hacen la voluntad de Dios”:

Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»” (Mc 3,31-35; Mt 12, 46-49; Lc 8,19-21).

Este texto claramente manifiesta que en la Iglesia, en su “íntima estructura”, debe habitar el amor de Dios Padre y Madre. Amor lleno de ternura y fuerza creadora que puede venir -y debe venir- de todos los seres humanos que viven en Cristo. Además, en la actualidad, hay que tener en cuenta lo que subraya el profesor católico de Yale, John J. Collins, en su obra “The Bible after Babel” (Michigan, 2005), sobre las diversas variables humanas:

“Tal como se muestra ahora la humanidad no es solo hombre y mujer, sino que admite diversas variantes y combinaciones entre medias. Desde esta perspectiva la famosa frase de “varón y mujer los creó” (Gén 1, 27), es no solo problemática, sino opresiva. Produce el efecto de relegar a enteras categorías de gente (homosexuales, transgénero) al estado de la anormalidad. Hay, por supuesto, diferencias biológicas reales que no se pueden negar, pero la simple oposición binaria no hace justicia al espectro de la sexualidad humana” (Cita de J. P. López: “La moral sexual católica, ¿Anormalidad o inhumanidad?”. RD 29.06.2020).

Lo que dice la Biblia sobre sexualidad está lógicamente sujeto a la ciencia de su tiempo, donde los conocimientos sobre sexo eran muy pobres y, en algunos aspectos, claramente falsos. Para conocer la sexualidad no debe acudirse a la Biblia, sino a las ciencias sobre el ser humano. Los textos de la Biblia están basados en los saberes de una época y lugar. Iluminan el modo de actuar en dicha situación. Si hoy descubrimos diversas formas de ser humano, todas deben ser abrazadas por la Iglesia, pues todas son creadas por Dios y pueden ser actualizadas por el Espíritu de Jesús, recibiendo y desplegando sus dones y carismas en favor del Reino del cielo.

Los comportamientos culturales humanos son variables, distintos en cada época y cultura. No pueden adjudicarse en exclusiva a condiciones tan fijas y estereotipadas como las biológicas o sexuales.Y mucho menos al seguimiento de Jesús que insta a ser “perfectos como el Padre que hace salir el sol y bajar la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45.48). El amor, como capacidad de valoración y bondad, es común a los seres humanos, al margen de la condición sexual. El Padre, Dios de Jesús, puede también interpretarse como Madre por su capacidad de dar vida y amar gratuitamente. Adjudicarle personalidad masculina o femenina es un modo de hablar, no expresión de la realidad, que desconocemos, y no podemos imaginar ni encuadrar en nuestros esquemas mentales.

Los profetas, cuando hablan del amor divino, lo retratan con caracteres que pueden ser vividos por toda la variedad humana biológica y sexual. Típico es el texto de Isaías: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49,15). Igualmente llamativo es el libro de Oseas, cuya vida es profecía del amor generoso de Dios. Se siente llamado a ser como el Dios de Israel con su pueblo: ante la zorrería y ludibrio de su mujer, él le será fiel, la seguirá amando con un amor que le brota de su interior, y que no obedece al comportamiento de su esposa. Por ello perdona a la infiel, esclava y prostituta: “La persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón... Me desposaré contigo para siempre... en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura” (Oseas 2, 16. 21). Este modo de proceder no era culturalmente “propio” del varón, sino de la mujer. Pero el amor de Dios está por encima de toda cultura y género, conducta masculina o femenina, homosexual o heterosexual... Ante la decepción y la falta de coherencia, Dios responde siempre con amor, como el profeta del s. VIII a.C.: “Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios, porque tropezaste por tu falta... Curaré su deslealtad, los amaré generosamente” (Os 14, 2. 5). Igualmente el Padre, retratado en la parábola del hijo pródigo, despliega un abanico de manifestaciones amorosas tan amplio que no pueden adjudicarse tan solo a un género determinado.

Jaén, 2 de julio 2020

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