Recorrido misionero por la quebrada Manatí, en el distrito de Indiana El gran signo es llegar

Manatí
Manatí Mª José Cruz

El viaje incluyó todos los ingredientes: lejanía, lluvia, barro, resbalones, caminar, madrugar, reuniones (sin mascarilla, nadies la lleva), arroz, pies mojados, galletas… Se da también la posibilidad de apoyar a una comunidad con su agua potable, y haremos lo que podamos. Pero una vez más constato que el gran signo es simplemente llegar, ir hasta allí a verlos, eso es lo que a la gente le impacta y lo que me hace feliz a mí, la quintaesencia de mi vocación.

Volver al río por varios días: plan perfecto, aventuras misioneras en perspectiva, que empiezo a disfrutar días antes de partir, como dice el Principito (“Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres”). Esta vez toca la parte alta de Manatí, “Manití” como la llama la gente, la región más remota de nuestra parroquia. De nuevo lejos… por fin.

Ya la paso chévere preparando el equipo, el de siempre: mochila, colchoneta, carpa, linterna, sábanas, zapatillas, sombrero… Cosas que me recuerdan a quienes me las regalaron, mi familia y mis amigos, las personas de las que jamás me separo aunque me adentre en lo profundo de la selva y no haya señal de ningún tipo, ni teléfono ni internet.

Y eso que esta vez casi me quedo en tierra por urgencias vicariales en la oficina de Iquitos, me dieron ganas de llorar cuando comprendí que el viaje peligraba. De hecho me perdí los dos primeros días de travesía. Por eso aún me relamía más cuando esperaba la movilidad que me llevaría desde Indiana hasta Santa Cecilia, en el corazón de la quebrada: “El Chino”. Un bote de carga y pasajeros de unos veinticinco metros y dos pisos donde nos apretamos ochenta personas alrededor de cualquier clase de mercadería: abarrotes, calaminas, cemento, bolsas de pan, fierros, hasta un saco de hielo. Toda una experiencia.

Al día siguiente me llevan desde Santa Cecilia hasta un pueblo llamado 11 de Diciembre, donde hemos acordado que me reuniré con mis compañeros. Es una surcada de cuatro horas en una canoa de tres plazas y sin techo, de modo que, cuando nos agarra el aguacero, la sombrilla se transforma en paraguas y sirve de poco, me empapo casi de pies a cabeza con todo y mochila. Al fin veo nuestro bote, el San Martín, mando encostar y allí están las religiosas y Toño. Me cuentan que un rato antes, al arribar, preguntaron a los niños si “ya ha llegado el gringo”. Les dijeron que sí, que “se ha ido con una tía*” (…). A fecha de hoy seguimos sin saber de quién se trataba…

Hace años que los misioneros no visitan esta zona, hemos colocado avisos en la radio (en algunos casos han resultado) y la gente nos recibe con expectación salpicada de sorpresa. Todo fluye, la acogida es la mejor que pueden ofrecer, nos facilitan la preparación de los alimentos, dormimos en las escuelitas, que a veces tienen luz con panel solar, un tanque de agua o incluso baño (aunque nunca todo a la vez). En varias casas nos invitan a masato, signo inequívoco de simpatía y hospitalidad. Incluso una pareja de una comunidad por donde no hemos programado pasar se acerca a donde estamos para pedirnos que por favor sí vayamos.

Las bromas, el buen humor y las risas van generando con naturalidad un buen ambiente, una linda conexión que se repite en cada lugar. Wilmer nos dice que “cuando era joven pescaba arawanas con lanza”; “¿cuántos años tienes? – le pregunto; “treinta y uno”: carcajada general. En otro sitio comentan que hay varios solteros, y al decirles “yo también soy soltero” se escachurran. Dayana, que tendrá unos dos años, duda en si darme la mano o no; se quiere acercar, me sonríe, me compromete, pero a la vez no se decide... Al final me pregunta con un hilo de voz: “¿vacunas?” Jeje, nooooo (ojalá llegue pronto la vacuna contra el coronavirus, y que sea para todos por igual). Al toque amigos para siempre.

Porque realmente hay críos por todas partes, no deja de impresionarme. Nada más poner pie en tierra nos vemos envueltos en una nube de niños, miradas curiosas cargadas de estupor y terror en los más yuyitos. La vida incontenible es un rasgo amazónico tan característico como el silencio, que recobro durante estos días y que gozo de manera íntima en las tonalidades del cielo al caer la tarde: “Aquí está mi Dios” (Is 25, 9).

De modo que el recorrido incluyó todos los ingredientes: lejanía, lluvia, barro, resbalones, caminar, madrugar, reuniones (sin mascarilla, nadies la lleva), arroz, pies mojados, galletas… Se da también la posibilidad de apoyar a una comunidad con su agua potable, y haremos lo que podamos. Pero una vez más constato que el gran signo es simplemente llegar, ir hasta allí a verlos, eso es lo que a la gente le impacta y lo que me hace feliz a mí, la quintaesencia de mi vocación.

Regresamos a Santa Cecilia para la fiesta patronal con la velada. Pero ese es el siguiente capítulo.

* “Tía” y “tío” en Perú designan a personas adultas, mayorcitos. “Estás tío”, se dice: “estás mayor”.

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