Los confesonarios, lugares que significan más un “ajuste de cuentas” que el encuentro con el Padre y los hermanos en la casa familiar “La gran mayoría de católicos no ha vuelto a confesarse nunca más”
Reflexiones sobre la celebración de la Penitencia (II)
| Rufo González
Muchos quieren que el sacramento penitencial sea un instrumento de renovación y desarrollo del cristianismo actual. Pero, por desgracia, no lo es. En el post anterior ya expuse mi coincidencia con el teólogo chileno, Jorge Costadoat: “El sacramento de la Reconciliación no cumple con los estándares de humanidad de la época”.
En su nuevo libro reconoce: “El sacramento de la reconciliación deja de practicarse. Muy pocos católicos acuden a él periódicamente, algunos lo hacen cada cierto tiempo y la gran mayoría no ha vuelto a confesarse nunca más. Por cierto, los escándalos de los abusos de los presbíteros han aguzado la mirada para descubrir en este sacramento una práctica que ha hecho mucho daño. Las católicas(os) no quieren confesarse más con sacerdotes por pésimas experiencias (interrogatorios, reprimendas, exclusiones de la eucaristía por la píldora anticonceptiva o nuevas parejas), y porque les resulta perturbador hacerlo con un posible abusador. La institución misma del sacramento es cuestionada” (“El cristianismo puesto a prueba”. Centro Teológico Manuel Larraín. Santiago, 2024 ISBN 978 956 418 733. Pág. 89).
El clero actual, fruto en gran medida de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha sido educado en restringir la apertura que nos trajo el Vaticano II. Recuerdo la ilusión con que recibimos la reforma de este sacramento. Se organizaron cursillos para recibir el espíritu y letra de la reconciliación. Se recordó la historia de este sacramento, siempre controvertido: cómo había pasado de ser recibido una vez en la vida (víctima secular del rigorismo: quien peca es que no está convertido) al manoseo de frecuentarlo semanalmente, aunque fuera rutinario y meramente devocional. Prácticamente se había olvidado la eucaristía como medio de reconciliación, y se había decretado la Confesión como único modo del perdón.
Su práctica había degenerado mucho. Los fieles lo rehuían. La Iglesia se vio obligada a imperarlo al menos una vez al año. Así lo dispone el segundo mandamiento eclesial: “Confesar los pecados mortales, al menos una vez al año, y en peligro de muerte y si se ha de comulgar”. Normalmente la gente no solía comulgar cuando acudía a misa. Había unido mentalmente este mandamiento con el tercero: “Comulgar por Pascua florida o de Resurrección”. Sólo se sentían obligada a la comunión anual, precedida de la confesión anual. En cuaresma, se tenían en las parroquias conferencias o sermones cuaresmales. Se convocaba a los fieles, normalmente separados por género, en horario adecuado. Al terminar, el último día, acudían los sacerdotes vecinos. y se procedía a la confesión en los confesonarios, lugar que significan más un “ajuste de cuentas” que el encuentro con el Padre y los hermanos en la casa familiar. Tal confesión era, durante unos días, un trabajo ímprobo para los sacerdotes. La mayoría iniciaban la confesión con la ridícula expresión “sonsáqueme, Padre”. Había que ir preguntando por cada mandamiento de Dios y de la Iglesia. Así se descubrían todos pecados. Esto, repetido ciento de veces, en un asiento y lugar incómodo, resultaba penoso, rutinario, inhumano.
También había una práctica “incómoda” de la penitencia con motivo de contraer matrimonio. A los novios se les decía que había que casarse “en gracia de Dios”. Lo aceptaban como necesario. Se señalaba día y hora adecuada. Solían acompañarlos los padrinos y algunos familiares. Recuerdo una situación violenta de esta práctica. Tras terminar una confesión, oigo voces en la iglesia: - “yo no voy, que no, que no”. - “Pues entonces yo no me caso”, acompañado de llanto. Dejé el confesonario y me dirigí a la pareja que seguían discutiendo: - “Por favor, no le obligues. Que haga lo que le dicte su conciencia. Tal vez no tiene que arrepentirse de nada grave que le impida recibir el sacramento. Estas cosas tienen que ser libres”. Se calmaron y se fueron del templo.
Cierto que había una minoría, muy minoritaria, que se confesaba una vez al mes o a los quince días, o incluso a la semana. Eran personas de misa diaria. Se trataba de una devoción singular, recomendada en función de crecer en la vida cristiana y ayudar a discernir situaciones. Servía de dirección espiritual. Era práctica más positiva.
El Vaticano II recomendó “revisar el rito y las fórmulas de la Penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento” (SC 72). La Congregación para el Culto Divino concretó las tres formas vigentes de celebración: A: privada total, como se venía haciendo. B: pública y privada. C: pública en todas sus partes; restringida para ciertos casos extraordinarios de necesidad grave. Fueron muchos los que pensaban que todas deberían ser ordinarias, ya que todas son evangélicas.
El clero más liberal trató de hacer “llevadera y ligera” la forma B. Aparte de estar a disposición de las personas que quisieran celebrarlo individualmente, organizaban en el curso pastoral celebraciones: en la fiesta patronal (época vacacional), a principio de curso, antes de Navidad (adviento), y antes de Semana Santa (cuaresma). Fue un éxito: los fieles acudían en masa. Muchos, que hacía años que no la practicaban, se sumaron. Gracias a ello, se hico común el comulgar en las misas dominicales y festivas.
El centro del sacramento se trasladó de la “confesión” a la “conversión”. Hasta el nombre se evitó: ya no se anunciaban “confesiones” sino “celebración de la penitencia”. La homilía y las peticiones de perdón ponían el acento en la conversión del corazón. El hecho de confesarse era secundario: los fieles se acercaban a los sacerdotes (de pie, en torno del presbiterio) y expresaban su conversión como ellos creían más conveniente; a nadie se le decía nada; sólo se les imponían las manos y se les daba personalmente la absolución. Se respetaba lo comunitario y lo individual. Se evitaba el confesionario o el rincón, parecidos a lugares de ajuste de cuentas. Brillaba el perdón gratuito que Dios da siempre al corazón bienintencionado; como el Padre del hijo pródigo que no exige lista de pecados, sino que le abraza y recibe sencillamente porque ha vuelto a la casa del Padre. Se invitaba a los fieles a hacer obras de amor: cada uno descubra las suyas, las que necesita para vivir en el amor de Dios o reparar el daño que ha hecho con sus malas acciones. El abrazo de la paz y la bendición divina cerraba la celebración.
En algunas ocasiones, por no haber podido reunir un grupo suficiente de sacerdotes, y estar la iglesia llena, se daba la absolución general, sin confesión privada. Se advertía que, según la legislación vigente eclesiástica, quienes tuvieran conciencia de pecado mortal, grave, deberían recibir la penitencia individual. Incomprensible hoy que, tras ser perdonado y reconciliado con Dios y la comunidad (nuestra iglesia cercana) haya que ir a confesar expresamente los pecados ya perdonados. Hay que recurrir al brocardo latino (axioma, máxima jurídica; de la latinización de Burckard, o Burchard, obispo alemán de Worms, muy adicto al derecho): “dura lex, sed lex”: “la ley es dura, pero es la ley”.
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