En Santa Cecilia, corazón de la quebrada Manatí, participamos en el rito central de la fiesta popular La velada

Velada en Santa Cecilia
Velada en Santa Cecilia Mª José Cruz

El acto ritual tradicional por excelencia en la región es la velada, especie de danza religiosa ante la imagen de un santo, que dura toda la noche hasta el amanecer. La danza es una oración, el baile es una actividad secular. Es algo espiritual, las personas se persignan antes de empezar a menearse, y lo mismo al final de cada pieza musical.

Estamos en Santa Cecilia, corazón de la quebrada Manatí, que conmemora su 99 aniversario y a la vez su fiesta patronal. De manera similar a como se hace en la sierra y en muchos lugares del Perú, la víspera da inicio a las actividades centrales del programa, y entre ellas las celebraciones religiosas. Es 21 de noviembre y los vecinos llevan varios días preparando masato en cantidad.

La cosa arranca con la compostura de la capilla. En la tarde se ubica el santo, en este caso Santa Cecilia, que es un cuadro de la patrona de la música tocando el piano, en una especie de templete que se adorna con guirnaldas, espumillón, flores, luces de Navidad (con las tradicionales y desesperantes chicharras) y por supuesto velas. Colocan también la única imagen que tienen, un híbrido entre la Inmaculada y la Virgen del Rosario.

Mientras los decoradores dan los últimos toques, las cocineras ya están en la trastienda acomodando sus grandes ollas, porque un elemento clave en esta fiesta, como en todas, es la comida. De hecho, “a los danzantes se les darán las mejores presas”, van pregonando los organizadores como eslogan o publi para animar a la participación.

Y sí, funciona; en estos lugares donde hay tantas iglesias y sectas sabemos que nunca encontraremos multitudes, pero se reúne un apreciable grupo de personas para la misa. Es “nuestra gente” más los invitados que viajaron para la ocasión, y por supuesto un montón de niños. Me siento muy a gusto y nos divertimos mientras comentamos el texto de las ovejas y las cabras, los de la derecha tienen que hacer “beeeee” y los de la izquierda “muuuuuuh”. Jaja.

Todo el rato estoy viendo, al fondo, cómo va llegando más público que se queda fuera de la capilla, un clásico universal también. Cuando acaba la misa, se retira el altar y las bancas se disponen contra las paredes dejando un gran espacio central para danzar. Me acerco al santo, prendo las velas y da comienzo el evento.

El p. Regan dice que “El acto ritual tradicional por excelencia en la región es la velada, especie de danza religiosa ante la imagen de un santo, que dura toda la noche hasta el amanecer. La danza es una oración, el baile es una actividad secular”*. Es algo espiritual, las personas se persignan antes de empezar a menearse, y lo mismo al final de cada pieza musical.

Tres pasos adelante y tres atrás con el pañuelo entre las manos (que nunca sé qué hacer con ellas), tal vez hasta yo sea capaz de eso, de modo que me animo y salgo; como veo que Daniela, la aspirante a Misionera de la Misericordia, es una experta, me pongo a su lado y la imito. Al principio el personal se muestra tímido, pero al rato se van lanzando y en torno a las 11 de la noche se ven filas de danzantes sincronizados al ritmo de las melodías ancestrales, interpretadas por los maestros contratados para la ocasión.

Son músicas largas y repetitivas: el Galllinacito, el Solterito… al compás del tambor, caja, maracas y quena (falta el violín). Se van intercalando con vasos de chicha, y más tarde café con pan, hasta que llegue el caldo de pollo resucitador de muertos ya en la madrugada. Le presto mi pañuelo a alguien y he de utilizar el purificador de la misa 😬. Hay un danzante que se empeña en sacar a las hermanas, y eso me hace mucha risa, todas mueven el esqueleto. Los niños me invitan a chicle y me llenan los brazos de calcomanías que me regresan a tiempos de la infancia.

Volando van pasando las horas. Se crea un  clima muy bonito. La orquesta hace un intermedio y es sustituida al toque por equipo con parlantes. Como es natural, se va uno cansando. “¿Cuánto dura esta canción, quince minutos?” – le pregunto a Dani. “¡Media hora!” – me contesta. Diosito. Miro por el rabillo del ojo que ya están sirviendo la sopa, pero no puedo ir a mi sitio porque la tonada no termina, dale que te dale. Entonces hay una pequeña pausa en la música y le digo a Dani: “¡Ahora!”, y me voy flechado a sentarme para recibir mi plato, escuchando las carcajadas de la concurrencia. Luego me preguntarán si quiero repetir; “pero poquito”, le digo a la seño, y me trae un plato más lleno con y con una presa más grande.

Al final, a la 1.30 de la noche, quedamos cuatro danzantes que pedimos la última, pero llegan los habituales borrachos y me voy a dormir. Tenemos que levantarnos a las 4:30 para regresar a casa, y veo que las religiosas se han acostado en el piso sobre las carpas sin desplegar. Me sonrío y hago lo mismo, no hay zancudos. Aunque, después de lo que he disfrutado, todo me da igual. ¡Viva Santa Cecilia!

* Regan, J., “Hacia la Tierra Sin Mal. La religión del pueblo en la Amazonía”, CAAAP-CETA Lima 20113, p. 259.

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