Por fin a bordo del "Laudato Si"

Después de levantarnos nos pusimos a conversar; llovía afuera, no estábamos apurados y esperábamos que la señora Luz sirviera algo de desayuno, como siempre hace, antes de continuar el recorrido. Apareció su padre con un termo de café negro y nos invitó, y ahí debí comprender que no habría nada más. Hasta que después de un rato larguísimo, empezamos a despedirnos. Entonces Luz se acercó a Emilia y le dijo bajito: “Disculpen, pero… no tengo nada para ofrecerles”.

Estamos en Buen Jardín, una pequeña comunidad al fondo de la quebrada Callarú, que desde la primera visita nos impresionó por su pobreza. Los perros son el crudo retrato de la miseria y la desolación: cubiertos de sarna, se mueven como esqueletos vivientes o animales-zombis buscando cualquier bocado. Esta última vez había cuatro cachorros debatiéndose entra la vida y la muerte, acercándose inútilmente a las mamas exhaustas de su madre, que tampoco tenía nada que darles. Los vecinos dicen que la vida es dura, “a veces no tenemos ni para nosotros, imagínese para los perros”.

En la época de creciente el río alaga todito el espacio de la comunidad, de modo que la gente tiene que ir en canoa a ver a los vecinos y los niños remando a la escuela. Pero en los meses de vaciante es peor, porque entonces la quebrada se seca completamente y han de caminar horas para salir al Amazonas grande, cargando sus productos para vender o sus enfermos para llevar a la posta más cercana. Y en todo momento el monte comienza apenas cinco metros más atrás de las casas, con lo que no tienen espacio ni para hacer sus necesidades.

Por eso hicimos con la ONG Misión América un proyecto para construir baños en Buen Jardín, y después de conocer al Padre Ángel en las vacaciones, los va a financiar Mensajeros de la Paz. Esa será otra buena historia que contar cuando sea realidad, porque por el momento todo son cálculos y negociaciones con el albañil para que sea posible que todas las casas tengan su sanitario. La otra noche así conversamos, pero antes de eso contamos y escenificamos el cuento de la vaca que cae en un agujero y solo se puede sacar si todos jalan de la cuerda en la misma dirección. La gente se partía de risa.

Camino de Erené pensaba y casi me daba roche que esta gente no tenga ni dónde hacer pichí, mientras nosotros navegamos con nuestro bote nuevo. Bien es verdad que, igual que a ellos los baños, la canoa nos la han regalado entre la Asociación Ardila de Valencia del Ventoso y el Fondo de Solidaridad de mi diócesis de Mérida-Badajoz. Gracias a su generosidad , y aunque la construcción ha demorado un poco, por fin podemos llegar a estos lugares tan alejados, donde la pobreza arrecia, y tenemos la posibilidad de echar una mano.

El “Laudato Si” no es ningún último modelo: es un sencillo bote de madera similar al que todo el mundo usa por estos lares. Tiene unas bonitas dimensiones para que quepamos los misioneros, los aparejos propios de nuestros periplos y un espacio precisamente para hacer pichí o cambiarnos de ropa. Es más alto para evitar que me golpee la cabeza, pero también tiene algunos defectos: entra un poco de agua más de la cuenta (hay que repasarlo de brea) y el plástico del techo es preciso reforzarlo. Con el motor de 15 CV consume un poco más pero es más rápido que el peque peque y hace que las travesías sean menos eternas.

Y sobre todo, es nuestra propia embarcación, que nos permite movernos más libremente en este confín donde Dios nos ha puesto a trabajar. Nosotros nos esforzamos, pero yo sé que hay detrás mucha gente que jala con nosotros y nos ayuda en la distancia a surcar por las dificultades y las lejanías. Si no fuera por ellos la misión no sería posible, de modo que vivimos en todo momento agraciados y agradecidos, conscientes de que todos vamos en el mismo barco.

César L. Caro
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