Reflexiones en el día en que nos felicitan por el sacerdocio

MIsa en Samburu
MIsa en Samburu Anthony Ochieng

El Padre del cielo no quería la muerte de su Hijo, tampoco quería la cruz.  quería que su Hijo amara y amara hasta el “extremo”, hasta el final, hasta las últimas consecuencias.  

Y Jesús fue hasta los infiernos, así decimos en el credo y así lo profesamos, y en el lugar en el que todos odian y maldicen continuó amando: este es el extremo del amor. 

Jesús, en la cruz, fue hasta los infiernos: esa bajada es el culmen del sacerdocio de Cristo.

Bajar a los infiernos, amando hasta el extremo, hasta el final, hasta las últimas consecuencias, es también para nosotros, sacerdotes por el bautismo y por la ordenación, la expresión más alta de nuestro ministerio.

Si quiero vivir el sacerdocio de Cristo tengo que estar siempre bajando a los infiernos de este mundo.

Meditando sobre la razón de la muerte de Jesús, leyendo y orando, entiendo una cosa, no sé si por primera vez, en todo caso sí más claro dentro de mí.  La razón de la muerte de Jesús es el amor.  El Padre del cielo no quería la muerte de su Hijo, tampoco quería la cruz.  Un padre que quiera la muerte y la cruz para su hijo, que quiera para él la maldición, no puede ser un padre; El Padre no quería ni la muerte ni la cruz; pero, dado que el amor es su misma vida y es la pura alegría, quería que su Hijo amara y amara hasta el “extremo”, hasta el final, hasta las últimas consecuencias; así lo hizo Jesús, su amor lo llevó a la muerte, y, amando así, se obró en él la resurrección, la cruz instrumento diabólico se volvió divino, la salvación brotó de la condena, en la maldición se reveló la bendición.

Salir al encuentro
Salir al encuentro

 El mal y los malos tuvieron la esperanza de que Jesús se venciera, de que llegara a odiar entre los malditos, de que se le saliera una palabra o al menos un pensamiento de condenación: esperanza que se verificó falsa porque, entre los malditos, amó hasta la muerte.  Después de la muerte de Jesús la muerte se le murió al mal y a los malos y se les convirtió, para su confusión, en vida sin fin; se quedaron sin cruces para maldecir y las cruces con las que mataban y condenaban se les volvieron bendición.  

 Sí, el Padre no quería ni la muerte ni la cruz; quería, siendo Él mismo el amor, que su Hijo amara sin rendirse y Jesús confió en su querer y bebió el cáliz hasta el fondo; y así pasa con nuestras muertes y nuestras cruces, en ellas seguimos tocando la maldición y la transfiguramos en bendición.  El cristiano nunca vence maldiciendo, nunca vence odiando, vence amando.  El amor, esto se repite en cada seguidor de Jesús que toma la cruz y muere, desarma al mal y los malos, los expropia de pretendidos dominios, desnuda su mentira, los vence.

Y Jesús fue hasta los infiernos, así decimos en el credo y así lo profesamos, y en el lugar en el que todos odian y maldicen continuó amando: este es el extremo del amor.  Creo que este sea un reto para nosotros cristianos: estar bajando con Cristo a los infiernos para que queden “preñados” de cielo y para que la maldición dé a luz a la bendición; de ahí que los santos no se echan para atrás ante lo que no es gozo, paz, dulzura, comprensión, y abrazan el dolor y la cruz y se entregan, si es preciso, a la muerte; todo esto porque conocen el secreto de Jesús, y porque no viven ellos sino Cristo en ellos.  Y Jesús, en la cruz, fue hasta los infiernos: esa bajada es el culmen del sacerdocio de Cristo; y bajar a los infiernos, amando hasta el extremo, hasta el final, hasta las últimas consecuencias, es también para nosotros, sacerdotes por el bautismo y por la ordenación, la expresión más alta de nuestro ministerio.

Si quiero vivir el sacerdocio de Cristo tengo que estar siempre bajando a los infiernos de este mundo, mi puesto está entre los que maldicen, entre los que sufren, entre los que mueren; mi honor será ser contado entre los malhechores, atrapar la maldición con mi bendición, hacerme carnada para que la muerte hambrienta me coma y comiéndome se trague el amor y se vuelva vida. Ser sacerdote es estar siempre descendiendo y llegar allí hasta el extremo amando.  Ser sacerdote es meterse en el misterio de la vida de Cristo; creo que por eso es por lo que prometemos obediencia: para poder bajar con Él desde el Padre hasta el corazón del mal, haciéndonos “pecado”; nadie, siguiendo las propias ideas puede hacer este viaje, todos quisiéramos que pasara de largo este cáliz y por propia gana todos quisiéramos subir en vez de bajar, porque con nuestra cabeza sola no alcanzamos a comprender que, desde el punto de vista de Dios, bajar es la mejor manera de subir.

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