Extraido de "Trama divina, hilvanes humanos" (Ed. PPC) Un Dios compasivo que enaltece al que se humilla
Tantos modos de orar y Dios tan paciente como compasivo, no hay quien le gane en generosidad ni en perdón. Gracias por tu amor y tu sentido de la justicia que da sentido al proceso de una ciudadanía que buscar la bondad de Dios en medio del mundo.
| Jose Moreno Losada
DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, les dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Dos hombres en el templo, dos modos de orar
No basta con estar en el templo, estamos llamados a ser hogar en nuestro interior para que Dios pueda habitarnos. El templo se puede destruir externamente y lo más grande está en poder reconstruirlo con la propia vida, el nuevo espíritu que Dios da a los humildes y sencillos de corazón. Dejar que la trascendencia traspase nuestra debilidad e incluso nuestro pecado con su compasión, es poder volver a la vida, a la casa justificado. Volver con la gracia de lo nuevo sabiendo ver desde lo alto, desde el corazón de Dios, todo lo que nos rodea y sucede. Los dos hombres estaban en el templo, pero los dos no eran templos. La suficiencia y el enaltecimiento de uno mismo impide que nos habite la sencillez y la humildad de nuestro Dios. Los pobres, humildes y sencillos que necesitan de Dios y lo buscan son los que realmente lo hacen presente en medio del mundo para los demás.
La estampa de un Dios amoroso y humilde
En la noche, como los de Emaús, comienzo a recoger y a ordenar las estampas vivas del día. Han sido muchas e intensas. Pero la estampa extraordinaria que ha quedado en el fondo como rostro de Dios y página evangélica, ha sido la recibida en la residencia de ancianos. Con gozo, vuelvo a recordarlo. Comenzábamos la Eucaristía en la que dejándonos llevar por la parábola del fariseo y el publicano, hemos deseado la humildad como la clave que no divide, ni excluye, sino que acerca, hermana, felicita y agrada. Esa humildad que no se proclama, pero que se asienta en la vida diaria y nos muestra la verdad y la gracia con una fuerza aplastante. Al dar la Comunión, me he acercado a una pareja habitual en la Misa: un señor mayor que acompaña a su esposa, postrada en su silla de ruedas y bastante paralizada. Me ha indicado que él no podía recibir la sagrada forma, pero su mujer sí. Entonces le he dado la comunión sintiendo algo especial, he notado en él una ternura singular. La acompaña a la Eucaristía, la sirve y él no se acerca porque no se considera digno.
Tras la Eucaristía, he tomado un café con algunos de los residentes, dos hermanas jubiladas que llevan años en la residencia. En la cafetería, he vuelto a encontrar a este matrimonio mayor y anónimo. Estaban sentados en una mesa; sobre ella, un vaso de leche y un plato con una magdalena de buen color. Él, poco a poco, con mucha paciencia, iba mojando con la cuchara trozos de magdalena y la iba acercando a la boca de su mujer, a la vez que tendía su brazo sobre la espalda de ella y la animaba a comerla con mucha serenidad y cariño. Debe hacerlo habitualmente, porque algunos de los que pasaban por allí, con cariño le preguntaban si ya le estaba dando su "sopa de leche".
La estampa me sedujo y me hizo sentirme habitado por la presencia amorosa de Dios, que se me revelaba en esa relación. Sentí el amor eterno de Dios, el que es para siempre; lo vi reflejado en ese momento y en este matrimonio. Vi la humildad de Dios en los ojos y en las manos del abuelo, en su ternura y paciencia. Noté la gracia divina en el corazón y el rostro sereno de ella, que se dejaba querer y sentía el abrazo que la aseguraba en su debilidad, ofreciéndole razones para la confianza eterna. Recordé el gesto anterior de él indicando que le diera de comulgar a ella y no a él. Me hubiera gustado decirle que él estaba comulgando a Dios continuamente en ese cuidado permanente y cariñoso que tiene hacia ella.
Manuel, sin saberlo, me ha dado de comulgar hoy a mí a un Dios humilde que, cuando quiere, lo hace de una vez para siempre, sin vuelta atrás. Ahí, la presencia real de Cristo se me ha hecho evidente, me ha ayudado una vez más a creer en la transubstanciación de la consagración. Sí, he visto cómo cuando la abuela comulgaba, Dios le sabía a su esposo y al cuidado que él le da cada día. He sentido cómo Dios se hacía manos en sus manos, cogía la cuchara con la leche y el trozo de magdalena y, pacientemente, se la acercaba a la mujer débil para fortalecerla. He deseado saber dar la Comunión con el mismo sentimiento que lo hace él, descubriendo de un modo nuevo aquello de que cogió el pan, “lo partió y se lo dio diciendo”. Y es que este anciano, no me cabe la menor duda, "lo estaba haciendo en memoria suya".
El Dios de los humildes y sencillos
La clave del don es la que define y manifiesta la esencia de lo divino en su relación con la historia. Estamos ante el Dios de la historia que elige a su pueblo, el más pequeño, para llevar la salvación al hombre herido y caído. Es el salvador el que ha creado por puro amor y generosidad extrema. Su palabra se ha hecho fecunda, hace lo que dice, por eso su promesa es creíble: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios, seréis para mí como un hijo y yo seré un padre para vosotros”. Ahí está la clave de la historia, no hay otra: el amor y la generosidad de lo divino que fundamenta lo más humano, lo más encarnado. Y lo hace desde la sencillez y la humildad del que se da y se entrega.
En el proceso de amor y generosidad se abre el mundo de las creaturas y queda fecundado por la donación del absoluto sin límites. El creador se hace criatura, el poderoso se hace débil, el señor se hace siervo y viene a darse. Dios por su riqueza amorosa se hace el más sencillo y pobre de la historia en una señal determinante de su riqueza: “Esta es la señal, un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. El primero ahora es el último, pero en su pequeñez sigue siendo el fundamento de todo lo creado, el poder de la vida, el señor de la historia. Ahí está el milagro de la encarnación, el núcleo de lo que celebramos, la desnudez del absoluto en la nada del mundo y de la historia. No puede haber mayor amor en mayor humildad y pobreza. Nuestro Dios se hace divino en lo más sencillo y así se universaliza, amando a todas las criaturas con las se religa eternamente e identificándose para siempre con los más humildes y desheredados de la historia. Nada le podrá separar ya a Dios de los necesitados, nada ni nadie podrá separar a los pobres del amor de Dios que se ha manifestado en Jesús de Nazaret, el hombre de la providencia.
En lo diario y oculto de Nazaret se gesta el mayor querer del mundo en la debilidad, que se mostrará definitivamente en la madera de la cruz en el calvario, para hacerse gloria y resurrección definitiva, sellando la historia en un amor generoso engendrado en la mayor de las pobrezas. Por eso será siempre el Dios de los humildes y los sencillos: “Venid a mí todos los que estáis cansado, agobiados, humillados perdidos…”
Notas hilvanadas:
Y si la espera es la más larga, que mantengamos viva la última llama”
(Nunatak-Quiero que arda)