El p. Carlos Castillo, nuevo Arzobispo de Lima "Uno de nosotros"

El Papa quiere una Iglesia distinta; más amable e implicada con la realidad de la gente, menos ensimismada, más preocupada por los más pobres, más ecológica, más laical. Y nombra a obispos en consecuencia.

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A estas horas de la mañana del sábado 2 de marzo, mientras esto escribo, se desarrolla la ceremonia de consagración del nuevo arzobispo de Lima, el padre Carlos Castillo. Anoche estuve corrigiendo parte de la entrevista que me concedió hace hoy dos semanas. Aquella conversación en su casa (que RD publicará los próximos días) me sirvió para comprender el porqué de su nombramiento y calibrar la dimensión de este personaje que abre hoy una nueva era en la Iglesia peruana.

Nos habíamos encontrado antes, en la Eucaristía de clausura del encuentro nacional del Instituto Bartolomé de las Casas; yo estaba en ese mismo lugar, el Colegio de Jesús, haciendo ejercicios, y me acerqué porque deseaba conocer al obispo electo. Había en el ambiente una gran expectación. Salieron a concelebrar el padre Carlos y dos viejitos: a un costado, Jorge Álvarez Calderón, luchador durante años en las bases eclesiales, en la acción católica, en los movimientos sociales, en la formación del clero, en la universidad, incombustible en la militancia por una Iglesia abierta y pegada a la realidad; a otro costado, Gustavo Gutiérrez, fundador de la teología de la liberación y figura clave en la Iglesia latinoamericana del siglo XX y lo que va del XXI.

Conviene precisar que el p. Carlos ha participado muchísimas veces en este y en otros encuentros y actividades similares durante años, en sintonía con los valores que por allí circulan. Muchos de los asistentes laicos, religios@s y sacerdotes presentes lo reconocen como compañero de visión teológica y pastoral. De hecho comenzó diciendo algo tan claro como hermoso: “Uno de nosotros ha sido elegido para este servicio de guiar la diócesis de Lima”. Pero fue mayor el simbolismo de los gestos, sin necesidad de muchos pies de foto.

En el Evangelio, en lugar de dar él la bendición al lector, pidió a Gustavo y a Jorge Álvarez que se le dieran a él. Después, en la homilía, habló de un Israel dominado por los sacerdotes (que habían liquidado al rey y expulsado a los profetas) a lo largo de los seis siglos anteriores a Jesús, y cómo el Nazareno procede del resto fiel al Señor, paciente y esperanzado a pesar de todo. “Durante casi veinte años de silencio hemos echado raíces, hemos profundizado y meditado, ha sido como un retiro”.

Llegó el Cordero de Dios, Eduardo Salas lo entonó en forma de marinera, y el p. Carlos comenzó a acompañar el “recutecu” con palmas; muy lejos de la formalidad y “dignidad” litúrgicas que se estilan en Lima. Más tarde, a la hora de la despedida, al más puro estilo del Papa Francisco, nos pidió a todos que le bendijéramos a él. E inmediatamente los saludos y las fotos; el presbiterio se convirtió en un improvisado photocall donde todos se acercaban al arzobispo electo, que abrazaba sin pudor y se dejaba inmortalizar con gusto y la sonrisa en alto. Hubo que esperar un rato hasta que pudieron presentármelo.

Un momento antes, Gustavo Gutiérrez, con voz temblorosa y visiblemente emocionado, había agradecido a Dios que le haya permitido “vivir para ver esto”. Seguro que se encuentra en estos momentos en la catedral de Lima, acompañando a su alumno, compañero y ahora obispo. A pesar de haber tenido la suerte de  asistir a parte de este proceso de cerca, a día de hoy no salgo de mi asombro. El Papa quiere una Iglesia distinta; más amable e implicada con la realidad de la gente, menos ensimismada, más preocupada por los más pobres, más ecológica, más laical. Y nombra a obispos en consecuencia, incluso si hace falta “voltear la tortilla” con tanta claridad, sin disimulos ni componendas ni cuotas.

“En esta hora crucial en que la Iglesia  parece hundirse como el Titanic, no cabe continuar tocando la misma música”, me dijo el padre Carlos. Así es. Francisco quiere música nueva, la melodía de Jesús y la del pueblo, el “recutecu”. Y para interpretarla, uno de nosotros. Y en ese “nosotros” me incluyó a mí. De modo que desde entonces vivo tan conmovido como orgulloso.

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