"El Adviento es tiempo de decir poco, de un silencio maduro, de arraigarse en la escucha" "Tiempo de Adviento, un tiempo que nos libera, que nos sana, que nos ayuda a cambiar de horizonte"

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"El Adviento no es la cuenta atrás para la Navidad, aunque el recuerdo agradecido de ese (¡ese!) nacimiento nos llene de dulzura y nos haga maravillarnos ante cada vida que viene tenazmente al mundo"

"El actual tiempo de Adviento nos brinda la oportunidad de dejar que se instale en nuestro corazón la gran advertencia de Jesús: estad alerta porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc 13,33)"

"La crisis afecta a una jerarquía que todavía quiere hacer valer su voz reivindicando su papel dentro de la comunidad cristiana y a la que se exige obediencia como un soldado que debe seguir órdenes ciegamente"

No entiendo los 'Calendarios de Adviento' que hacen corresponder el Adviento con los 24 días ates de la Navidad. El Adviento es para hacer espacio, para abrir el alma. El Adviento no forma parte del calendario civil, porque no tiene que ver con nuestro tiempo y nuestras medidas. El Adviento no es la cuenta atrás para la Navidad, aunque el recuerdo agradecido de ese (¡ese!) nacimiento nos llene de dulzura y nos haga maravillarnos ante cada vida que viene tenazmente al mundo.

El Adviento no nace de nosotros, pero es una provocación: es una invitación, que la liturgia -a menudo aburrida, pero en el fondo tan sabia- nos ayuda a reconocer y cultivar.

«¿A quién buscáis?» - dice Jesús, volviéndose hacia los discípulos del Bautista que habían sido «enviados» tras él. La misma pregunta se aplica a nosotros hoy: no es la palabra «Navidad» la que salva, de hecho podría ser engañosa, sobrecargada como está de significados añadidos -como un pastel demasiado relleno y empalagoso- o gastada y privada de su fuerza original. ¿A quién buscamos?

‘Informe RD’ con análisis y el Documento Final del Sínodo

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La proclamación que el tiempo de Adviento quiere hacer resonar es que la vida no nos viene dada, que no somos dueños de nuestro comienzo, sino que todo comienzo, toda fecundidad, toda benevolencia proviene de un Rostro que, en Jesús, encuentra su retrato más fiel, inesperado y, en cierto modo, improbable. Por eso el Adviento cristiano es un tiempo hermoso, más allá de todo cálculo y de toda pretensión: un tiempo que nos libera, que nos sana, que nos ayuda a cambiar de horizonte. Y nos abre al asombro y al don.

El actual tiempo de Adviento nos brinda la oportunidad de dejar que se instale en nuestro corazón la gran advertencia de Jesús: estad alerta porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc 13,33). En el texto griego, la misma expresión se traduce con un léxico que es importante en el contexto bíblico: oīda (saber) y kairós (momento fijo). En los hombres judíos, conocer no sólo indica un acto de razón sino que puede expresar unión en el acto sexual y, por tanto, una manifestación de amor; en cambio, kairos indica el tiempo visitado por la presencia de Dios, el cumplimiento del mundo.

Partiendo de estos significados, creo que la verdadera vigilancia se expresa en aquellos gestos de ternura, de amor que todo hombre está llamado a dar, en los que es posible ver los signos de la presencia del Señor. De esta afirmación surge la pregunta: ¿cuál es el espacio en el que estamos llamados a velar y ser signo de la visita de Dios al mundo? Son los lugares donde viven los humanos hoy.

El Sínodo de la sinodalidad convocado por el Papa Francisco tuvo como intención original el deseo de llegar al hombre en el presente de la historia. Y sin embargo, parece que persiste en la Iglesia un cierto temor que corre el riesgo de bloquear a los cristianos en el interior de las salas litúrgicas y de las sacristías, un ambiente apagado y con olor a cerrado, que hace que los cristianos viajen en un camino opuesto al mundo.

Todavía seguimos reivindicando roles, hablando de pirámide, viviendo de delirios y con la ilusión de que el mundo cuelga de nuestros labios. Esta ilusión no ha hecho más que quitar o debilitar la vitalidad de la comunidad cristiana -al menos la europea-, empujando a los hombres a distanciarse de la Iglesia pero, tal vez, no de Dios.

Durante mucho tiempo -probablemente para los más nostálgicos siga siendo así- se echó la culpa al mundo, a las ideologías del pasado y a aquellos movimientos que revolucionaron la sociedad; sin embargo, pocas veces se ha hecho un examen de conciencia que nos haya permitido a los cristianos vencer nuestro propio mea culpa porque, quizás -pero sólo quizás-, seguimos comunicando el Evangelio con las categorías del pasado que nos hacen quedar estancados en aquel tiempo pretérito de grandes pronunciamientos magisteriales, de grandes condenas y de liturgias llenas de encaje pero pobres de humanidad.

La crisis afecta a una jerarquía que todavía quiere hacer valer su voz reivindicando su papel dentro de la comunidad cristiana y a la que se exige obediencia como un soldado que debe seguir órdenes ciegamente. Esto nos lleva a creer que la autoridad de la palabra surge de una manera de vivir la paternidad todavía anclada en el modelo del patriarcado, un modelo cultural que, a pesar de haber sido recientemente exhumado de la tumba por la mayoría, ya está acabado.

Aunque sigamos hablando de la figura del padre en una visión patriarcal, con el debido respeto a muchos obispos y sacerdotes, debemos afirmar la ‘muerte del padre’, indicando en esta expresión que la imagen de la paternidad ligada al pasado generaciones, ya se acabó. Las relaciones paternas, y evidentemente también las maternas, deben verse hoy desde la perspectiva del acompañamiento, la escucha mutua y la aceptación.

El mundo no es un enemigo sino el lugar donde Dios nos colocó y por el cual envió a su Hijo. ¿Es posible seguir hablando de pirámides y jerarquía en una época en la que en Italia y Europa la experiencia jerárquica y monárquica, tal como se vivió en el pasado, ya no existe?

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La Iglesia por vocación tiene la tarea de hacer presente el kairos al hombre de hoy y, más que nunca, el hombre necesita vivir experiencias que tengan sabor a esencialidad, sencillez, belleza, escucha mutua que, contenidas en una sola palabra, son la experiencia de amor.

Si queremos seguir estancados en un mundo que ya ha desaparecido, la esposa de Cristo corre el riesgo de fracasar en su misión. Para evitar que esto suceda, debemos tener el coraje de salir a la calle, habitar menos las salas litúrgicas y vivir en las nuevas ágoras donde vivir una experiencia humana que tenga tono de familiaridad y sabor a vida.

No es el Adviento tiempo de nostalgias del pasado… ni de miedos ante el futuro.

¡Es tiempo de Adviento!

Estamos casi al comienzo del nuevo año litúrgico y, lo que comienza, trae consigo algo del pasado, prefigurando ya la esperanza de renovación del corazón, de los gestos, de las acciones.

Todo esto debe insertarse en una dimensión que vincule la experiencia terrena con la divina, porque es precisamente el deber de la persona volar alto para ser plenamente feliz.

Conscientes de este tiempo especial, que nos acercará a la Navidad, "vamos gozosos al encuentro del Señor" con una perspectiva de futuro, la de la casa del Señor, de llegar al final de esta gran "peregrinación" que debe ser la vida terrena.

Estamos hechos para el cielo”, pero muchas veces lo olvidamos y de aquí surge el aburrimiento, la pesadez, la nada, el abandono, la incapacidad de lidiar con las pequeñas cosas, la ruptura de las relaciones de lealtad y amistad, el alejamiento de Dios.

El cristiano no encuentra una teoría o una filosofía, sino un hombre que es también Dios, Jesucristo.

El aspecto espiritual se une al histórico y concreto, pero el Adviento no quiere ser sólo el recuerdo del período histórico que precedió al nacimiento del Salvador, aunque éste, así entendido, ya tiene un altísimo significado espiritual en sí mismo; quiere recordarnos que toda la historia del hombre y de cada uno de nosotros debe entenderse como un gran "Adviento", como una espera, momento a momento, de la venida del Señor, para que Él nos encuentre preparados y vigilantes para ser capaces de adelantar su Reino y de acogerlo dignamente. Estar preparados requiere una actitud de centinela, por lo tanto de alerta y lucidez.

En este tiempo de Adviento, en el que resuenan las palabras de los antiguos profetas, mientras el tiempo que atravesamos está marcado por la sed y la búsqueda de palabras y gestos que indiquen un presente habitable y un futuro de esperanza, se nos invita a estar atentos y, en consecuencia, escuchar. La profecía siempre exige escucha pero, muchas veces, no la encuentra. Sin embargo, no está cerrada la invitación a la escucha, que vuelve insistentemente en la Palabra: "Oídme, los que buscáis la justicia, los que buscáis al Señor" (Is 51,1). Así, la invitación es a escudriñar, a prestar oído, a captar la acción de Dios en la historia: «Aquel día los sordos oirán las palabras de un libro; liberados de las tinieblas y de las tinieblas, los ojos de los ciegos verán" (Is 29, 18). El arte de observar, coger y re-coger es difícil, muy difícil.

En Adviento la Palabra nos invita a estar despiertos y vigilantes: con una verdadera metanoia existencial podemos todavía ver los signos de los tiempos y los signos de nuestra vida, especialmente hoy, cuando abundan las palabras, donde la comunicación es omnipresente.

El Adviento es tiempo de decir poco, de un silencio maduro, de arraigarse en la escucha como tensión hacia la humanidad y hacia Dios, esa tensión que quiere alumbrar los nuevos cielos y la nueva tierraen los que Dios enjugará toda lágrima y ya no habrá muerte, llanto, clamor, dolor (Ap 21, 1ss).

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