Estos “tesoros” son expresión de la fe y de la generosidad de los creyentes Ante el robo de la corona de la Virgen del Puerto, de Plasencia

Se cuida más el culto y el clero que “el lavatorio de los pies y el amor fraterno”

Esta Semana Santa me ha traído un dolor añadido: el robo de las coronas de la Virgen del Puerto y de su Niño lactante. Es una advocación muy entrañable mía. Devoción intimada en los doce años que viví en Plasencia. Fueron los años de seminario, menor y mayor. Años que marcaron profundamente mi vida. En Plasencia recibí la formación humanística, filosófica y teológica que ha ahormado mi persona, y propiciado mi evolución vital. En su seminario mayor, pertenecí al grupo pastoral de Jesús Obrero, que me inspiró el estilo pastoral, la “revisión de vida” con su ver, juzgar y actuar, la cercanía a la vida de la gente más pobre.  

La devoción a la Madre de Jesús se concretaba en la devoción a la Virgen del Puerto. Todos los meses acudíamos a visitarla. Ella escuchó nuestras plegarias desde los doce años hasta los veinticuatro. A ella le encomendamos nuestra vocación constantemente. Recuerdo el fervor con que entrábamos en su ermita, nos arrodillábamos, oramos en silencio, cantábamos juntos la Salve… Tras recibir el sacramento del Orden, subí al Puerto a darle gracias a la Madre, a pedirle que me acompañara siempre en el ejercicio pastoral. Gracia que siempre he disfrutado, y espero seguir disfrutando hasta que ella “cierre con cariño mis ojos, y lleve mi alma en sus brazos a Dios”, como tantas veces hemos cantado en el himno de su coronación.

Justamente en el primer curso de Humanidades, asistí a la coronación canónica en el gran parque placentino. Lo recuerdo con detalle: el nuncio del Papa, arzobispo Gaetano Cicognani (en el último año de su estancia en España; sería creado cardenal al año siguiente; hermano del que fuera Secretario de Estado del Vaticano, Amleto Giovanni Cicognani), asistido por el obispo, que doce años más tarde me impuso las manos, Juan Pedro Zarranz y Pueyo. Era la primavera de 1952 (27 de abril). Un mes justo antes del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona (27 mayo -1 junio de 1952).

Los seminaristas teníamos un lugar reservado. Me recuerdo ensimismado por la brillantez de la liturgia solemne. Era el primer año de seminario, un niño de pueblo, con la sotana recién estrenada, fajín rojo, sobrepelliz y bonete. En el seminario, habíamos ensayado los cantos de la misa y el himno de la coronación. Muchas veces me viene a la memoria y lo tarareo solo:

“A la Virgen del puerto cantemos todos llenos de amor y de fe,

el honor eres Tú de Plasencia, noble pueblo que reza a tus pies.

Placentinos, Placentinos, en el Puerto su trono fijó una Madre, una Reina

que Plasencia leal coronó.

Desde niño su nombre bendito de mi Madre en el seno aprendí.

Ella alienta mi alma y mi vida, nunca Madre mejor conocí.

Placentinos, Placentinos….

A tu ermita subimos, Señora, puerto y nido de amor con la Cruz,

a contarte las penas, ¡oh Madre!, a buscar el consuelo y la luz.

Placentinos, Placentinos….

Virgen santa y Hermosa del Puerto, en las horas de muerte y dolor

cierra Tú con cariño mis ojos, lleva mi alma en tus brazos a Dios.

Placentinos, Placentinos….

Recuerdo también la buena impresión que me produjo el modo cómo confeccionaron las coronas, ahora robadas. Entonces la mentalidad eclesial era distinta. A la reina del cielo había que obsequiarla con lo mejor que teníamos. Nos pareció ejemplar la petición a la gente de aportar sus perlas preciosas, oro de anillos, pendientes, cadenas, broches, gargantillas… Con ellos, el Taller de Arte litúrgico, fundado y dirigido por el sacerdote asturiano, Félix Granda, escultor, pintor y orfebre (Pola de Lena 1868 - Madrid 1954) elaboró unas coronas preciosas. Fueron la admiración de todos.

Estas han sido las coronas robadas, junto con dos pectorales y anillos episcopales, en la catedral de Plasencia, en la noche que alumbraba el domingo de Ramos de este año. He seguido con atención las declaraciones doloridas del Obispo y del Deán placentinos. Comparto su pesar y el de toda la ciudad de Plasencia. Ciertamente se siente como si a nuestra madre las desposeyeran de sus bienes más preciados.

Me consuela el evangelio del “sermón de la montaña”:No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,19ss). Justamente se ha cumplido la palabra de Jesús. Si la institución eclesial tuviera por norma el Evangelio de Jesús, este robo no se hubiera producido. No habría tesoro de telas ricas ni de metales valiosos, que “la polilla y la carcoma roen y los ladrones abren boquetes y los roban”. Nos duele y escuece este evangelio, pero es la verdad.

Cierto que estos “tesoros” son expresión de la fe y de la generosidad de los creyentes. Subjetivamente, los donantes no tienen responsabilidad. Han sido educados en esta mentalidad. Por experiencia sé que la gente, nuestros cristianos, son más generosos cuando se les pide para un gasto religioso (ropa litúrgica, vidrieras, candelabros…) que cuando se les pide para Cáritas. Al menos, los más pudientes. La normativa eclesial ha sido más laxa en asuntos de dinero que en otros relativos a la moral sexual o al poder clerical. Se ha cuidado más el culto y el clero que “el lavatorio de los pies y el amor fraterno”. Se expedienta y grava la conciencia de quien no guarda las normas litúrgicas, las leyes clericales, etc., que la de quienes pasan del “sermón del monte” y el “mandato nuevo”. No hay límites para la suntuosidad de clérigos y templo.

Habría que recordar con mucha frecuencia la propuesta de san Ambrosio (339-397), uno de los Padres de nuestra Iglesia latina: “La Iglesia posee oro no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados… ¿No es mejor que, si no hay otros recursos, los sacerdotes fundan el oro para sustento de los pobres, que se apoderen de él sacrílegamente los enemigos? Acaso no nos dirá el Señor: ` ¿por qué habéis tolerado que tantos pobres murieran de hambre, cuando poseíais oro con que procurar su alimento? ´” (Sobre los deberes de los ministros de la Iglesia. PL 16 148).

San Juan Pablo II aludió a esta praxis, pero sin traducción normativa alguna: “Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello” (Enc. “Sollicitudo rei socialis” n. 31; diciembre 1987). En nota final cita a los Padres de la Iglesia: “Cf. por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, In Evang. S. Matthaei, hom. 50, 3-4: PG 58, 508-510; S. Ambrosio, De Officis Ministrorum, lib. II, XXVIII, 136-140: PL 16, 139-141; Possidio, Vita S. Augustini Episcopi, XXIV: PL 32, 53 s.”.

Ahí seguimos. Como dice González Faus: “Aquí el Evangelio se ha visto sustituido por la `sabiduría de este mundo´” (Vicarios de Cristo: los pobres. Ed. Cristianismo i Justicia. Barcelona 2018. P. 65). Pidamos al Espíritu de Jesús que nos devuelva a la sabiduría y práctica evangélicas.

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