El franciscano canadiense Jaime Lalonde, más de 50 años en el Vicariato San José del Amazonas El único cura que celebra misa con gorro en la selva

P. Jaime Lalonde
P. Jaime Lalonde Archivo VASJA

Es el último superviviente de los misioneros de la segunda generación, que eran “todistas”, capaces de reparar motores, armar tabiques de madera machimbrada o pescar paiches con tarrafa. Un personaje peculiar que se ha dejado la vida por estas selvas. 

No es un gorro como el que lleva en la foto, es una gorrita redonda y marrón, a juego con su hábito, porque es franciscano. Y tiene un forro para el sudor que él mismo le ha compuesto, porque a pesar de que por estos rincones amazónicos siempre hace calorcito, él dice que se le enfría la cabeza. Sin dudael p. Jaime Lalonde es un personaje del todo peculiar.

El otro día le pregunté cuántos años lleva de misionero en el Vicariato. Desayunábamos en la casa de Punchana; él había aparecido de improviso, porque desde hace varios meses permanecía en Lima cuidando su salud. Pero apenas vio la oportunidad, ¡zas!, viajó a la selva, que es donde quiere estar a pesar de que sus superiores le han dicho que llegó la hora de descansar. Con una terquedad acuñada desde sus ochenta y pico de años.

Siempre ha ido un poco por libre, según me cuentan. Iba y venía tranquilamente a sus lugares favoritos: Yanashi, el Estrecho y, sobre todo San Pablo. Allí le conocí hace cuatro años, en mi viaje iniciático por toda la geografía vicarial: estructurado, metódico, a su ritmo, sin prisa pero sin pausa; come siempre lo mismo, sopa y arroz, y le gustan el queso en lata y la mermelada. Único superviviente de los misioneros “todistas”, capaces de reparar motores, armar tabiques de madera machimbrada o pescar paiches con tarrafa.

La casa de los franciscanos en San Pablo se habría caído a pedazos si no hubiera sido por los ingenios que el p. Jaime le ha aplicado aquí y allá. Baterías de carro prenden luces led a deshora, un oportuno artilugio da agua al baño… todo está bajo control, simple pero preciso. Un día me he quedado encerrado en el piso de abajo porque la puerta que da acceso a la escalera se ha cerrado en un golpe de viento mientras me duchaba. Estaba seguro de que él lo tendría previsto y busqué la llave por todas partes, pero no hallé nada. Tuve que esperar envuelto en mi toalla viendo un rato la tele hasta que regresó de la misa. “¿Qué ha pasado?” – me miró. Cuando le expliqué, solo esbozó una risa breve y discretamente socarrona (“Je-je”) y me mostró el escondrijo de la llave. “Era evidente”.

Hombre de pocas palabras, pues. “Llegué al Vicariato en 1969”. Diosito: ¡el p. Jaime está acá desde antes de que yo naciese! Mis respetos. Se ha dejado la vida por estas selvas. El otro día me contaron que, cuando estaba en Yanashi (años 80), iba a Pevas cada dos semanas a celebrar la Eucaristía, porque allí por años no tuvieron sacerdote. Seguro que no hizo falta que nadies le nombrase, me lo imagino bajando en su bote una y otra vez, sacándose el ancho por puro celo sacerdotal, porque le salía de dentro.

Llegó un momento, hace un par de años, que se vio que el padre ya necesitaba pasar a un confortable retiro, por su bien y para tranquilidad de todos. A pesar de que se resistió, al final a regañadientes obedeció y se marchó a la capital con vistas a regresar definitivamente al Canadá, su país natal (“Allí hace mucho frío”). Pero a la primera que pudo, se presentó en Iquitos como en un canto del cisne de adiós a su querida Amazonía. En aquel desayuno me entregó un folder con expedientes iniciados de nulidades matrimoniales, “por si usted los pudiera concluir”.

Cuando llegó el día de la partida, probablemente para siempre, le acompañé al aeropuerto. Subimos al motocarro de Shanti los dos solos. Durante el trayecto iba pensando que es curioso: despedimos con grandes fiestas al equipo de gestión COVID después de seis meses de trabajo incesante; decimos adiós en la Asamblea a compañeros que están dos, cuatro, siete años con nosotros; siempre hay homenajes, discursos, brindis y torta. Y al p. Jaime Lalonde no hemos tenido el salero de siquiera agradecerle sus más de 50 años en la misión.

Es el último de los misioneros de la segunda generación. No queda apenas nadie de su época, de sus años jóvenes, los de ahora somos un personal fugaz, estamos corto tiempo, no ponderamos la dimensión de su entrega, no tenemos memoria. Me dio ternura verlo avanzar hacia la puerta de embarque, solo y encorvado con su maleta. Traté de visualizarme a mí mismo dentro de treinta años, pero se me colapsaron los circuitos de la imaginación. Ojalá estas palabras pudieran servir de reconocimiento al p. Jaime Lalonde, pero sé que él merece mucho más. Hasta siempre.

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