Match point de la Iglesia chilena

Los actores de los últimos cuarenta años, personas o instituciones, deben mirar hacia el pasado si quieren participar con honestidad en futuro del país. La Iglesia Católica, habiendo sido protagonista de estas décadas, debe volver sobre los acontecimientos en que se vio involucrada estos años porque su misión le exige continuar contribuyendo a la construcción de Chile.

Esto, sin embargo, no es fácil. La Iglesia durante el gobierno militar puso a los chilenos una vara muy alta de humanidad. Tan alta, que a ella misma le costaría sobrepasarla de nuevo. Debe reconocerse que a nadie se le puede exigir algo parecido a encarar al gobierno más cruel de la historia de Chile, amparar a sus víctimas y luchar por sus derechos fundamentales. Si algo se debe a la Iglesia en estos últimos cuarenta años, es haber ayudado a hacer a Chile un país más humano. No más católico, sí más humano.

El contexto ha cambiado. Se podrían decir tantas cosas. Me centro en una clave. Aquí y en otras partes del mundo, la Iglesia experimenta una grave crisis en su capacidad para trasmitir la fe. La cristiandad se acabó. La cultura predominante no es cristiana. En nuestro medio, la crisis del paradigma neoliberal en el plano educacional extrema las dificultades de traspasar a las siguientes generaciones la fe. Se ha vuelto muy difícil que la Iglesia incida en la cultura como lo hizo esa generación de obispos y personas, católicas y no católicas que, con el Cardenal a la cabeza, instalaron en el disco duro de la chilenidad la parábola del “buen samaritano” (Lucas 10).

¿Qué está ocurriendo con la educación católica? Este es el punto decisivo. El match point. ¿Qué enseñará la Iglesia sobre la persona humana? ¿Qué tipo de educación católica transmitirá la fe en la Encarnación de Dios en Jesús en una cultura que, en unos aspectos, involuciona en humanidad y, en otros aspectos, le lleva a la Iglesia la delantera? Enseñar que Jesús “es Dios” y olvidar que Dios “es Jesús”, que Cristo es la medida de la salvación del hombre y que esta, en términos contemporáneos, se mide en humanización, da motivos para pensar que el cristianismo es irrelevante. Un cristianismo que pone lo esencial en el más allá no merece autoridad en el más acá.

El Cristo que la educación católica ha de transmitir, por otra parte, tampoco es cualquiera. Es el que fue (hace dos mil años) y el que es (los últimos cuarenta años). El que siguieron los pobres de Galilea y el que fue crucificado bajo Augusto Pinochet. Es el Cristo que hoy está elevando la humanidad a su cota más alta, sea a través de una nueva evangelización sea a través de la lucha secular de cualquier ser humano por un mundo compartido. Es hoy que la educación católica tiene que hacer una memoria passionis. ¿Se enseñará a los niños quién fue Raúl Silva Henríquez? ¿Se contará que fue pionero de la reforma agraria y años después fundador de la Vicaría de la Solidaridad? ¿Qué dirán los textos de historia sobre la Vicaría? Lo primero que habría que hacer es llevar a los secundarios a visitar el Museo de la Memoria.

Hoy, además, cuando la emergencia de una clase de jóvenes se levanta contra la injusticia educacional estructural del país, los colegios y universidades católicas debieran revisar los perfiles de egreso de sus alumnos. No pueden desentenderse de lo que está ocurriendo. La Iglesia tiene numerosos colegios y escuelas que educan a los más pobres. La mayoría de estos acogen niños de las clases medias-bajas. La Iglesia tiene universidades que hacen un verdadero esfuerzo por formar generaciones con sentido de bien común. Las mejores no se ubican en “la cota mil”. Están en San Joaquín o en la Alameda. Pero hace cuarenta años hubo intentos de educación católica mucho más integradora. Los curas del Saint George quebraron la viga maestra de la educación de la elite: formar a los mejores para que algún día edifiquen un país mejor.

El contexto ha cambiado. Hoy no se puede dar educación buena para ricos y educación mala para pobres. La Iglesia Católica, ante el desafío de formación de la elite, se encuentra en una disyuntiva: seleccionar a los mejores para hacer una país mejor o integrar a niños de diversos orígenes (sociales, culturales y religiosos) para conseguir una sociedad integrada. La selección excluye necesariamente. El país del 2011 ha tomado conciencia de que seleccionar es excluir. La integración, en cambio, puede ser conflictiva. Pero si no se la intenta en el aula y tempranamente, la segregación actual incuba violencia social y quién sabe si otros “golpes”.

La evangelización se encuentra en un punto crítico. Ya no se trata de hacer de Chile un país católico (el mismo Padre Hurtado habría cambiado su manera de pensar). Una educación cristiana renovada podría incluir una visita el Museo de la Memoria. Y, acto seguido, hacer ver a los estudiantes la película Machuca.

Los últimos cuarenta años son una reserva extraordinaria de sentido para la Iglesia Católica chilena. Volver la mirada hacia atrás, hacer memoria de la pasión de las víctimas del pasado, volver a sentir su dolor, sentir hoy la demanda estudiantil y las quejas contra la sociedad mercantilista, le da sentido a la misión de la Iglesia: orientación y razón de ser para el futuro. Los católicos se juegan el partido. Match point.
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