Vinculados para la esperanza De la orfandad a la razón de la esperanza

Volvamos a nuestros orígenes de vida y esperanza: “…estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”  (1 Pe 3,15). Necesitamos la vinculación en Cristo resucitado para poder vivir en la esperanza.

“No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14,18)

orfandad

La mayor orfandad en lo humano es un vivir sin espíritu, deshabitados. Lo sentimos en estos días de duelo y de dolor confinado, de búsqueda en nuestro interior de motivos y razones para la esperanza, para el sentido de lo que nos traemos entre manos, en nuestro pensamiento y en nuestro corazón.  Cristo resucitado no nos abandona, nos concede su espíritu, para que nos sepamos habitados, acompañados y queridos. Él nos invita a la confianza en el Padre y vivir en la calma de los que son amparados por la bondad y la buena noticia de la salvación. En un mundo desesperanzado y desanimado, donde falta el espíritu, Cristo nos siembra para que tocados por su espíritu podamos devolver la esperanza, dar razón de ella a los que más lo necesitan. El camino de la Esperanza pasa por el encuentro de una humanidad que acoge y sana, que vincula e incluye, que reconoce dignidad y sienta a la mesa a todos para compartir el mismo pan. Hemos sido elegidos como misioneros de la esperanza divina y para ello, Cristo Resucitado nos adentra y adopta en su Espíritu.

La orfandad de lo humano nos hace huella y herida en estas circunstancias que avivan nuestro estado de salud integral. Vivimos en un mundo en el que para muchos “Dios ha muerto”. Se trata de un mundo sin referencia a Dios, estamos en una época donde ya no se cuenta con Dios para fundamentar las lecturas que cada cual hace de la realidad, de los valores, de la vida. Dios es el gran ausente en la vida cotidiana, y no solo de los no creyentes, sino también de los creyentes. En cada uno de nosotros parece que, en lugar de vivir el Espíritu del Resucitado, habita el espíritu de la derrota, de la apatía, el conformismo, la desesperanza. “Hay cristianos, dice el Papa Francisco, cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua” (EG 6). 

Quizá, como manifiestan algunos autores, estamos bajo el síndrome de María Magdalena. El síndrome de esa mujer que vive llorando, sumida en el dolor y la nostalgia de los recuerdos de un Jesús que ha muerto. Se trata de una mujer que amó mucho a Jesús y que ahora sólo intenta recuperar su cadáver. Lo único que puede hacer es encerrarse en su interior viviendo de los recuerdos pasados, ya que el mundo exterior es cruel, hostil: han matado a Aquél que ella más quería, al Señor. Y ahora nos morimos en la mayor soledad, orfandad total sin despedida aparente, nuevamente el sentimiento de la injusticia del sufrimiento inocente.

Este síndrome sumerge en el miedo ante el mundo, nos lleva a encerrarnos en los ámbitos cálidos de los templos, a vivir sin esperanza alguna, lamentándonos y condenando al mundo. Incluso recurriendo a apocalítpicas sectarias, y persecuciones de ultimidad. Sufrimos vivencias de temor, miedo, pánico, encerramiento, desasosiego, angustia, aflicción, cobardía, desconfianza, alarma… “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado” (Mc. 16,6) 

El miedo nos paraliza y nos impide reconocer al Señor presente entre nosotros. María Magdalena era incapaz de reconocer al Señor muy cercano de ella, estaba vivo; pero era necesario reconocerlo en el jardinero, en el compañero de trabajo, en el pobre que pasa junto a ti, en el anciano, en el joven sin empleo…Se presenta inesperadamente, el Resucitado viene a visitarnos (tal vez en el rostro de un desconocido o de alguien que está caminando hace mucho tiempo con nosotros). Será Él quien a través de esa presencia escondida venga a curar nuestras ansias y temores y traiga paz a nuestro corazón dividido: “¡No temáis” (Mt.28,10)! 

 En estos momentos históricos y de trascendencia, no hay que buscar como María Magdalena a un cadáver, hay que buscar al Dios vivo entre nosotros, buscar a Dios con todo el corazón: “Me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón” (Jer.29,13). Dios en Jesús Resucitado ha salido a nuestro encuentro, está entre nosotros, y ahora somos nosotros los que hemos de encontrarlo, verlo, tocarlo, escucharlo. “Hoy, en este “id” de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia y todos estamos llamados a esta nueva “salida” misionera” (EG 20). 

  Tenemos una razón para la esperanza, un porqué para vivir: Cristo ha resucitado. Está en el camino de la vida, de lo diario, de lo sencillo. Se trata de adentrarnos en lo de cada día con el espíritu del resucitado, mirando lo que hay de amor y de entrega, todos los signos que provocan en nosotros razones para seguir viviendo y amando. La condición para el encuentro es salir y buscar, dejarse llevar por la sed de lo auténtico y no darse por vencido ni encerrarse en la oscuridad de uno mismo o del mundo. El oficio del creyente, del seguidor de Jesús, es rastrear su huella resucitada en medio del mundo y una vez encontrada señalarla con gritos de esperanza para que otros muchos puedan abrazarse y vincularse a ese hombre nuevo que es Cristo Resucitado. Hoy nos toca en medio del mundo, con todos los hombres, dar razón de nuestra esperanza y hacerlo desde el crucificado, en medio del duelo nos está dando señales claras de que está presente con su espíritu de humano resucitado. Que puede estar resucitando una humanidad nueva en las cosas más diarias y más sentidas de este dolor y este confinamiento.

Volvamos a nuestros orígenes de vida y esperanza: “…estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”  (1 Pe 3,15)

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