"El Verbo hecho carne visibiliza a Dios" “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros”

Navidad
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"La promesa infunde esperanza, infunde confianza. La promesa da vida, pero ésta, se plenifica cuando llega el plazo y se cumple"

"Es Jesucristo el enviado para revelar el misterio imponderable del Dios Trinidad. Un Dios integrado por tres personas distintas, que mantienen la Unidad y la Comunión, ya que su naturaleza es el amor"

"Se hizo hombre para tomar nuestra condición y mostrarnos el ser de Dios en la limitación de la creatura. La ternura, la misericordia, la comprensión, la capacidad del perdón y de la reconciliación, la capacidad de asumir la injusticia, y hacerla fecunda con una vida generosa, solidaria"

Este texto con el que inicia el Evangelio de San Juan presenta el ideal, al que debemos aspirar, deseando esté siempre en nuestra mente y en el corazón: que lo que afirmamos, lo realicemos. Ya que alabamos a todo aquel que nos dice “te voy a ayudar” y, en efecto, me ayuda. Lo que dijo lo cumplió. Esta es la manera más hermosa de la relación entre nosotros. Es la fuerza del testimonio, de la coherencia, pasar del decir al hacer, de transitar a la realidad mediante el actuar.

En cambio, cuando una persona dice “Sí, cuenta conmigo, no te preocupes, yo te ayudo…” pero jamás concreta su auxilio, entonces nos causa una gran decepción: “Me había dicho que sí, y ya contaba yo con él”; y seguramente ya no volveremos a creer en su palabra ni en sus promesas.

La promesa infunde esperanza, infunde confianza. La promesa da vida, pero ésta, se plenifica cuando llega el plazo y se cumple. Es por tanto muy significativo que San Juan inicie con esta contundente afirmación: “La Palabra se hizo carne”. El Verbo de Dios, prometido por Dios Padre a su Pueblo, se hizo hombre, puso su morada entre nosotros.

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La Navidad celebra este hecho, que para cada generación es motivo de gran alegría, porque recordamos el inmenso amor del Padre, que permanentemente actualiza la Palabra hecha carne, mediante la asistencia del Espíritu Santo, ofreciendo su auxilio y acompañamiento a todos los que la aceptan y la reciben.

Cristo en su vida terrena nos ofreció un gran testimonio, haciendo de su palabra siempre una realidad, y cuando dijo, con todo temor en el huerto de Getsemaní: “Padre, si te es posible aparta de mí este cáliz”, completó diciendo: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Y la aceptó y murió en la cruz clamando: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Toda su vida fue coherente con lo que predicaba, con lo que enseñaba, con lo que veía a su alrededor, por eso lloraron, quienes lo conocieron, cuando estaban en el Calvario al pie de la Cruz. ¡Cómo, a un hombre tan bueno, tan coherente, lo crucificaron!

El Evangelista termina afirmando, “a Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo unigénito es quien lo ha revelado, lo ha manifestado”. Es decir, era necesario conocerlo más ampliamente. El pueblo de Israel ya había asumido a Dios como el Creador del Universo, y que de Él procedía la vida, pero su naturaleza y su vida interior no la había dado a conocer. Es Jesucristo el enviado para revelar el misterio imponderable del Dios Trinidad. Un Dios integrado por tres personas distintas, que mantienen la Unidad y la Comunión, ya que su naturaleza es el amor. Dios consideró que era necesario revelar a la humanidad su ser, y darle a conocer que nos había creado a su imagen y semejanza para compartir su naturaleza con nosotros, sus creaturas predilectas: “el Ser Humano”.

Así visibilizó su ser divino en Jesucristo, quien a su vez nos manifestó el camino para desarrollar esa admirable vocación de participar eternamente la vida de Dios Trinidad. De esta manera hemos transitado del concepto a la realidad. Por eso, San Juan en su primera carta al iniciarla afirma: “Lo que hemos visto con nuestros propios ojos eso es lo que les anunciamos (1 Jn 1,1).

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El Verbo hecho carne visibiliza a Dios. Se hizo hombre para tomar nuestra condición y mostrarnos el ser de Dios en la limitación de la creatura. La ternura, la misericordia, la comprensión, la capacidad del perdón y de la reconciliación, la capacidad de asumir la injusticia, y hacerla fecunda con una vida generosa, solidaria. Todas esas características manifestaron en la persona de Jesucristo en carne y hueso, el ser de Dios. Nadie ha visto a Dios, es verdad, pero Dios nos quiso regalar la persona de Jesús, para mostrarnos en la vida de un ser humano, las características divinas.

¿Con qué fin? Para que nosotros tuviéramos esta luz, este testimonio sobre cuáles son las características, que están en semilla en nuestro interior, en nuestro corazón. Las mismas que vivió Jesús las podemos desarrollar nosotros, y eso es lo que espera Dios de nosotros, para eso se encarnó, para que conociéramos qué es lo que debemos cultivar y desarrollar en nuestra persona. Y en eso nos convertiremos cuando las desarrollamos, y así creceremos con las características de la vida de Dios, seremos entonces mensajeros de buenas noticias.

Esa es la fundamental manera de anunciar el Evangelio. Recuerden ustedes su experiencia cuando una persona se acerca a ustedes, aunque no la conozcan, pero con un gesto amable, con unos ojos que tratan de establecer amistad, con un tono de voz que refleja la bondad, la generosidad, y que luego va mostrando su disposición para establecer una relación positiva: ¿No es hermoso? No es lo que más nos llena de alegría en el corazón, poder decir: “Me encontré una persona buena, una persona con quien puedo contar”. Ése es un mensajero de buenas noticias porque en su testimonio da cuenta de la vida de Dios. Así haremos realidad el anuncio del Profeta: “¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz, al mensajero que trae la buena nueva, que pregona la salvación, que dice a Sión: Tu Dios es rey!”.

Por eso, hoy en esta celebración de la Navidad estamos llamados a recuperar el gozo y la alegría de desarrollar en nosotros la vida divina. Si ya la hemos iniciado, continuar con mayor entusiasmo y contagiar a los demás para que descubran y desarrollen esta magnífica y consoladora experiencia de ser discípulos del Maestro por excelencia: Jesucristo, el Señor de la Vida.

Ahora comprendemos a fondo por qué ser cristianos no es simplemente obedecer los mandamientos de la ley de Dios para quedar bien con Él; es para desarrollar nuestra propia vocación para la que fuimos creados, es para tener esa alegría interior que nos conduce a la paz. Jesús es, nuestro camino, él nos revela el amor del Padre, y nosotros estamos llamados a transmitirlo en nuestras relaciones con los demás, para edificar la anhelada civilización del Amor. Así construiremos la Iglesia, comunidad de discípulos, portadora de buenas noticias.

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