"¡Alégrense... no tengan miedo!" Michael Moore: "En esta Navidad el desafío es (re)nacer desde la fragilidad, en medio de las cenizas que va dejando la pandemia"

(Re)nacer desde la fragilidad, en medio de las cenizas que va dejando  la pandemia
(Re)nacer desde la fragilidad, en medio de las cenizas que va dejando la pandemia

“¡Alégrense… no tengan miedo!” proclaman los ángeles en la noche de Belén. Lo mismo se escucha en el amanecer de la Pascua. Es la voz de Dios que resuena en la cueva del nacimiento y vuelve a sonar, animadora, en el sepulcro vacío"

"En los relatos evangélicos de la infancia –como en otras tantas páginas bíblicas– “no todo es histórico pero todo es verdadero”

"En estos días tan teñidos de muerte e incertezas, se nos anuncia la llegada de una Vida que comienza a ofrecer salvación (humanización), pero no a golpes de milagros, sino desde abajo y desde lo frágil asumido"

¿Cinismo de Dios o buena noticia?

“¡Alégrense… no tengan miedo!” (cf. Lc 2, 10) proclaman los ángeles en la noche de Belén. Lo mismo se escucha en el amanecer de la Pascua (cf. Lc 24, 38; Mt 28,5.10; Mc 16,6). Es la voz de Dios que resuena en la cueva del nacimiento y vuelve a sonar, animadora, en el sepulcro vacío. De la cueva a la tumba, desde el inicio y hasta el fin de la historia de Jesús se nos invita a alegrarnos y a no temer. A decir verdad, son las mismas palabras que el Dios del Amor pronuncia suavemente a sus creaturas desde el amanecer de la creación y que retumban como un eco en las paredes de la historia por toda la eternidad. Pero el hombre no siempre las ha escuchado; no siempre ha caído en la cuenta que ante “ese Dios” el único sentimiento que no cabe es el temor (aunque las iglesias con sus pastorales del miedo lo hayan olvidado demasiadas veces).

Claro que esas palabras, en el contexto del año vivido y que está llegando a su fin, hay que saber decodificarlas puesto que, de lo contrario, invitan a sospechar una buena dosis de cinismo en Dios. Porque, en medio de estos largos días en que hemos sido –y aún estamos siendo– azotados por una pandemia planetaria ¿cómo puede entenderse y justificarse esa invitación a alegrarse y no temer? Hemos tocado –y seguimos tocando– la enfermedad y la muerte, el dolor y el sinsentido, la pobreza y la angustia, la impotencia y la bronca. Y, sin embargo hoy, en medio de estas oscuridades, como en la noche de Belén hace 2000 años, el Espíritu susurra a nuestro corazón cabizbajo: “¡alégrate… no tengas miedo!”. Creo que cada uno deberá responderse qué pueden significar esas palabras en medio su presente particular: ¿de qué puedo alegrarme? ¿por qué no habré de tener miedo?

Más allá de las respuestas personales que podamos dar a estas preguntas que suenan desconcertantes en medio del desconcierto actual, creo que si nos asomamos –con respeto y discreción– al pesebre de Belén, todos podremos escuchar la invitación a intentar (re)nacer desde la fragilidad: la nuestra y la que Dios abraza en la carne un niño.

Sabemos que en los relatos evangélicos de la infancia –como en otras tantas páginas bíblicas– “no todo es histórico pero todo es verdadero”, es decir: probablemente lo único que podemos afirmar con certeza histórica (en el sentido positivista del término) es que existieron unos padres –José y María– que trajeron al mundo un hijo varón –Jesús. Esto no implica que el resto de los personajes y elementos que aparecen en escena (pesebre, ángeles, cánticos, pastores, magos, estrellas, etc.) sean meros inventos engañosos de los evangelistas, puesto que, como intentaremos mostrar sucintamente, su aparición en los relatos tiene un interés teológico y espiritual muy concreto, tan interpelante para sus primeros destinatarios como para nosotros hoy.

Acerquémonos, pues, a contemplar el Belén, agudizando los sentidos del corazón para escuchar el menaje que hoy, en medio de estos días oscuros, el Señor quiere comunicarnos a través de esos personajes icónicos.

Razonar que rezar

El Niño o la fragilidad del Omnipotente

Cuando los ángeles se aparecen a los pastores, les ofrecen como signo para encontrar al Mesías recién nacido un niño-envuelto en pañales-recostado en un pesebre (cf. Lc 2,12). A cualquier lector despierto le resultará evidente que son signos que no significan nada en orden a buscar y a encontrar al recién nacido: no son “coordenadas” demasiado exactas para encontrarlo. Creo que el evangelista ya está insinuando desde el inicio de su relato que para encontrar al Salvador habrá que buscarlo en medio de lo frágil y pequeño. Ese triple signo (bebé-pañales-pesebre) apunta a la impotencia que asume libremente el Omnipotente para entrar en relación con el hombre… prepotente. Podemos afirmar, pues, que ya desde de los inicios mesiánicos se pone en juego en el escenario de Belén una de las pasiones dominante de todo ser humano: el poder. Y se nos revela una clave fundamental que nos permite entender por qué –ayer y hoy– nos des-encontramos con el Dios de Jesús: él opta por revelarse en la fragilidad –y, simbólicamente, el pesebre de Belén es una muestra acabada de ello– y el hombre insiste en buscarlo en el poder, en lo espectacular, lo maravilloso, lo milagrero. En este sentido, la Navidad nos vuelve a plantear la gran pregunta de toda religión ¿quién y cómo es el Dios en quien yo creo? Y nos anima a deconstruir para reconstruir. Porque queda flotando como una espada que atraviesa toda la historia de la revelación, la drástica afirmación joánica: “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). “Los suyos”, ayer eran los judíos y hoy somos los cristianos, que muchas veces seguimos sin recibirlo, sin reconocerlo cuando no viene avalado por el esplendor y lo numinoso, cuando aparece fuera del Templo y de la Ley, en algún margen de la historia “profana”.

Desde el centro de la escena, la figura del niño de Belén nos anima a no tener miedo de acercarnos a él y nos invita a abrazar nuestra condición, la misma que Dios se ha arriesgado a asumir al compartir nuestra historia humana: “y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), es decir, fragilidad y contingencia.

Versión de Dios

María o la fragilidad sin ángeles

Cerca del niño, aparece la figura de la madre. Intentando entender lo que acontece, con la cabeza y con el corazón. Porque dice Lucas que mientras todos se maravillaban ante el relato de los pastores, ella guardaba estas cosas y las meditaba (cf. Lc 2,18-19). Parecería apuntar a que María, más que maravillada seguía un tanto confundida. El mismo evangelista, páginas atrás, cuando dibuja la escena conocida como la anunciación, concluye con una frase que –a mi juicio– es lo único que podemos considerar “histórico” de esa página: “y el ángel se alejó” (Lc 1,38). Resulta sumamente sugestiva esa afirmación porque creo que alude a la fe desde la cual María deberá afrontar su vida: ¡sin ángeles!, puesto que en ningún episodio de su historia los evangelistas testimonian que los ángeles volvieran para acompañarla, sostenerla y confirmarla en los momentos de duda y oscuridad (ni siquiera ante la tragedia de la cruz). Cada uno de nosotros –como María–, seguramente hemos tenido algún momento de intensa luz, donde experimentamos que ciertos “ángeles” vinieron en nuestra ayuda para confirmarnos ante una elección difícil (me refiero a momentos determinantes en una biografía, como puede ser la decisión vocacional), pero también podemos corroborar, muy probablemente, que luego de aquella “iluminación”, la vida ha continuado en su claroscuro propio, que es también el de la fe.

Por eso, ya desde la cueva de Belén, María debe contemplar el misterio, rumiándolo, sin intervenciones sobrenaturales. Una y otra vez, para intentar entender a este Dios desconcertante que aparece tan desde abajo y tan desde el costado, tan desde lo pequeño e insignificante, tan necesitado del sí libre de una aldeana marginal para construir salvación. Consciente de su pequeñez, también María nos alienta a abrazar nuestra fragilidad, porque desde allí se pueden realizar grandes cosas (cf. Lc 1,46-55).

El Verbo quiso de mí

Los pastores o la fragilidad de los excluidos

 A un costado, tímidamente, aparecen los pastores. Ese grupo social que para los oyentes de Lucas tiene notas bien definidas: pobres, ignorantes y de dudosa moralidad. Desconocedores de la Torá y ausentes del culto, difícilmente salvos. Pues a ellos, afirma insidiosamente el evangelista, es a quienes se les anuncia en primer lugar el nacimiento del Mesías largo tiempo esperado. No al sumo sacerdote ni a los destacados levitas o escribas, ni a los piadosos fariseos; tampoco al césar ni a los gobernadores. Estos enviados de Dios no parecen respetar las jerarquías o, en todo caso, muestran que las nuestras no coinciden con las del Altísimo (que se hace el Bajísimo). Quienes no serían fiables de testificar en un juicio (como tampoco lo eran las mujeres que anunciarán al resucitado), son elegidos para testimoniar –alabando y glorificando– el gran escándalo del cristianismo: que Dios ha tocado la historia en la carne de un niño marginal. Y a los pastores, seguramente –aunque ignorantes y un poco paganos–, un Dios-hecho-hombre así, casi como uno de ellos, les habrá resultado simpático. Nada que temer. Por eso se animan a acercarse para realizar la primera adoración de la historia a Jesús (¡presencia más real que en la eucaristía!), representando la liturgia de la iglesia de los pobres. Con pocas palabras y sin nada de incienso. Con las manos vacías, sin nada que ofrecer, como quizá hoy se encuentran las nuestras. Vacías pero abiertas, así podemos recibir… un poco de consuelo. Por eso también los pastores nos animan a no temer y alegrarnos de nuestra pobreza y fragilidad. En Jesús, Dios incluye a todos los excluidos, a los que no tienen méritos que presentar.

Si faltan los pastores

Los magos o la fragilidad de los buscadores

Un poco más tarde, relata Mateo, se acercan estos personajes, mezcla de sabios, astrólogos, curanderos y algo más. Pero lo desconcertante que les –nos– está subrayando el evangelista es que vienen de oriente, esto es: son paganos. No pertenecen al pueblo elegido y, sin embargo, mientras “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11) estos “de afuera” se animan a salir a buscarlo y adorarlo. Nuevamente, se nos presenta la dolorosa y paradójica contraposición entre los de dentro y los de fuera, entre los del sistema y los del descarte, entre la institución religiosa oficial y los “excomulgados”.

Y lo buscan en la noche, guiados por una tenue estrella. Antes y más allá de cualquier fenómeno astronómico –de ayer o de estos días– la estrella simboliza la fe que conduce en medio de la oscuridad. Pero habría que recordar, en todo caso, que “no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino” (San Juan Crisóstomo). Por eso, también los magos nos invitan a abrazar la fragilidad de nuestra fe, quizá hoy atormentada por tantas dudas, y ponernos en camino. Animarse a dejar las certezas que nos tienen bien instalados en las tierras de una religión tradicional y caminar, cargando con nuestras preguntas, aunque no sepamos bien a dónde.

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Cerramos nuestra reflexión retomando la disyuntiva con que comenzamos: o nuestro Dios es un gran cínico desinteresado del destino de sus hijos, o la exhortación “¡alégrense… no tengan miedo!” debe tener algún significado para la fe…hoy, en tiempo de coronavirus. En estos días tan teñidos de muerte e incertezas, se nos anuncia la llegada de una Vida que comienza a ofrecer salvación (humanización), pero no a golpes de milagros, sino desde abajo y desde lo frágil asumido, interpelando nuestra solidaridad para intentar renacer un poco más humanos desde las cenizas amargas que va dejando esta pandemia. Y sabiendo que Él nos acompaña, porque viaja –hace 2000 años, al menos– en el mismo tren (aunque en segunda clase).

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