"A veces, lo imaginario es una realidad" El gobernador y la magia

David López Royo
David López Royo

Hoy les voy a contar una historia ficticia; pero, a veces, lo imaginario es una realidad.

Existía un gobernador que era engreído, empingorotado, presuntuoso, vano, pretencioso, creído y, a veces, se sentía un divo. La soberbia resumía su ser y su hacer.

Se consideraba que disponía de una magia que nunca le haría perder el poder. Él, petulante, estaba convencido de que todos los ciudadanos le debían pleitesía. Había accedido a gobernador porque había prometido que su manera de gobernar estaría colmada de transparencia. Llegó a ser gobernador porque hizo una promesa especial, asumiría el poder para someterse a una votación de los habitantes de la ciudad.

Pero, tener poder engancha y el gobernador decidió concatenarse a todas las prerrogativas que el mando le estaba proporcionando.

Él, se sentía superior a todo y a todos, por esta razón sus colaboradores nunca podrían cuestionarle, quien osara este atrevimiento quedaría fulminado porque su magia era especial, y ésta, también, comportaba el no poder ser puesta en entredicho.

El pueblo, al principio, aceptó lo que el gobernador marcaba. Empleaba un lenguaje ambiguo porque su potestad estaba tocada por la magia que él sentía que tenía. Esta manera de hablar, poco a poco, hizo que su vida se viera completada de incoherencias, porque mentir, al final, no sale gratis.

Cuando visitaba los barrios del territorio que gobernaba contaba historias diferentes, en unas animaba a que empujaran al resto hacia el abismo de la independencia, en otras decía que se sentía el gobernador de un territorio unido y en otras mostraba indiferencia y no perdonaba que hubieran elegido otros líderes.

La magia estaba con él y esto le había configurado una mentalidad de superioridad. Él era el único.

Conforme avanzaba el tiempo los habitantes de la ciudad tomaron conciencia de que el gobernador era humano como ellos y que estaba lleno de grandes contradicciones. Se percataron que la magia que decía tener era una estratagema que le había ayudado a idear astutamente un relato que no se correspondía con la coherencia que debe de tener un gobernante.

Sus amigos, los que habían aceptado el cuento de la magia, comenzaron a empujarlo hacia una deriva que ponía cada día más en evidencia que era un simple títere en sus manos. La magia no era tal, era, ni más ni menos, que las dosis de poder que éstos le querían dar. Sin ellos, la magia desaparecía.

El gobernador se sentía acorralado; pero quería demostrar que la magia solamente la controlaba él. Juntó a los suyos y, muy enfadado, les dijo que él trabajaba intensamente y por tanto quería que ellos fueran voceros de su trabajo. Seguía considerándose dueño absoluto de la magia.

El tiempo fue avanzando e ideó, junto a su equipo más estrecho, una historia que ni él mismo se creía, pero los convenció diciéndoles que ese discurso haría remover los cimientos de la ciudad, porque él pasaría a ser reconocido como el bueno y los demás serían reconocidos como los malos.

Fue pasando el tiempo, y ese discurso que buscaba la confrontación y que pudiera haber un sinfín de damnificados fue el que acabó con su magia.

El gobernador impetuoso olvidó, desde el primer día que llegó a la gobernación, que la magia residía en los habitantes de la ciudad y que éstos eran los que tocando la melodía de las urnas tenían la libertad de donar la magia a quienes ofrecieran, de verdad, respuestas a sus problemas.

El gobernador, soberbio y altivo, consideró que haciendo concesiones que destruían a la ciudad en favor de determinados barrios podría ser dueño infinito de la magia. No quería percatarse que haciendo esto generaba dolor y sufrimiento en otros barrios de la ciudad.

Cuando sintió que su magia se acababa quiso cambiar el rumbo; pero, ya era demasiado tarde. Muy pocos seguían creyendo en su magia, la gran mayoría había decidido que, a través, de sus votos tocarían con su barita mágica a otro gobernador.

Los últimos meses de su gobernación fueron azarosos y difíciles, ya no le quedan amigos y hasta sus fieles fueron renegando poco a poco de él.

No entendía porque le estaba ocurriendo esto. Él, que era un divo, no podía terminar de esta manera. Buscó respuestas a las preguntas que se hacía; pero en ninguna de éstas apareció que él tenía que haber sido consciente de que la magia no le pertenecía, sino que era una donación que los habitantes de la ciudad le dieron y que podía ser retirada también por ellos.

Su magia, porque no quiso reconocer nunca que no era suya, no pudo acabar con los valores y las instituciones de la ciudad, quiso cambiar su rumbo, pero no pudo, porque cada vez que intentaba tocar una institución, con lo que él consideraba su magia se le volvía en su contra y esto se lo demostraban los ciudadanos una y otra vez quitándole parte de la magia que le habían donado.

La magia del gobernador se acabó y otra vez volver a empezar. Ahora la ciudad desea un gobernador que responda a sus problemas y se aleje de la soberbia y de la altanería, que no decida hacer cambios sin consultarles y, mucho menos, si éstos pueden afectar a la convivencia y a la armonía.

La magia no la donan los ciudadanos para que un gobernador se convierta en un verso suelto de la democracia. La magia debe de tener presente las reglas democráticas de la ciudad y éstas no pueden ser cambiadas por el capricho del que ha sido elegido por la magia de sus habitantes.

El gobernador engreído nunca entenderá, por muy divo que se considere, que la magia no es suya, sino que pertenece a quien la dona por un tiempo determinado.

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