Vivir, vivir...¿Quién vive hoy?

Y cuando llegues a la puerta de tu noche,
al acabar el camino que no tiene retorno,
sepas decir tan sólo: “gracias por haber vivido”. (Salvador Espriu)

Pero el ritmo de la vida que llevamos pone en duda un buen final de nuestro camino. Necesitamos adquirir una conciencia más profunda de la vida del espíritu, percibir las pulsaciones de esta vida eterna que está en nosotros, del mismo modo que podemos, prestando atención, percibir los latidos de nuestro corazón.

Este es un camino importante, diría, necesario también, para que la vida del espíritu invada el terreno de nuestra conciencia, de manera que nos permita ser realmente más nosotros mismos. Esto haría más auténtica nuestra vida.

“Haber vivido”… Pero lo más genuino de la vida es el amor. Sin el amor la vida no es vida. Vivimos cuando vivimos el amor. Cuando amamos. Pero el amor es una palabra con muchos matices. Es como la palabra “Dios”. No es vano dice la Escritura que Dios es amor.

Por ello la palabra “amor”, como la palabra “Dios” es la palabra más sobrecargada del lenguaje humano. Ninguna tan ensuciada y lacerada. Por esto mismo no debemos renunciar a ella. Generaciones enteras han descargado en ella el peso de su vida angustiada; han matado o han muerto por ella.

No se puede desconectar la palabra vida, de la palabra amor. Y no deberíamos olvidarlas, sino hacerlas vivas cada día en nuestra memoria. Hay una serie de palabras directamente conectadas con la palabra “amor”, y en consecuencia con la palabra vida y el sentido de la vida: El amor es paciente, es afable. No es envidioso, ni grosero, no lleva cuentas del mal, no es injusto, perdona siempre, confía siempre, espera siempre, aguanta siempre.

Es necesario otro ritmo de la vida, que nos permita vivirla con más sabor, con más autenticidad. Quizás vivirla con un ritmo más lento. Algo muy difícil hoy en nuestra sociedad. Quizás necesitamos un ritmo con más silencio.

Se dice que Dios habla en el silencio. De hecho las grandes obras de Dios se han manifestado en el silencio. Escribe san Ignacio de Antioquia: La virginidad de María, su parto, y la muerte del Señor, tres misterios clamorosos que tuvieron lugar en el silencio de Dios. (cf. Ad Ef. 19,1) Dios comienza la creación a partir del silencio del principio, dominado por oscuridad de las tinieblas y el caos… (cf Gen 1,1s).

En el silencio de la noche Dios nace revestido de nuestra naturaleza en Belén…

Verdaderamente el silencio es la cuna perfecta para recibir la palabra de la vida.

Vuelve al silencio, y te enamorarás del que te llena a rebosar, de Dios.

Necesitamos otro ritmo de vida. Un ritmo que nos permita vivir, que nos permita amar. Un ritmo que nos permita vivir despertando sin cesar nuestra conciencia.

El silencio puede ser un espacio de resurrección, de transformación, de nueva vida. Solamente la practica del silencio nos puede garantizar el poder llegar a exclamar a las puertas de la noche, o al acabar el camino: “gracias por haber vivido”.
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