A propósito de los que insisten en comulgar en la boca a pesar de las normas sanitarias

A propósito de los que insisten en comulgar en la boca a pesar de las normas sanitarias
A propósito de los que insisten en comulgar en la boca a pesar de las normas sanitarias

El cristiano sabe, y esto porque cree la buena nueva de las decisiones tomadas por Dios en la encarnación y en la eucaristía, que la única forma de respetar a Dios es respetar la vida. 

Discernir, antes de recibir el pan eucarístico, no tiene que ver con escrúpulos de consciencia y con pureza ritual, tiene que ver sí con caridad, es decir con cuidado por los otros.

Me sorprende ver tantos cristianos que, en pleno tiempo de pandemia, insisten en recibir la comunión en la boca y esto a pesar de las normas sanitarias para evitar contagios.  Les he preguntado el porqué y me lo dicen hundidos en religiosidad, “es que no puedo recibir a mi Dios en las manos, eso sería irrespetuoso”. Y así, estos devotos, respetan a Dios y, escudados en este respeto, ignoran el riesgo de contagios al que se exponen y exponen a los que comulgan después de ellos.  Sabido es que muchos, incluso obispos y presbíteros, siguen defendiendo a ultranza la comunión en la boca y diciendo, no sé de dónde pueden sacar los argumentos, que esa práctica es la más respetuosa hacia Dios y que es la más acorde con la tradición.

Se trata pues de respetar a Dios y, en nombre de este respeto, la vida propia y la de los otros pierde valor.  Muchas herejías han surgido en la historia de la Iglesia alumbradas por esta idea madre, la de respetar a Dios y defender su dignidad a costa de lo que sea.

Los docetistas, para citar sólo un ejemplo, en esa misma línea de supuesto respeto a la divinidad, afirmaban que la humanidad de Cristo era pura apariencia, y que eso de andar por ahí como ser humano, nacer de una mujer, pasar hambre y necesidades, sufrir ignorancia y curiosidad, morir en la cruz, eso “tan bajo”, no se podía conjugar con su ser Dios y era más bien un insulto a su divinidad.  Así es, estos herejes, y con ellos cristianos de todos los tiempos, se resisten a aceptar que Dios haya tomado la decisión de hacerse humano, ser uno de tantos, y quieren ver en Jesús sólo divinidad y le niegan la humanidad. Esta mentalidad es común a todas las herejías que han surgido en el cristianismo:  Dios que quiere ser respetado como ser humano, no más allá de la dignidad de todo hombre y mujer, y nosotros insistiéndole en que no puede ser así, que es demasiado, y que tenemos que volver a encumbrarlo en los cielos y altares, sacarlo de su condición humana, reversar la encarnación, y así darle todo honor y toda gloria; sin pensarlo pasamos del Dios de nuestro Señor Jesucristo al Dios de los filósofos y de las religiones;  nos olvidamos de lo que decía San Ireneo, “la gloria de Dios es la vida de la gente”, ni más ni menos.

Y ahora viene el problema de la eucaristía patente en esta época de virus. Cristo Jesús que toma la decisión de hacerse pan para alimentarnos y hacernos uno con él y entre nosotros, y nosotros insistiendo en que ese pan de comida tiene sólo apariencia y de que se trata es de “mi Dios” y que para respetarlo hay que olvidarse de que es fruto de la tierra y de nuestro trabajo, comida partida y compartida y alimento puesto en nuestras manos y encumbrarlo a custodias de oro, procesiones ostentosas, densas nubes de incienso, y llamándolo ya sea “divina majestad” o “divino prisionero”, desvirtuamos su propósito de hacerse acción de gracias y sustento.

Si en la encarnación Dios quiere ser respetado con el reconocimiento de su dignidad humana, en la eucaristía quiere ser respetado con el reconocimiento de su dignidad de pan.  En la encarnación no es el hombre que se hace Dios para ser respetado como Dios, es Dios que se hace humano, para ser respetado como humano.  En la eucaristía, no es el pan el que se hace Cristo para ser respetado como Cristo, es Cristo que se hace pan para ser respetado como pan.  Hay pues una profunda contradicción, y es signo de que nos hemos alejado del misterio propuesto por Jesús en la última cena, el que por recibirlo con la supuesta dignidad que tiene la boca y que no alcanzamos a ver en las manos, no se nos dé nada arriesgar la vida propia y la de los otros.  El cristiano sabe, y esto porque cree la buena nueva de las decisiones tomadas por Dios en la encarnación y en la eucaristía, que la única forma de respetar a Dios es respetar la vida. 

San Pablo invitaba en su primera carta a los cristianos de Corinto, quienes, según parece, iban a la fracción del pan divididos y descuidados del hambre de los pobres, a discernir estos asuntos, y a poner en primer lugar la caridad y el cuidado de los hambrientos; de no ser así, les advertía, la eucaristía se les volvía condenación.  Creo que hoy muchos cristianos, haciendo caso omiso de lo que dicen las autoridades sanitarias con respecto a los contagios, con una idea bien cuestionable de respeto por Dios, se estén tragando la condenación de la que hablaba el apóstol.  Discernir, antes de recibir el pan eucarístico, no tiene que ver con escrúpulos de consciencia y con pureza ritual, tiene que ver sí con caridad, es decir con cuidado por los otros.  Si Dios se hace humano, respetémoslo en su dignidad humana, la misma de todo hombre y mujer; si Cristo se hace pan, respetémoslo en su condición de pan, la misma de toda la materia: añadir respetos más allá de esas decisiones divinas es querer corregir las decisiones de Dios y eso es absurdo. Esta pandemia nos invita a salirnos de la mera religiosidad y a sumergirnos en el Evangelio.

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