No tenemos una única versión de una única historia Contar la Historia
La iglesia siempre será lo que has vivido tú
Ha sido una temporada para quienes se preguntan ¿Por qué creo en lo que creo?
Y en 3 ciclos el intento fue contar la historia que está detrás de los relatos bíblicos, la historia de Jesús de Nazaret, y la historia de nuestra comunidad de creyentes. Dejo los enlaces de las 3 playlist para quienes quieran pasar por allí y escuchar los episodios. Benditos los oídos que escuchan y las manos que comparten.
Una historia del pueblo de dios
Intentar contar algo de la historia que nos hace ser cristianos es a la vez una tarea y un atrevimiento. Es una tarea porque esta fe está hecha de memoria, de recuerdos, que ganan significado cada vez que se cuentan de nuevo. Y si esta memoria nos recuerda quiénes somos y quién es ese al que llamamos dios y padre, entonces la tarea ha sido bien hecha.
Es un atrevimiento porque no tenemos una única versión de una única historia. Sino el eco de cientos de voces de mujeres y hombres que han confiado en ese dios, lo han vivido, y lo han contado a su manera. Y contar lo que ese eco significa para mí - aunque no solo para mí - supone aclarar y reconocer que también tiene otros significados para otras personas. No intento entonces decir cómo fue, sino cómo se ve desde aquí. Esta no es la historia. Esta es una de las versiones de la historia .
Pues, contémosla entonces:
Una historia del pueblo de dios
Una historia de Jesús
Al inicio todo lo que pensaba sobre Jesús estaba definido por el entorno de mi fe de mi religión. Ahora sucede lo contrario. Lo que creo, lo que celebro, lo que comparto, está definido por lo que he conocido de él. ¿Por que la diferencia? verás, Jesús de Nazaret es mucho más, pero sobre todo muy distinto, de lo que se habla sobre él en las iglesias, en los púlpitos y en las estampitas. Eso lo supe desde la primera vez que intenté acercarme a lo que conocemos sobre él, sobre su vida, sus palabras, sus acciones, sobre la razón por la que se hizo tan indispensable para sus amigos, amigas y quiénes le creyeron.
Lo primero que encuentras cuando buscas a Jesús en su propia historia y su propia voz, es que se precisa quitar capas y capas de ese discurso religioso que ha inundado la fe y la cultura, y que nos hace imaginar a Jesús, pensarlo, hablar con él y de él sin conocerle, sin reconocerle. Pero Jesús no es una divinidad sobre la que se encuentran leyendas o relatos fuera de lo humano, sino alguien a quien podemos rastrear en este mundo, en esta historia y en coordenadas bien específicas.
Alguien que no tuvo mayor relevancia histórica ni protagonismo social durante su corta e interrumpida existencia, pero que removió de tal manera el suelo de quienes le conocieron, que provocó un movimiento que alteró por completo - a la vuelta de un par de siglos - la vida de uno de los imperios más grandes que ha conocido la humanidad. Y no fue solo su vida, particularmente su muerte fue tan escandalosa como significativa. Como si el intento por desaparecerle hubiera causado que jamás dejara de estar con quienes le quieren, le queremos.
Ese Jesús, maestro galileo de la época del emperador Tiberio, ejecutado como transgresor y rebelde, ha sido para millones de personas de los últimos 20 siglos el Cristo, El Salvador, y el Hijo de dios. Aunque no es claro que esos millones de personas hayan estado de acuerdo en qué significan esas palabras, y tampoco es claro si sus creyentes de hoy conocemos al menos lo que intentaban decir - con esas expresiones - quienes la usaron para hablar sobre Jesús en los escritos que nos contaron su historia y la de sus amigos y amigas.
¿Es posible definirlo definitivamente y con irrefutable certeza? No sin falsear poco o mucho su existencia, que jamás tuvo pretensiones dogmáticas ni doctrinales. Podemos, eso sí, buscarle y encontrar, y seguir buscando, y podemos dejarle nuestro suelo para que también lo remueva; así eso provoque que se caigan tantas capas y capas de discurso religioso. Estos son, después de un par de décadas de búsqueda, unos cuantos hallazgos.
Vamos a contarlos:
Una historia de esta iglesia
Repetir una y otra vez que ser iglesia no es cumplir con ritos o con rezos seguirá siendo necesario mientras para tantas personas en el mundo - y en el catolicismo - la iglesia sea sinónimo de esta institución vertical y prepotente, masculina y pretenciosa, que se reúne en torno a joyas y ropajes, a eminencias y excelencias, para tantas y tantas veces decir cosas insípidas que Jesús jamás diría y por las que nunca le habrían puesto precio a su cabeza. ¿Quién se preocupa seriamente por lo que diga un monseñor sobre cualquier cosa? Nadie.
Pero no siempre fue así. Porque ser iglesia ha sido algo muy distinto a matricularse en una religión. Ha sido jugarse la vida por una amistad. Ha sido perderlo todo para hacerse a unos hermanos. Ha sido gritar: “hay más” ante todos los relatos que dijeron - conformes - que esto era todo lo que había: esta distancia entre los seres humanos, esta crueldad de quienes les oprimen, esta resignación a que los sueños sean compras. Ser iglesia ha sido andar por la vida intentando ser inmune a esa mentira. De las barcas junto al lago en la insignificante Galilea a las mujeres que en la querida Amazonía hacen presente a Cristo sin quedarse esperando al cura. De las hogueras y las cuevas del cruel Imperio y sus césares, a las periferias y los hospitales de campaña de la globalización y la posmodernidad.
La iglesia siempre será lo que has vivido tú. Cada vez que en tu pecho ha sido encendido el fuego, cada vez que en tu tiempo hubo un espacio para hacerte prójimo, cada vez que entraste a tu cuarto, cerraste la puerta, y encontraste a dios en lo secreto. Somos el fuego, somos el cuerpo, somos la iglesia, y es nuestra la historia.
¿La contamos?