El otro Gabriel de la Navidad

No son mías. Ni estas ovejas que cuento para poder dormir, ni esas estrellas que cuento para poder soñar. A mí no me tocó la parte de la vida en la que uno tiene, sino esa otra en la que uno cuida lo que tienen otros. Por aquí la única alegría es mantenerse rodeado de animales – que siempre se sabe cómo son – porque cuando hay que ir al pueblo a rodearse de personas, ni me miran, ni me escuchan, y éstas manos hace rato no saben lo que es un saludo porque a nosotros la impureza no nos la quitan ni bañándonos siete veces en el Jordán. Ese era su libreto, su consigna, que repetía una y otra vez para intentar justificar su insatisfacción, su sequedad. Pastor como su padre, como el padre de su padre y como todos esos ancestros de los que no sabremos nunca el nombre y que pasaron su vida entre ovejas y cabritos, Gabriel no era lo que podríamos llamar un hombre amargado, era más bien un hombre incompleto. O más precisamente, un hombre con una profunda sensación de incompletitud, una que ni Kurt Gödel podría comprender. Pero sonreía. Hasta las más pequeñas cosas le hacían brillar los dientes. Y si bien sabía que aquello no era del todo una perfecta alegría, esa era su segunda manera de enfrentar la vida que le había tocado. Así, entre sonreír y repetir su libreto se le iban los días y las noches, llevando animales de un lado al otro, y poniendo en la mesa el pan de cada día, para que Benjamín y Bernabé, sus hijos, a los que nombró casi que en orden alfabético y sin muchas horas de reflexión, puedan crecer y ser más fuertes que él, lo que en su mente significa: que se conformen menos. Nohemí, su mujer, nunca ha sido persona de quejarse, ni de fantasear. Ella es lo que siglos después vendrían a llamar una “oveja negra”, fuerte, certera, una digna hija de la tribu de Aser, que no tuvo ningún interés en el plan que el destino le tenía, y decidió que no hay mejor lugar para una oveja como ella que hacer la vida junto a un pastor.

Lo normal es que los seres humanos asistan sin saberlo a los episodios que les cambian la vida para siempre. Tal parece que las citas que cumplimos con la vida pocas veces están en nuestra agenda. Gabriel ha salido en ésta tarde con cuarenta y dos animales y un hijo en busca de pastos y encontrará algo infinitamente mejor. ¿Qué habría sido de su vida si aquel cabrito manchado de negro y marrón no hubiera salido corriendo detrás de la sombra aleatoria de algún coleóptero? ¿Dónde habrían ido a parar sus manos de no haber corrido él también, para no regresar con 41 animales y un hijo más cabizbajo que el escarabajo detonante del punto de quiebre que se viene? Pues justo al correr y alcanzar al cabrito en el camino que se aleja a la derecha, se topó de frente con dos que, rendidos de caminar, se encontraban reposando allí en la mitad de la nada cargados de cosas como un par de peregrinos. Momento, no son un par, son tres, porque ella carga un niño o una niña, todavía no sabemos, que si no ha nacido todavía es simplemente porque dios no lo ha querido pues aquella barriga ya no puede crecer un milímetro más.

Han pasado dos noches y los peregrinos no han salido del establo que Gabriel adaptó para su descanso. Nohemí, preocupada, ha hecho todo lo posible porque la mujer se sienta cómoda en medio de los ruidos y los olores propios de los animales. Gabriel ha hecho lo propio con el hombre, le ha mostrado los caminos, le ha conseguido comida, le ha juntado con otros pastores que viven por allí, y entre todos le han tendido la mano que a ellos no les tienden nunca, pues si algo saben los que cuidan animales es que los humanos necesitan ser mucho más cuidados aún. Benjamín y Bernabé, Bernabé y Benjamín, quien sea el primero depende del ánimo con que se encuentren, han estado reemplazando a su padre mientras que él se encarga del forastero, a quien a éste punto ya todos han convencido de que jamás alcanzará a llegar a Hebrón y que al primogénito que le viene le habrá correspondido nacer en las periferias de la ciudad de David. Hace mucho que no se sentía tan útil. Sí, hablamos de Gabriel, que sin ser el más expresivo sabe decir lo que hay que decir, y sabe llegar a dónde hay que llegar y en el momento preciso en el que hay que hacerlo. Él sabe que, como un día dirá el poeta: “el que ha pasado frío presta la ruana”, y prestar la suya le ha hecho sentir que por fin hizo algo que será recordado. No está equivocado.

Quien dijo que después de la tempestad llega la calma nunca dijo cuánto tiempo después. Aquel atardecer, al iniciar el día 7 desde que se encontraron Gabriel y el hombre, Nohemí y la mujer, la tormenta de llanto y gritos pareció arreciar sin querer terminar. El ruido del dolor asustaba a los animales, que a su vez hacían ruidos que asustaban a la mujer. Que si viene de cabeza o si viene de pies no lo sabe nadie, pues las últimas gotas de aceite de las lámparas se acabaron recién empezaba la noche y Nohemí, que ha atendido más de un parto y no solo de personas, sabe que en la oscuridad aquello es imposible, por lo que decidió que el nacimiento ocurra en la puerta del establo aprovechando que aquella es una clara noche de luna llena en la que, si bien las estrellas habían demorado un poco en salir, al hacerlo estaban estrenando un brillo nuevo. Cuando la primera gota de maternidad sangrante cayó en la tierra Gabriel supo que si esto salía bien era porque los milagros habían regresado a las casas de los pobres y que razón tenían los que decían que el dios invisible no se olvidaba de sus hijos más pequeños. Así fue. Con el amanecer vino el sueño y con el sueño la calma. Duerme el niño, duerme su madre. Duerme el hombre y a ningún animal se le ha visto asomarse a reclamar comida. El Pastor y sus dos hijos sueñan juntos un sueño de prados más verdes y aguas más claras. Solo Nohemí está despierta. Recogiendo, limpiando, arreglando, lo mismo que hace dios. Cociendo unos cuantos panes y preparando lo que han de tomar todos cuando despierten.

Las siguientes tardes el hombre, la mujer, y el niño recibieron visitas de todos los que antes del parto les habían enviado esto para comer o aquello para beber. Los forasteros habían despertado en los presentes aquella vieja conciencia de que el amor es esa acogida que nos hace sentir que no tenemos que ser nada más que lo que somos, y que a dios se le adora haciendo que lo mío sea lo nuestro. Gabriel ha olvidado su libreto y ha decidido ir al pueblo a llenar de vino el viejo pellejo que heredó de su padre, y por el camino ha invitado a todo el que ha podido para que regrese con él y juntos canten, celebren y le deseen al niño que todo cuanto siembre dé fruto y que el sol se asome en todo lugar al que se dirijan sus pasos. Aquellas bendiciones se cantaban a los hijos desde los días en los que Israel era apenas una pequeña semilla sembrada en una tierra prometida y eran consideradas el más preciado regalo. Sin duda eran mejores showers.

Era todo lo que había pasado, pero era un poco más. Fueron los días de buscar ayuda y las noches de conversar con el hombre las que le habían ido recordando a Gabriel, el pastor, que aún estaba a tiempo de no conformarse, que ninguna promesa es vieja, que las estrellas también podían ser suyas. Era también el niño, al que no se había atrevido a tocar, porque en el fondo, por más que se quejara de la forma como era mirado por la gente del pueblo, él también se miraba así. Él también pensaba que su porción de alegría debía ser pequeña. Pero fue la mujer la que lo tomó de la mano y lo acercó, y le extendió al niño para que lo alzara, y estando allí, sosteniendo bajo el infinito del cielo al hijo, cuando Gabriel supo que podía despedir su melancolía. Nohemí lo abraza y le susurra al oído aquella vieja canción que cantaban juntos cuando eran ellos los forasteros y era su propio hijo al que cargaban. Canta Gabriel, cantan Nohemí y la mujer, canta el hombre abrazado a otros pastores:


Oh noche infinita, de inmensa alegría
dios vino al mundo, pa traernos la paz
Oh noche preciosa, dios se ha hecho niño
Y viene a abrigarnos la soledad.


Fue Bernabé quien nos contó cada detalle, una noche en Chipre, cuándo Saulo y Marco habían estado persiguiendo escarabajos en el puerto. Yo había oído la canción y la había cantado, pero no conocía la historia, no había oído de Gabriel, ni de Nohemí o Benjamín. Y si hoy te la cuento, querido Teo, es para que recuerdes que desde aquellos días anda dios de camino hacia nosotros y que viene a curarnos la soledad.
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