El papa Francisco inició su ministerio provocando el ejercicio el sacerdocio común: pidió a la ciudad y al mundo (“urbi et orbi”) que le bendijeran Todo los participantes en la Eucaristía son sacerdotes “concelebrantes”

Democratizar la Iglesia, camino para hacerla más comunión (6)

En el artículo anterior insistía en la necesidad de resaltar el sacerdocio común más que el ministerial. Citaba la opinión de dos teólogos actuales que piden “desacerdotalizar la Iglesia Católica. La versión sacerdotal del cristianismo se ha convertido en una expresión patológica del mismo” (J. Costadoat. RD 17.02.2022. RC 19/08/2022). “Que desaparezca toda connotación `sacerdotal´ en el ministerio.. La rica teología de los evangelios sobre el pastor, puede suministrar enfoques mucho más cristianos del ministerio que esa especie de `divinización´ que sugiere el término `sacerdote´” (G. Faus. RD 01.08.2022).

El Espíritu recibido en el bautismo da acceso libre al Padre en el Hijo. Toda realidad o acontecimiento lo podemos conectar con el amor del Padre. Así hacemos puentes (somos “pontífices”) para hacer llegar su amor, y dejarnos bendecir por el mismo Dios. El papa Francisco inició su ministerio provocando el sacerdocio común: pidió con humildad “urbi et orbi” (a la ciudad y al mundo) que le bendijeran. Nos pedía ejercer nuestro sacerdocio, acceso a Dios, para que bajara a él la bendición divina (para que Dios “dijera-bien” de su ministerio). Así damos el don de Dios (sacer-dare = da lo sagrado), su Espíritu a la vida. Hoy analizamos el modo singular de ejercer el sacerdocio común en la Eucaristía.

Los clérigos han puesto resistencia a toda intromisión en lo que creen ser sus funciones exclusivas. Recuerdo el caso del párroco madrileño que se atrevió a interrumpir una misa de boda, presidida por un sacerdote de otra diócesis. Al oír invitar a toda la asamblea a decir conjuntamente las palabras finales de la plegaria eucarística: “por Cristo, con él y en él...”, se acercó a toda prisa al altar, le requisó el micrófono y dijo que aquello era ilegal y no respetaba el poder exclusivo del sacerdote a pronunciar la oración sacerdotal. El pueblo sólo podía decir “amén”. Excusó su proceder diciendo que no podía tolerar que se hiciera en su parroquia lo que él impedía a sus feligreses y le había costado esfuerzo conseguir. El presidente de la celebración lo justificó así: “el párroco organiza la vida litúrgica; sigamos su orientación obedientemente. En mi parroquia acostumbramos a decir esto todos. No hay ningún problema. Tiene razón el párroco: así es la ley litúrgica. Pero la ley puede cambiar y tiene sentido lo que les he propuesto. Todos ofrecemos al Padre la vida de Jesús y nuestra vida con él. Por eso no ofende a la fe el compartir en todo o en parte la oración sacerdotal. Compartamos, al menos, el unánime y final `amén´”.

Hoy es claro que todos somos “concelebrantes” en la eucaristía: “Quienes participan del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a ellos con Ella; así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos realizan su propia parte en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno de modo distinto” (LG 11). Por eso es “este sacrificio mío y vuestro”, como dice el presidente. La “Institución General del Misal Romano” aclara el papel del sacerdote “ordenado”: “En la Misa o Cena del Señor el Pueblo de Dios es reunido, bajo la presidencia del sacerdote que hace las veces de Cristo, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico” (MGMR, 7). Hay ministerios distintos, pero todos sacerdotales: coro, acólitos, lectores, animadores, distribuidores de la comunión... hasta la presidencia, que simboliza a Jesús, en medio de su iglesia. Todos sirven al ejercicio del sacerdocio común, el de Cristo, el único existente.

La “presidencia” se ha apropiado, no sólo del calificativo “sacerdotal”, sino de todos los servicios, incluso de la comunidad entera. Si no hay comunidad celebrante, el clero actúa de “presidente del vacío”. Ejerce el despotismo ilustrado, el absolutismo de que “la comunidad soy yo”, celebrando a veces en soledad absoluta. Sobre todo si la misa está encargada. La comunidad se ha reducido al clericalismo presidencial. Tan absurdo como los títulos de obispos auxiliares. Al no tener comunidad exclusiva (comparte ministerio con el obispo titular), se les adjudica el título de una comunidad antigua, inexistente hoy. Así los hacen “presidentes del vacío”. Pintoresco, al menos. La comunidad cuenta tan poco... El ministerio clerical se vuelve vitalicio. Existe aunque no tenga comunidad. Claro clericalismo: los servidores se han hecho más que el “Señor” (Jn 13,16).  

El clericalismo, imperante durante siglos, se reserva el término “sacerdotal” para su función presidencial. Como se reservó la palabra “clero” sólo para ellos, “servidores” entre otros servidores del Pueblo de Dios, que es el “clero” de verdad: “porción, heredad, patrimonio, elección” de Dios (1Pe 5,3). Se resisten a llamar “sacerdotal” a la acción de la comunidad en la eucaristía. Varias veces he recordado en este blog que la traducción de la Plegaria eucarística II no es fiel al original griego, por no querer reconocer que la comunidad celebrante es “sacerdotal”. Procede de la “Tradición apostólica” (s. II-III). En este texto se llama al obispo “sumo sacerdote” en su comunidad, por presidirla. Es “primus inter pares” (primero entre iguales). El original contiene esta frase: “te damos gracias porque nos ha llamado para estar ante ti y servirte como sacerdotes”. El Misal actual traduce: “te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”.

Ciertamente se tiende a ocultar el sacerdocio de los fieles y a destacar el clerical, como único. En ambientes clericales la nomenclatura “celebrante”, “concelebrantes”, se reserva a presbíteros y obispos. La jerarquía teme perder privilegios y no dejan de reconocerse derechos a sí mismos en el control absoluto del culto, disciplina, economía... Este miedo lo camuflan con razones aparentes: por bien de la Iglesia, de la gloria de Dios... Pero a la Iglesia, al Pueblo de Dios, no le permiten ni siquiera opinar. Poca gente los cree ya. La mayoría social y cristiana piensa que pretenden mantener su situación privilegiada.

El Vaticano II abrió caminos: “Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado” (SC, 30). “Que los fieles no intervengan.. como espectadores extraños y mudos...; participen la acción sagrada consciente, piadosa y activamente; sean instruidos en la palabra de Dios, alimentados con la mesa del Cuerpo del Señor; den gracias a Dios, ofreciendo la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, aprendan a ofrecerse a sí mismos...” (SC 48). La mejor celebración debería ser: “hacer lo que decimos”, vivir todos lo que estamos diciendo, lo que estamos ejerciendo.

También ha que evitar lo que aleja del misterio celebrado. El debate conciliar sobre la Constitución litúrgica aportó voces que siguen sin escucharse. El obispo chileno, Larraín Errázurir: “deseamos que eliminen totalmente del culto sagrado todos los ornamentos y apariencias externas que no aportan nada a la digna claridad y a la sobria hermosura, más aún saben de algún modo a vanidad del mundo, a grandeza inoportuna, a rica pompa. Los hombres perciben más propiamente y mejor el rostro de Dios en la pobreza, y escuchan con más propiedad y eficacia la voz de Dios en la pobreza” (F. Gil Hellín, Constitutio de Sacra Liturgia. Libreria Vaticana, Città Vaticano, 2003, p. 936). El obispo francés, luego  cardenal, Paul Gouyon, se preguntaba sobre el excesivo fasto en el culto divino. Provoca, dijo, no sólo extrañeza, sino hasta escándalo (Id. 598-599).

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