Tengan ánimo, que yo he vencido al mundo. Hasta el Extremo

Allí, sobre el madero, vemos lo que realmente es ser humanos.

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Mirar la cruz. Mirar al hombre de la cruz. Mirar para detenerse en lo que sucede allí: un predicador condenado a muerte, líder de un pequeño grupo de misioneros itinerantes, dedicados a contar buenas noticias a los sencillos, a curar a los enfermos y a abrir posibilidades a aquellos que creían que no tenían ya ninguna. Dedicados a anunciar la llegada inminente del reinado de dios. Roma no quería dos reinados.

Un profeta acusado de blasfemia, maestro de algunas multitudes que le escuchaban su nueva y atrevida interpretación de la ley, una en la que perdían el valor las purificaciones, los ritos, las normas sobre esto y aquello que resultaban imposibles de cumplir para la gente común. Uno que enseñaba como nadie lo había hecho antes. La religión Judía no quería dos enseñanzas.

Un Hombre. Hijo de una familia sencilla de un pueblo invisible, que no lograba comprender del todo sus opciones. Amigo de un puñado de valientes que se arriesgaron a ir con él, para responder a los dolores y angustias de los pobres y marginados, y que paso a paso y día a día, iban viendo como era posible cambiar el mundo, una vida a la vez. Yahveh, el dios de israel, miraba con agrado a ese hombre, porque en él se dejaba ver de modo transparente eso que había pensado al crearnos.

Delante de Pilato, el representante del Imperio ante la región de Judá, cuya capital era la ciudad de Jerusalén, en la que se encontraba el Templo - único lugar de la presencia de dios para los judíos - Jesús espera su sentencia. No había llegado a la ciudad con un complot para tomarse el poder, no le interesaba el poder. No había llegado tampoco para rebelarse violentamente contra el Templo, no creía en la violencia, al contrario, creía que todos podemos resistirla, no devolver el golpe, pedir por nuestros enemigos. Pero fue acusado y juzgado, con falsos testigos y su propio silencio se tejió su condena. Juan, sin embargo, en su evangelio propone una declaración que tiene que ver con él, pero sobre todo tiene que ver con todos nosotros: Pilato lo exhibe y grita ante la multitud que pide su muerte: Éste es el Hombre (Jn 19,5)

Mirar la cruz y ver que allí está el contundente y poderoso mensaje de aquella vida cargada de paz y fecunda de esperanza: Ser humano es ser así... cómo el hombre de la cruz.

Al iniciar el relato de la pasión, Juan ha querido dar un marco de comprensión de todo lo que va a suceder. "Después de haber amado a los suyos del mundo, los amó hasta el extremo" (Jn13,1). La narración a continuación es una sola gran escena, un plano secuencia desde que lava los pies de sus amigos hasta que su cuerpo es depositado en el sepulcro. Todo aquello hace parte de una única determinación: Amar a los suyos hasta el extremo. Desde el comienzo del cristianismo, esas primeras generaciones de discípulos leyeron la pasión de Jesús como un acto de amor extremo, como una consolidación de todas sus palabras y sus gestos, como una identificación plena con aquellos a quienes había dirigido su mensaje. Tendría que haber hecho concesiones de última hora hacia todo aquello que había denunciado en su enseñanza y en sus gestos. Pero no lo hizo. Ni siquiera para salvar su vida de un destino injusto. Nunca traicionó a quienes había tenido como prioridad.

Quien quiera ser auténticamente humano, quien quiera darle a su vida el valor que realmente tiene, que mire al hombre de la cruz que nos enseña de manera escandalosa y contundente que no basta con amar, hay que amar hasta el extremo.

En aquella escena de la pasión en Juan, Jesús habla a sus amigos con el corazón abierto, se dirige a ellos como quien sabe que no tiene mucho tiempo para decir todo lo que hace falta, y por eso el discurso de despedida está lleno de palabras contundentes y de frases que han animado la fe de los cristianos por siglos. El discurso termina con una inmensa fuerza: "Les he dicho esto para que gracias a mí tengan paz. En el mundo pasarán aflicción; pero tengan ánimo, que yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Es la contradicción, el misterio, la profundidad casi que incomprensible, es una lógica contraria a la ordinaria. Aquel fracaso es una victoria. Aquella despedida es la única forma de permanecer. Aquella injusticia es la grieta por la que van a derribarse todas las injusticias. Allí en donde el mundo parece vencer, es precisamente en donde el mundo ha sido vencido. Intentos pueden hacerse y muchos, con todas las erudiciones filosóficas y teológicas posibles para explicar ese misterio, pero la verdad es que, como las cosas realmente importantes de la vida, y precisamente por ser la realidad más importante de la vida, no puede ser comprendido sino desde la experiencia, desde la piel y la historia, no solo con la razón, pero tampoco sin ella. Tenemos motivos para creer, para apostar por el amor hasta el extremo, para elegir ponernos de últimos, para renunciar al poder y a la violencia, para dedicar la vida al dolor de los hermanos, porque él ha demostrado la inutilidad de la ambición, la esterilidad de la codicia, la caducidad del egoísmo, tenemos motivos para vivir como él, porque justo así él venció al mundo. 

Quien quiera ser auténticamente humano, quien quiera renunciar a morir en un mundo igual o peor al que le recibió al nacer, que mire al hombre de la cruz que traza con su mirada, sus palabras y sus pasos, el camino para vencer todo aquello que intenta reducir la vida y minimizar la dignidad de los hombres y las mujeres, haciéndoles vivir con vergüenza de ser quienes son.

Al cierre de su relato, justo en la cruz, Juan dirige nuestra atención a la voz de ese Jesús torturado y agonizante, que ante su final irreversible parece que pudiera mirar toda su vida, toda la historia, la creación entera y pronunciar "Queda terminado"* (Jn 19, 30). Es mucho más que el cierre de una muy breve misión como maestro, como el que cura, como el que ha podido liberar a tantos oprimidos. Es mucho más que el cumplimiento de algunas profecías sobre un ungido para liberar y restaurar a Israel. Es mucho más que el lugar hacia el que apuntaba la historia de Abraham y sus estrellas, de Moisés y su vara, de David y sus piedras, de Jeremías y su vasija, de Daniel y sus leones. Es el punto al que aspira toda la creación, pues en Jesús crucificado la palabra creadora se hace carne salvífica, y todo aquello que haya podido estropearse en el camino ahora puede ser rescatado y hecho de nuevo. En su corta vida Jesús de Nazaret terminó la obra de dios. En cada hombre y en cada mujer que sufre, que carece de esperanza, que pide a gritos una buena noticia que le inspire la fuerza para resistir y vencer, hay un trozo de obra de dios que espera ser completada, y quien diga llamarse cristiano no tiene otra vocación que ser aquel con quien dios puede terminar lo empezado.

Quien quiera ser auténticamente humano, quien entienda que serlo no es someterse ni rebelarse contra una divinidad autoritaria o solemne, sino sumarse a un padre auténticamente bueno, en su plan de rescatarlo todo y repararlo todo, que mire al hombre de la cruz que no dejó en su vida nada pendiente, que no se permitió quedar con cosas por hacer, que no desperdició un milímetro de existencia, ni una porción de aliento.

Mirar la cruz. Mirar al hombre de la cruz. Mirar para despojarlo de leyendas, para develar su autenticidad, para interrumpir las repeticiones sobre su muerte y entrar definitivamente en la simple inmensidad de su misterio; para que su amor extremo, su victoria sobre el mundo, su vida que todo lo completa, nos haga a todos los que queremos ser inspirados por él, ser también aquello que dios pensó al crearnos.

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*Uso aquí la traducción de L. A. Schökel y J. Mateos en la Nueva Biblia Española, que a mi parecer es la que mejor refleja la fuerza de la redacción de Juan. Los demás textos vienen de la versión de la Biblia del Peregrino, también de L. A. Schökel.

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