Hemos visitado 35 comunidades de las 58 del distrito para alertar e informar con miras a la prevención de la llegada del coronavirus Recorrido en plena cuarentena

En Yanayacu-Timicuro
En Yanayacu-Timicuro Josué Martínez

Lo mejor sin duda, lo que me ha hecho disfrutar de verdad: esa conexión. Estar con la gente, poder dirigirme a ellos, advertir que el párroco no es una rareza sino una figura, ver cómo asienten, cómo comprenden lo que está más allá de las palabras, la realidad que se desvela casi con pudor: que estamos por ellos.

De los 58 lugares poblados que tiene el distrito de Indiana, hemos visitado 35 comunidades en ocho días, que se dice pronto. El objetivo de alertar e informar con miras a la prevención de la llegada del coronavirus se ha cumplido ampliamente. Y para mí ha sido una suerte poder conocer, como en un flash, la mayoría de los pueblos de mi nueva misión. Lo he pasado de maravilla.

Como se puede suponer, ha habido de todo, porque la selva es cualquier cosa menos monótona. Hemos reunido a las poblaciones al aire libre, en las gradas de la cancha de fútbol, en el salón comunal, en casas; con lluvia golpeando bravo las calaminas, bajo un sol inclemente y hasta con friaje; en algunos lugares llegó poca gente, en otros la mayoría de vecinos; hay sitios donde preguntan, intervienen y hablan mucho, y otros más calladitos. Mucha variedad (“cuanto más diverso más divino”, dice Fernando López), pero una constante: todos nos han manifestado y repetido su agradecimiento por la visita.

Como jalábamos las jornadas casi enteras, tocó almorzar por esos mundos. Comimos caldo de gallina regional, chilicano de pescado, sabalito, juane. A veces la concurrencia no tenía ni idea de nada (en un sitio decían que lo del COVID es todo falso, un cuento, una conspiración de los chinos con Vizcarra), pero en otros casos se veían muchas mascarillas caseras y estaba claro que habían conversado y tomado medidas para respetar la cuarentena. En general, donde están más organizados se nota que se las apañan mejor; en cambio donde hay desencuentros y desorden más personas se quejan de fiebre, dolor de cabeza y de cuerpo, dificultades respiratorias.

Porque muchos moradores, desoyendo las recomendaciones, han estado viajando a Iquitos desde el comienzo del estado de emergencia. A vender sus platanitos, a cobrar el bono que da el Estado… a contagiarse, en dos palabras. Me extraña y me da esperanza que después de 57 días no haya muertos en las chacras. Significa que los pobladores están bien alimentados y tienen buenas defensas, y también que la medicina natural funciona: las infusiones de toronja, limón, colmena (miel de abeja), malva, jengibre. El doctor Josué Martínez, compañero de gira, iba aconsejando lo de toda la vida. Y es que en la posta de Indiana no hay ya ni paracetamol, ni mucho menos oxígeno, es un horror.

Podría considerarse también un viaje casi zoológico, porque hemos visto todo tipo de bichos: carachupa baby (o armadillo), ciempiés, un oso perezoso empapado, guacamayos, un mono que quería llevarse mi mochila con el ebook y hasta vacas con todas sus moscas en un caserío llamado Recreo. Se registraron resbalones por esas veredas tapizadas de verdín; invitaciones a plátanos, papayas, caldo de pollo; un perro polizonte que se coló en nuestro yate y se paseó quebrada arriba; desayunos de pan con mantequilla en el bote; y hasta alguna discusión con alguno que se pasó diciendo que “llegábamos tarde”.

En cada comunidad aprovechaba para preguntar por los animadores. A varios ya los conocía del encuentro vicarial, y ha sido un gusto verlos, darles un zamarreón emocional, regalarles su tapabocas y quedar para cuando pase todo: “Me visitas en la parroquia”. Hay quienes son verdaderos líderes de sus pueblos, y otros cuya fama parece que deja que desear. Lo habitual. Son nuestros pies y manos, y  me pareció que se alegraban de recibirme entre la comitiva.

Pero lo mejor sin duda, lo que me ha hecho disfrutar de verdad: esa conexión. Estar con la gente, poder dirigirme a ellos, advertir que el párroco no es una rareza sino una figura, ver cómo asienten, cómo comprenden lo que está más allá de las palabras, la realidad que se desvela casi con pudor: que estamos por ellos, ese cariño. Ese vínculo. Don Tomás Núñez, el juez de paz, que es paisano, decía casi en cada intervención: “Les quiero un montón”. Este gringo no se atrevió a tanto, pero eso es lo que siento, y quiero creer que ellos lo notaron. Habrá tiempo para seguir demostrándolo.

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