Dignificación institucional del sacerdote


Dejémonos de historias y de marear la perdiz. Todos sabemos dónde está la raíz del problema de la crisis del ministerio sacerdotal. Al menos, la institución eclesiástica lo sabe perfectamente. A este respecto, resaltaba el otro día un alto clérigo que nada más celebrarse el Concilio Vaticano II, hubo una estampida de sacerdotes, en especial de pequeños sacerdotes, que enseguida reconocieron la posición de debilidad en que institucionalmente habían quedado, habida cuenta del reforzamiento institucional que el Concilio dio a laicos y a altos clérigos. Y esa estampida perdura hasta el día de hoy: Unos 100,000 sacerdotes han tenido que dejar el ministerio hasta el presente por esta causa. Aunque el problema ya venía de mucho antes (el modelo clerical hipostático es milenario), el Concilio Vaticano II confirmó y desató la situación actual de crisis del ministerio sacerdotal. Y esto se sabe perfectamente...

Es por esto que yo me atrevo a afirmar que la grave crisis del ministerio sacerdotal que padecemos, y la desmotivación y tristeza de los sacerdotes (y la crisis de vocaciones, claro está), se deriva de la importante degradación institucional del ministerio del sacerdote, y en especial del ministerio del pequeño sacerdote, reducido, de facto, a ser mero peón semigratuito celebrador de ritos, y además aprisionado en una pastoral impuesta que se ha demostrado mayormente estéril, a tenor de los datos: Ni niños, ni jóvenes, ni vocaciones, ni adultos en la Iglesia; sólo unos cuantos ancianos, y por razones obvias...

Y es que no hace falta ser fanáticos de Víctor Frankl para poder reconocer que la falta de sentido de la vida y la falta de sentido de un ministerio impuesto, pueden afectar a la moral y a la motivación (o no motivación) del sacerdote, y en especial del pequeño sacerdote. Así, en este marco institucional impuesto y degradado, no es aventurado pensar que los sacerdotes, en especial los pequeños sacerdotes, acaban por quemarse al cabo de unos años de vida ministerial, una vez que el condicionamiento místico de los primeros años acaba por agotarse, consumido en la implacable realidad de la condición existencial y pastoral impuesta al sacerdote, en especial al pequeño sacerdote.

Ésta es la razón fundamental y para mi evidente. Ante esto, el truco institucionalista, para desviar la atención del personal, está en hacer creer (¡y se lo creen!) que el peso de la culpa de la crisis sacerdotal está en los mismos sacerdotes, repitiendo hasta la saciedad la admonición de que los sacerdotes, y en especial los pequeños sacerdotes, “tienen que ser santos”, “tienen que estar mejor formados”, y demás mensajes de esa guisa. ¡Como si los pastores evangélicos que nos están robando los fieles fueran santos y estuvieran bien formados! ¡Y encima la gente es capaz de pagarles el 10% de sus ingresos... y la mayoría de ellos son pobres!

Así, hay que decir que muchos pequeños sacerdotes viven en una situación que deja mucho que desear, por decirlo finamente (muchos de ellos no tienen ni seguro médico) emparedados entre laicos (no digamos los flamantes laicos clericalizados) y los clérigos. En muchos casos, estos laicos y los diáconos permanentes ¨canibalizan¨ muchas de las funciones ministeriales del sacerdote (podemos decir que "todo", excepto el tema sacramental, ¡y porque no pueden!) y en demasiados casos, laicos y diáconos “supervisan” la labor ministerial de los mismos pequeños sacerdotes. De esta forma, no sería exagerado decir que la institución eclesiástica se ha convertido en el paraíso del mobbing (seguro que inconscientemente) contra el pequeño sacerdote. Y nadie conocerá las condiciones reales de vida en que vive el pequeño sacerdote. Y nadie en la tierra se apiadara de él si los “hados” se vuelven en su contra... Y para más inri, está la coartada de la “obediencia”, que tal como se ha planteado dentro de la institución eclesiástica desde hace más de 1500 años, más se acerca a una patente de corso que a la obediencia de Cristo.

Así, en demasiados casos la entrega y oblación total que el candidato a las sagradas órdenes hace, postrado ante Cristo Buen Pastor y ante su Iglesia (no hablo sólo de institución eclesiástica) el día de su consagración sacerdotal, más que el inicio de un ministerio sacerdotal que se promete lleno de realización y plenitud, aún derramando la propia sangre, como Cristo, en el empeño (así lo vive, al menos, el candidato al ministerio sacerdotal en ese bellísimo e inolvidable momento), se parece más, por contra, a una trampa saducea, sin salida posible ni retorno. Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate...

Las oraciones y las admoniciones morales y espirituales dirigidas hacia los sacerdotes nunca están de más, pero lo que se hace verdaderamente necesario es una protección, defensa y promoción institucional que garantice que el sacerdote, y en especial el pequeño sacerdote, puede cumplir y desarrollar, con la dignidad debida, el ministerio recibido, como, por otra parte, nos presentan los bellísimos textos magisteriales de la Iglesia acerca del sacerdocio y del ministerio sacerdotal.

Mientras no abordemos el problema de la crisis del sacerdocio en sus verdaderas causas, y pretendamos desviar la atención exclusivamente hacia el lado moralista o espiritualista, vamos a continuar en decadencia (en este tema y en todos) y al intentar dar una respuesta (desviada) al mismo, vamos a dar palos de ciego y, lo que será sin duda más grave, el remedio puede ser peor que la enfermedad...

Se impone, pues, una dignificación institucional del sacerdote y de su ministerio. ¿A qué esperamos para ponerla en marcha?
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