El hombre que me enseñó a conducir

No me ha dado tiempo a despedirme de Don Gregorio; sabía que estaba enfermo y había pensado en pasarme por Cádiz a verle este año, incluso lo había comentado con varias personas, pero no ha podido ser: ha fallecido de repente. De nuevo una parte de mí desaparece, otro trozo de mi historia es fruta madura.

Don Gregorio Calama Barés, salesiano de la cepa misma de Don Bosco; hombre fuerte, recio y religioso, sacerdote hasta la médula. Hombre de una pieza, de carácter salmantino reversible en exquisita amabilidad. Me lo encontré en La Línea de la Concepción, adonde me envió el provincial a mi primera experiencia en un colegio salesiano. Don Gregorio ya tenía experiencia con los cleriguillos maestrillos, y me ayudó enormemente a encajar el batacazo que supone pasar de la vida de estudiante en un "seminario" a la "vida real".

Los profesores, los animadores y la gente del colegio me decía: "es que se comporta como si fuera tu padre". Y era verdad; me protegía, me sugería y me corregía, siempre con un sentido común de sabor salesiano. Recuerdo los "encuentros formativos semanales": me sentaba frente a él en la mesa de su despacho y al principio no lo veía, bajito tras una montaña de papeles; cuando quitaba obstáculos tratábamos los temas y despachábamos asuntos del cole, de la pastoral, nunca me puso pegas, confiaba en mis iniciativas a pesar de ser completamente novato. Mi director como una roca, fiel, ahí, inquebrantable, sin fallar.

Alguna vez yo salía por la noche, y entonces él me esperaba sentado en la sala de la comunidad. Yo sabía que lo hacía no por vigilarme, sino para asegurarse de que estaba bien. Llegaba y lo encontraba dormido con el ABC en las manos; me sentaba a su lado, carraspeaba y fingía ver la tele; entonces él se despertaba, fingía que repasaba el periódico y decía "hasta mañana". Muchas veces este recuerdo me hace sonreir.

Después de comer, a la entrada de los niños a las clases de la tarde, Don Gregorio salía al patio. Y yo con él. Era extraordinario cómo se sabía los nombres de todos, cómo se acercaban a él y con qué simpatía los trataba. Todos los días, como un poste. Su voz retumbaba: "¿Cómo está papá, Javier?"; "hola señorita"... Cómo lo admiraba... Y lo de "señorita", se me ha quedado, se lo digo a las chavalas siempre.

Me saqué el carnet, y Don Gregorio me enseñaba a conducir por el patio de colegio cuando no había nadie (vaya cuadro). Y con aquel mismo Peugeot 309 tuvimos el único accidente de mi vida: nos salimos en una de esas curvas criminales que había entonces en la zona de "La montera del torero". Conducía él, como siempre un poco ligero, empezaba a llover... Dimos varias vueltas de campana pero apenas sufrimos rasguños.

Eso debió ser en junio de 1995. Llegó el verano y la hora de irme, como tantas veces, a África a pasar un par de meses; pero poco después fue Don Gregorio el que se marchó destinado a Togo. Tenía más de 60 años, pero fue capaz de coger sus bártulos y empezar de nuevo, de reinventarse como persona y como cura en aquellas lejanas tierras. Qué bárbaro.

¡Gracias Don Gregorio! Perdona que no haya encontrado la ocasión de darte un abrazo de despedida. Me hiciste mucho bien cuando estuvimos juntos, pero ¿sabes?, me enseñaste sobre todo cuando diste el salto a África. Tu valentía y tu determinación de entonces son tesoro para mí hoy, ¡sé que no es tarde!

César L. Caro
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