Murió por ti, no en tu lugar

La crucifixión era un linchamiento público denigrante y vergonzoso. Una forma de pena de muerte humillante y bochornosa (claro que todas las penas de muerte son indignas e inhumanas), y si es difícil para los familiares y amigos reponerse de una muerte, más lo es reponerse de una muerte violenta, y más aún, de una muerte violenta pública y escandalósamente degradante.
Hemos contado esta historia demasiado rápido, demasiado cinematográfica, demasiado cronológica, hemos pensado y hecho pensar que no importa mucho lo del viernes porque el domingo por la mañana ya todo se olvidó y podemos hacer fiesta, y no. La Pascua no es una celebración emocional, de gritos el domingo de ramos, lágrimas el viernes santo y euforia en la vigilia pascual. Pero contamos esta historia con tanta rapidez, con tanto drama y tan poca mística, celebramos con tanta atención en los detalles externos, que por momentos no nos damos cuenta de lo que nos estaban gritando los que estuvieron tan cerquita de los acontecimientos a través de los escritos del Nuevo Testamento.

Para los amigos y seguidores de Jesús la cosa no fue tan fácil. Los relatos sobre los hechos posteriores a la sepultura del Señor están escritos con numerosos detalles teológicos y con una carga simbólica muy fuerte, no olvidemos que se trataba de expresar algo profundamente complejo de expresar: la vida plena, eterna y resucitada del Maestro, al que habían asesinado de manera tan brutal. Los Evangelios nos insinúan que estaban tristes, llorando, incrédulos (Mc 16, 10-11), que huyeron de nuevo a Galilea (Mt 28, 16 y Jn 21, 1-3), que no creían, que discutían entre ellos, que estaban decepcionados, que no sabían qué creer (Lc 24, 11.15.21.37), que estaban escondidos por temor, y que pedían pruebas (Jn 20, 19.25). Todos estos datos nos dejan ver que el período posterior a la crucifixión fue un período muy difícil, lleno de rabia, de dudas, de miedo. Un período de decepción profunda -lo habían dejado todo por un proyecto que había sido aplastado por el Sanedrín y el Imperio- un período marcado por el temor de que la persecución siguiera hacia ellos, y un período de no poder comprender cómo fue posible que Jesús muriera como un bandido humillado.

Hoy se escucha en muchos lugares que lo de la Cruz fue un intercambio, una especie de transacción sobrenatural de sangre a cambio de un borrón y cuenta nueva. Se les dice a las personas que Jesús tomó su lugar en la cruz, porque los que merecían morir allí clavados eran ellos -nosotros- y se usa toda clase de figuras para decir que cada pecado es de nuevo un clavo que atraviesa la piel de Jesús y que camino al calvario él iba succionando los errores de todos nosotros para destruirlos en el Gólgota. Con lo que se afirma de manera implícita o a veces explícita, que por medio de la sangre de Jesús se aplacaba la ira divina por nuestras culpas. En resumen, que Dios cobraba las deudas en sangre y que Jesús se hizo matar para que fuera su sangre y no la nuestra la que pagara el precio que Dios necesitaba dejar en ceros. Una lectura imposible de la cruz si tenemos en cuenta que el mensaje de Jesús y su interpretación de la revelación que le precedía (la ley y los profetas) apuntaba más a los rasgos de dios de misericordia, fidelidad, alianza y amor maternal que se habían trazado en esos escritos, pero además, iba un paso más allá, porque anulaba la eficacia de los sacrificios, de los cumplimientos normativos y de los rituales con los que el judaísmo de su época intentaba mantener a gusto a ese dios cuya imagen Jesús rechazó, transformó y quiso rehacer de nuevo.

Es raro porque esa interpretación del intercambio está muy cercana a lo que implicaba la figura del chivo expiatorio en Israel. El macho cabrío sobre el que se cargaban las culpas de los israelitas, ya fuera para expulsarlo hacia el desierto o para quemarlo en un holocausto (Lev 16, 1ss) durante la fiesta del gran perdón. No hay datos que nos permitan pensar que los primeros cristianos usaron esta figura para referirse a la muerte de Jesús en la cruz, y fueron muchas las figuras que usaron para intentar entender desde la escritura, esa experiencia sublime que estaban viviendo: que aquel hombre crucificado era la revelación definitiva del dios de Israel, su ungido por el que tanto había esperado el pueblo, la palabra definitiva desde la que se debían entender y pronunciar todas las demás palabras.

Prácticamente todos los títulos que se le dan a Jesús en el Nuevo Testamento surgen de las muchas formas en las que los discípulos y las primeras comunidades entendieron e interpretaron el escandaloso final de Jesús de Nazareth. Aquella experiencia sublime y trascendental de su Resurrección, imposible de narrar como acontecimiento, sino únicamente como experiencia, fue mediada por la comprensión de las escrituras (Lc 24, 27.32.44-45) y fueron las escrituras las que, ahora leídas y escudriñadas con esa experiencia de fondo, permitieron que aquella humillación denigrante de la Cruz se convirtiera en su mensaje sobre la salvación definitiva del mundo. El Salmo 22, los cánticos del siervo de Isaías, la Piedra Angular desechada por los arquitectos, el Cordero Pascual, la Visión del Hijo del Hombre, El Mesías esperado, fueron las figuras que les permitieron entender que en Jesús, en su vida, en su palabra, en su fracaso, siendo traicionado por los suyos y asesinado como un delincuente, estaba dios venciendo para siempre en la historia, sobre todas y cada una de las opresiones que dañan y destruyen a sus hijos, y también sobre la muerte, que se pensaba -y se piensa hoy- era el daño definitivo, la última derrota de la vida. Pero ninguno de esos títulos apunta a un intercambio de lugares, de culpas, de torturados merecedores del castigo.

Pablo entiende y afirma que el crucificado es el Cristo (Mesías), que es el Hijo de dios, que le amó, y se entregó a sí mismo por él (Gal 2,20) en la carta en la que usa cada letra para decir que fuimos hechos para vivir desde la Fe y no desde la Ley. Tal vez la ley necesitaba un intercambio de sangre por perdón, pero no la Fe. Desde ella se entiende esa entrega del crucificado por nosotros de otra manera, sin cargar sobre dios los rasgos del juez necesitado de impartir castigo sin importar a quién, sino como aquel capaz de darlo todo para mostrar el camino, aquel capaz de llevar su amor hasta el extremo para probar precisamente que es posible amar hasta el extremo, y que solo al hacerlo nuestra vida deja de ser una mera supervivencia, una agonía, y se vuelve vida en abundancia. El hijo de dios nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, no porque tomara nuestro lugar -no es el chivo expiatorio quemado en holocausto- sino porque se hace posibilidad, fuerza, alimento, inspiración para luchar por la libertad y la dignidad de cada ser humano -es cordero pascual que se come justo antes de salir de Egipto- y al hacerlo rompe definitivamente las barreras que nos alejaban de dios, nos declara su paternidad (maternidad) absoluta e irrenunciable, nos demuestra irrefutablemente que somos hijos de alguien capaz de amar dando la vida.

Nosotros, expertos en desechar lo que no consideramos valioso y a quien no consideramos valioso, educados en un mundo de superiores e inferiores y en una religión de castas de autoridad y pureza, hemos sido invitados a ser testigos de como dios hace de la peor de las humillaciones, la mayor de sus victorias, para que nada ni nadie nunca más sea despreciado de nuevo, para que entendamos que hasta la más invisible manifestación de humanidad es suficiente para estar ya en el paraíso, para que anulemos de una buena vez en nuestros archivos espirituales tanto dato inútil sobre un dios vengativo y verdugo, y con la fuerza de su amor crucificado seamos atrevidos y radicales en el amor que somos, en el perdón que damos, en el aliento que podemos entregar, día tras día, hora tras hora, luchas tras lucha, hasta el último.
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