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El rey de España, Carlos I y el rey de Francia, Francisco I, se enzarzaron en múltiples batallas por la conquista de regiones europeas, una de las más sonadas la que sostuvieron en Pavía (febrero de 1525) cuando el monarca francés pretendía hacerse con el Milanesado, norte de la península itálica.
Lo pasaron mal las tropas españolas y estuvieron a un tris de sucumbir, si no hubieran llegado los refuerzos a tiempo. A partir de ahí se rehicieron los nuestros y derrotaron a los franceses, causándoles una mortandad de 8.000 bajas. El rey de los franceses puso pies en polvorosa y emprendió la huida del campo de batalla, pero un arcabucero español que se percató de la maniobra, disparó al caballo y descabalgó al jinete, que fue apresado.
Detenido fue embarcado en una nave de la Armada española y llevado a Valencia, por orden de Carlos I. Arribó a puerto el 29 de junio de 1525 donde fue recibido con todos los honores por las primeras autoridades civiles, eclesiásticas y militares. Las campanas del MIcalet fueron volteadas anunciando el acontecimiento. Mucha gente salió hasta el punto de desembarque a contemplar la arribada. El pintor valenciano Ignacio Pinazo Camarlench representó pictóricamente este momento en un famoso y bello lienzo, realizado en 1876, con el que ganó una plaza de pensionado en Roma de la Diputación.
Francisco I acudió al Palacio Real a saludar a la virreina doña Germana, de la que era pariente, alojándose en las dependencias que se le prepararon durante los días de su estancia en Valencia, pues la orden de Carlos I fue de que le llevaran a su presencia en la corte castellana por un itinerario que en nuestro Reino hizo alto en los castillos de Benisanó y Buñol.
El preso fue tratado como su condición de rey requería. En el Palacio Real concedió audiencias a personalidades y grupos de personas que lo solicitaron por alguna causa razonable y que tenían que ver con Francia. Uno de ellos fue una comisión del Convento de Santo Domingo de los Padres Dominicos que no quisieron desaprovechar tan buena ocasión para solicitar, una vez más, que se le entregara los restos mortales de san Vicente Ferrer enterrados en la catedral de Vannes.
“Fueron a besarle las manos –cuenta Justiniano Antist, biógrafo suyo- y rogarónle que, pues Dios le ha guardado de los peligros del mar traido a la tierra del santo padre fray Vicente, cuyo cuerpo que él tenia en Vannes, prometiese dejar el cuerpo del mesmo santo o alguna parte de ela este Convento de Valencia, siquiera para que el salto le favoreciese para salir con libertad de España. Porque, según tenía ofendido, al emperador, temíase mucho de quedar toda su vida en prisión”.
El rey, que era descendiente de san Luís, rey de Francia, accedió a la petición de los Dominicos del convento de Valencia, aunque sólo en parte, y les firmó una cédula por la que ordenaba se entregara a los portadores de la misma un brazo de san Vicente Ferrer.
La comunidad dominica envió a dos comisionados, que lograron un Breve del Papa Clemente VII, - amigo del rey francés y adversario del español- en el mismo sentido. Pese a los documentos, el obispo y canónigos de Vannes se negaron a entregar el brazo de san Vicente y sólo les dieron por reliquias unos huesecillos.
El 20 de octubre de 1532, llegaron a Valencia las reliquias, siendo recibidas con toda solemnidad a las puertas del monasterio de San Miguel y de los Reyes, el cortejo entró por las puertas de Serranos, fueron a la Catedral y de ahí pasaron a la Casa Natalicia del santo en la calle del Mar, por acuerdo del Consell de la Ciutat, que mandó fueran depositadas, conservadas y custodiadas allí.
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