Leyendas monásticas (I)

El monasterio de Rueda es un monasterio cisterciense dentro del término municipal de Sástago en la provincia de Zaragoza, y vecino al pueblo de Escatrón, que en este momento no tiene comunidad monástica, pero sí está reconstruido, gran parte del mismo, para deleite de sus visitantes gracias a las interesantes explicaciones de sus guías.

Un monasterio, usualmente suele tener una historia, y no faltan tampoco las leyendas: sus leyendas, siempre interesantes. (Relato de sucesos que tiene más de tradicionales o maravillosos que de históricos y verdaderos)
Rueda, como Poblet, San Andrés de Arroyo, La Oliva…, tiene su leyenda:

El monasterio está situado en un espacio singular: por un lado, el desierto de Monegros, un secarral que rezuma el silencio; por el lado contrario, el rumor de las aguas del río Ebro. Y dice la imaginación popular que en ciertas ocasiones los monjes al acabar el canto del Oficio divino en la Iglesia, pasaban por un túnel bajo el Ebro, para ir a visitar al Abad en Escatrón, situado en la margen contraria. (En la época medieval el Abad vivía en un edificio separado del monasterio, en lo que se llamaba palacio abacial)

Es evidente la imaginación popular o monástica en la elaboración de esta leyenda. Pero es oportuno en ocasiones intentar acercarnos a esa imaginación popular, que a veces no deja de ofrecernos sabiduría sencilla del pueblo, y en el fondo una enseñanza importante para una vida creyente, o monástica.

Decía antes que Rueda se halla enclavado entre la aridez del desierto y el rumor suave de las aguas del Ebro. De hecho, todo monasterio cisterciense esta ubicado en espacios desérticos o propicios a la vida silenciosa. Esta moneda: el silencio, de tan rara o extraña circulación en la vida de nuestra ruidosa sociedad.

Esto ya es una enseñanza para el pueblo creyente: el silencio es necesario, imprescindible, para la escucha de Dios, que habita en el silencio y habla en el silencio del corazón. Como nos recuerda el salmista:

Oigo en mi corazón:
buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro
(Sal 26,8-9)


Solo el silencio hace posible la escucha, solo el silencio hace posible la acogida de la palabra de aquel que habla. La Palabra de Dios es silencio y en el silencio es acogida y escuchada. Así nos lo enseña san Juan de la Cruz en sus “Puntos de amor”:

“Una Palabra habló el Padre que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída en el alma” (nº 21)

Los constructores de los monasterios cistercienses tenían bien arraigada esta sabiduría.

El silencio del espacio natural en que está enclavado todo monasterio es, pues, una ayuda para escuchar y dialogar con Dios en el silencio, para dejarse mirar por Dios y mirarlo, contemplarlo. Y, en definitiva, para escuchar en el corazón su Palabra y hacer que sea una realidad aquella palabra de Jesús: El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de sus entrañas…(Jn 7,38)

Según esta curiosa y bella leyenda, los monjes escuchan la Palabra en la recitación y en el canto del Oficio Divino que provocan toda una efusión de agua viva, un rumor, el rumor del Espíritu Santo en el interior de la comunidad monástica y de cada uno de sus monjes, que recuerda o sugiere el de las aguas del Ebro. Un rumor suave, pacífico, pacificador…

Finalmente, toda esta energía que nace de la escucha de la Palabra, todo este rumor incontenible de agua viva que nace de las entrañas del monje o de la monja, debe ser canalizada por aquel que representa a Cristo en la comunidad: el Abad. Pues la vida monástica es una vida de comunidad buscada por los monjes que desean estar bajo una Regla y regidos por un Abad. Y de aquí la visita al Abad, de acuerdo con la leyenda. La imaginación popular tiene una sabiduría creyente.

Rueda nos ofrece una hermosa leyenda, que es toda una lección de vida monástica y también puede ser toda una lección para el pueblo creyente, muy importante para la vida de la Iglesia de hoy día.

La espiritualidad cisterciense es un camino de crecimiento, humano y religioso, hacia una simplicidad cada vez mayor; y esto se manifiesta en estas leyendas o en la arquitectura, o en su historia… Es la simplicidad del amor. El “amor” una palabra hoy muy controvertida por lo que la hemos adulterado, como lo hemos hecho, o hacemos tantas veces, con el nombre de Dios

Y esta es la razón principal del monje -y de todo cristiano- buscar a Dios. Para vivir su amor en una comunidad. Caminar adentrándose en el Misterio de Dios. Aventura apasionante si se toma en serio. Y un misterio que empieza por estas palabras que recoge Tomás Merton en el prólogo de su obra “La vida silenciosa”: nadie puede buscar a Dios, si haber sido antes hallado por él. Un monje es el hombre que busca a Dios `porque ha sido hallado por él”. “Un hombre de Dios”. Un hombre, una mujer, que busca a Dios. Pero un hombre, una mujer de Dios, lo sois también vosotros que estáis leyendo estas líneas y no sois monjes. Pero aquí tendría que añadir algunos matices interesantes para vosotros lectores que lo dejo para otro relato.
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