Claves de unidad para una herida que escandaliza. Desde la oración. Oración y cultura del cuidado y la ternura para el ecumenismo verdadero

Oración y  cultura del cuidado y la ternura para el ecumenismo verdadero
Oración y cultura del cuidado y la ternura para el ecumenismo verdadero

“Aceptar al otro en su diversidad, abrazarlo como hermano y orar juntos en verdad y deseo de unidad”

(Monseñor José Rodríguez Carballo)

Invitación a orar y trabajar POR LA UNIDAD DE LOS CRITIANOS

(Archidiócesis Mérida –Badajoz, Febrero 2024)

Recientemente Iglesias cristianas nos hemos unido en el octavario para orar juntas por la unidad de los cristianos y en breve se encontrarán los delegados y comisiones de ecumenismo convocados por la Conferencia episcopal para seguir profundizando en el tema de la unidad y de la oración de los cristianos y de otras fieles de otras religiones: “La oración en el diálogo interreligioso: estar juntos para orar”.

La verdad de una herida escandalosa…

  A muchos la unidad de los cristianos puede parecer un sueño o una utopía, pues a pesar de tantos esfuerzos, en nuestras iglesias sigue habiendo muchos prejuicios sobre hermanos de otras confesiones cristianas. Sigue viva la división que Pablo constataba ya en su tiempo cuando se hacía eco de lo que decían los cristianos de la comunidad de Corinto: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Pedro, yo de Cristo” (1Cor. 12, 12). Con una diferencia: que hoy todos afirmamos ser de Cristo. Y mientras afirmamos nuestra pertenencia a Cristo no nos damos cuenta que la división que hay en el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, hiere a la Iglesia y hiere al mismo Cristo.

La unidad de los cristianos para los discípulos de Jesús no es algo opcional, sino que es la meta hacia la cual hemos de tender todos los que nos decimos seguidores de Cristo, en virtud de la obediencia al deseo de Jesús en la Última Cena: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que todos sean uno” (Jun 17, 21). La división entre los cristianos es escandalosa y disminuye la fuerza de nuestro testimonio como discípulos de Jesús: “…que sean uno para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). ¿Cómo el mundo podrá creer en el Dios familia, en el Dios comunión, como nos ha sido revelado por Jesús, si los que decimos creer en él estamos divididos y a veces enfrentados unos con otros? ¿Cómo hablar de fraternidad en un mundo tan divido y fragmentado como es el nuestro, si nosotros cristianos estamos divididos? La unidad de los cristianos no es algo de lo que podemos prescindir sino la respuesta a una vocación y misión que el Señor nos ha dado poco antes de morir. De ahí el empeño por trabajar, cada uno desde su propia responsabilidad, comenzando por la oración, en esa unidad. De ahí el empeño, también, que hemos de asumir todos por ser artífices de comunión y de fraternidad, no solo con los de cerca, los de mi comunidad cristiana, los de mi parroquia o de mi diócesis, sino también con los de lejos, los que no pertenecen a mi Iglesia o a mi comunidad.

Es lo que nos pide el texto evangélico de la parábola del Buen Samaritano, o parábola de la acogida del otro, del que está lejos, como era el caso de un samaritano en relación con un judío.  (cfr. Lc 10, 31ss). Pero esta acogida requiere algunos comportamientos y sentimientos que son los que tiene el samaritano con aquel hombre medio muerto a la vera del camino. Fijémonos en los cuatro verbos principales que aparecen en la parábola: ver, compadecerse, montarlo en la cabalgadura y curarlo.

Lo vio.

 No podemos pasar junto al otro torciendo la cara, como hacen el sacerdote y el levita. No podemos decir: el otro hermano, el hermano de otra Iglesia no me interesa. Esta actitud nos volverá indiferentes, pecado que no deja de ser tan frecuente como grave en nuestros días. En este contexto en que nos encontramos, ver es sinónimo de reconocerlo como hermano en Cristo Jesús.

Se compadeció.

Compadecerse es hacer que la historia del otro me toque el corazón. Es la única medicina para curarme de la indiferencia. Es el único camino para acogerlo en mi corazón, como indica la expresión “lo montó en la propia cabalgadura”.

Y luego curarlo, sanarlo, cuidarlo, preocuparse, tener solicitud.

Esto es lo que se hace con las personas a las que amamos. Esto es lo que debemos hacer unos para con otros.

Todo esto se puede resumir en una expresión: cuidar la hospitalidad, la acogida del otro. Esta es la sabia que hace que el árbol del ecumenismo pueda dar fruto, y que un día todos seamos uno, como el Padre y el Hijo son uno.

Por el camino de la oración y su fecundidad

Pero mientras caminamos hacia esta unidad, no olvidamos lo que Jesús ha dicho poco antes de morir: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). La unidad de los cristianos no será el resultado solo de nuestros esfuerzos, sino gracia que el Señor dará a su Iglesia. De ahí la necesidad de orar y orar juntos por esta intención: “Donde están dos o tres reunidos e mi nombre, allí estoy yo” (Mt 18, 20). La oración compartida nos hace sentir ya unidos en el Señor, aunque no sea posible todavía sentirnos a la misma mesa eucarística. En la búsqueda de la unidad la oración es esencial. La oración es el alma del ecumenismo. Sin ella, toda actividad ecuménica resultará estéril.

Oremos con intensidad, queridos hermanos y hermanas, por la unidad de los cristianos. Unidad que empieza por respetar al otro como persona en su diversidad, y luego sigue por abrazarlo como hermano. De este modo haremos de nuestras Iglesias “casas de acogida”. Oremos para que nuestras Iglesias sean “posadas” donde todos encuentren una casa y unos hermanos; posadas para los hombres que buscan; hospital de campaña, en expresión del Papa Francisco, donde todos puedan ser curados de sus heridas desde el amor y donde todos encuentren cercanía y proximidad.

Que María santísima, Madre de la unidad, nos acompañe en este camino. Fiat, fiat, amén, amén.

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