Semana Santa de barro y sudor

Ha habido de todo en esta Semana Santa, que, como no cuente algo rápidamente sobre ella, va a "caducar" porque
todo sucede tan rápido que ni te da tiempo a asimilar una experiencia cuando ya se apunta otra que reclama todos tus sentidos. Voy a ello, para quienes dicen que les gustan estas aventuras.

Miércoles Santo. Me monto en la combi a las 5 de la mañana, rumbo a La Unión. Allí enseguida me encuentran Esteban, Marta y Erlita y me embrocan un desayuno a base de huevos y plátanos fritos; nunca estaré solo estos días; nunca estoy solo. A las 11 me veo delante de más de 120 niños para conversar un rato sobre la Semana Santa: cantamos, bailamos, preguntas y respuestas, bromas... jeje. Luego la misa será a las 2 bajo un aguacero; como a las 3:30 no hay carro, me llevan en moto hasta el Líbano, donde dormiré y regresaré el sábado.

Jueves Santo. Paso a Santa Cruz, y con un grupo de 25 personas celebro la Cena del Señor en la capillita de suelo de tierra. Son los pies más sucios que he lavado nunca, y el signo cobra realismo. Por la noche, en Primavera, en medio de la oscuridad rota por la luz de las velitas, repito el gesto santo de inclinarme sobre pies pequeños que salen churretosillos de las botas de jebe y tiñen de negro la pequeña toalla de propaganda Galp que han preparado. Al final, como no hay sagrario ni puede haber monumento, hacemos un momento de adoración del Santísimo; se hace un gran silencio, la gente de rodillas, los ojos cerrados, el rumor de la presencia del Señor entre esta gente humilde.

Viernes Santo. Toca agarrar el palo de caminar duro hacia Javrulot. La primera hora es tremenda, con las botas clavadas en el barro, un barro que te jala, que merma tus fuerzas enganchándote sin piedad y te deja ya adobao, listo para afrontar una terrible ascensión: más de 6 km de auténtica pared que me asfixia y me hace sudar a chorros hasta el punto que me noto vacío, sin un gramo de fuerza. Tengo que recurrir a otras experiencias de mi historia en que me parecía que no podía dar un paso más y sin embargo fui capaz: aquel mes en Níger, aquellas etapas del Camino que hice enfermo... Con Jairo, el chivolo que me acompaña, bebemos agua, comemos guayabas, me caigo tres veces y en España ya deben estar de procesión, Jesús que sube cargado con el palo y no puede más. Pocas veces en mi vida he sufrido un esfuerzo tan terrible.

Cómo me verían al llegar (3 horas y media y 13 km después), que me enchufaron un par de vasos de jugo de plátanos con leche que me dieron la vida, igual que a Uma Thurman la resucita la inyección de adrenalina en Pulp Fiction. Como aquí en este pueblito no hay agente de pastoral ni liturgia los domingos, celebramos de un golpe la Pascua entera: leemos el relato del Mar Rojo, luego la institución de la Eucaristía en la Carta a los Corintios, un trozo de la Pasión, adoramos la cruz, leemos la Resurrección, cantamos Aleluya, hacemos la renovación del Bautismo con la aspersión del agua... Luis Fernando, mi profesor de Liturgia, ay madre, ¿qué dirá cuando lea esto?

Tras este max-mix litúrgico quedan 7 km más hasta Carabelí. Aquí no hay agua ni desagüe, hay que lavarse en una quebrada que hace de ducha comunal. El agua corre clara, y yo me desnudo dejando al niño de guardia porque, tras litros de sudor, necesito un baño más que el comer. Luego, al tumbarme un rato, me noto febril y comprendo que me he deshidratado. Me traen el único paracetamol que encuentran en el pueblo y así me siento mejor a la hora de un nuevo popurrí pascual con un grupo por cierto bastante salao. Casi no me da tiempo a que la cabeza llegue a la almohada, pero antes de roncar pienso en lo que he enseñado: Jesús dice: "Yo doy mi vida; haced esto, haced lo mismo que yo, dad la vida, en memoria mía"; "dar la vida" cobra hoy para mí un nuevo significado, más físico, más crudo, más real.

Sábado Santo. Reemprendemos el camino hasta Peñarol. Como ya vengo preparao de ayer, me ataca el desfallecimiento, las piernas no van, me quedo sin aire y me cuesta horrores llegar. Y qué sed. Tras la celebración, el almuerzo a base de arroz y frejoles, y una pequeña siesta de media hora, encaramos la última caminata de vuelta a Santa Cruz. Hay que atravesar la Peña Blanca, una especie de desfiladero por donde solo cabe una persona junto a un abismo de más de 50 metros de caída. Superada la prueba, de nuevo imponentes subidas que vuelven a dejarme exhausto. Me concentro en controlar la respiración, se trata de respirar bien la siguiente vez, de dar solo el siguiente paso... como en la vida. Y así, aunque estoy reventao, mis piernas se aligeran y llego con más facilidad: más de 20 km después, toda mi ropa totalmente empapada en sudor y la Vigilia Pascual por celebrar.

Una caja de cartón cobija el fuego a la entrada de la iglesita de madera de Líbano. Encendemos el cirio mientras cantamos "Esta es la luz de Cristo, yo la haré brillar". Luego, en el pregón, les hago alzar las velas prendidas y me vuelvo a emocionar, como tantas otras veces en mi vida: "¡Aleluya aleluya, el Señor resucitó!". La homilía es una sucesión de sonrisas y aplausos, las letanías y el gesto del Bautismo que hacemos por parejas (seguro que a algunos les suena). Al final cantamos y bailamos: "Gozo gozo gozo, gozo yo quería... pero vino Cristo el Señor de la vida...". Con este soniquete me voy a la cama, cansadito y débil, pero satisfecho. Es la magia de la Vigilia, que me une a tantas personas que amo y a tantos momentos felices, y que acá es más pobre, más sencilla y más misionera. Como esta primera Semana Santa en Perú, dura, embarrada y plena.

César L. Caro
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