ESTAMOS OBLIGADOS A DISCUTIR

"Pesa sobre nuestro encuentro el peso de la responsabilidad pastoral y eclesial, que nos obliga a discutir juntos, de forma sinodal, sincera y profunda sobre la forma de afrontar este mal que aflige a la Iglesia y a la humanidad. El santo Pueblo de Dios nos mira y espera de nosotros no las simples y acostumbradas condenas, sino medidas concretas y eficaces para poner en marcha"

Tiene razón el Papa Francisco. Estamos obligados a discutir juntos, con profundidad y sinceridad, sobre las múltiples causas que nos han llevado a éste punto de crisis y de radical necesidad de hacer modificaciones de fondo en la vida de la Iglesia.

A la tarea que han asumido desde hoy los presidentes de las conferencias episcopales del mundo ha de sumarse una causa mucho más contundente y de mayor envergadura por parte del pueblo de dios. Somos los fieles laicos quienes a lo largo y ancho del planeta tenemos la primera oportunidad para empezar a deshacer paso a paso el entramado de oscuridad y malas decisiones que han llevado a la institución eclesial a convertirse en victimaria de quienes ha jurado proteger. Sus pequeños.

Las reacciones ante la crisis de los abusos sexuales a menores en la iglesia, y ante los sistemáticos procedimientos de encubrimiento que se han dado en distintas partes del mundo dan cuenta ya del afán de algunos en la jerarquía por proteger la estabilidad de la estructura antes que reparar el daño y ofrecer caminos de respuesta a las víctimas y a la comunidad cristiana que interpela a sus pastores. Desde distintos escenarios pero todos con la misma rancia y áspera voz, se han levantado voces contra determinados aspectos sintomáticos del problema, siempre intentando no ir a la raíz. Mientras tanto un sector amplio y de tono reflexivo y penitente ha querido mirar nuestra propia tragedia directamente a los ojos y llamarla por su nombre, sin reducir responsabilidades ni ocultar causas.

Esa discusión, que tendremos que dar en nuestras comunidades, parroquias, en nuestras regiones, que tendremos que exigirle tener a nuestros jerarcas locales, pasa al menos por 3 realidades que necesitan urgente conversión:

1. Llegamos a este punto porque construimos una cultura clericalista, con valores extraños al evangelio que han desdibujado de manera peligrosa la forma en la que muchos presbíteros y religiosos se vinculan con las personas a las que han de servirles.

Nuestra relación con el clero debe cambiar. Eso es necesario y urgente. No podemos continuar en esquemas piramidales y verticales en los que el presbítero tiene la última palabra en todo simplemente por serlo. No podemos sostener comunidades en las que toda la construcción de sentido y de proyecto queda dependiendo de la aprobación de un sacerdote. Pero tampoco podemos tener unas relaciones de indiferencia y de solicitud de sacramentos como si se tratara de un outsourcing realizado por personas a las que no conocemos y por las que no nos interesamos.
La vida eclesial de los presbíteros debe ser transformada por el pueblo laico que los acoge, integra y les propicia un clima de fraternidad que no depende de sus funciones sino de su hacer parte de la comunidad. En ese clima (que algunos ya tienen la fortuna de vivir, pero pocos) la vivencia comunitaria será mucho más propicia a un tipo de relaciones distintas, que no pasan por el poder ni por la centralidad, en la que el rol no está cargado de representaciones mágicas ni de características más especiales que las de cualquier otro creyente. Y en un ambiente así, las relaciones que se podrán tejer estarán muy distantes de las que nos han llevado al punto en el que estamos hoy.
A esto es preciso sumarle una mejor catequesis. La tendencia a convertir el sacramento de la eucaristía en un simbolismo mágico de poderes sobrenaturales dista mucho de su verdadero sentido teológico, lo que ha cargado a los presbíteros de unas representaciones culturales irreales e idílicas que en muchos escenarios han deformado su rol y su función.

2. Llegamos a este punto porque hemos sostenido una única e indiscutible visión sobre el sacramento del orden sacerdotal, en la que se convirtieron en inamovibles algunas manifestaciones y exigencias culturales o económicas que ya no corresponden con las dinámicas del mundo y que fácilmente pueden trastornar las dinámicas de vida de los presbíteros.

Es en el Vaticano en donde se seguirán revisando estos temas. Sin embargo es hora de que el pueblo de dios se lo pregunte y alce la voz también para preguntárselo a sus pastores. ¿Es la versión del orden sacerdotal que conocemos la única posible? ¿Está el celibato esencial e intrínsecamente unido al sacramento del orden? ¿Cómo fue posible entonces que se construyeran más de 7 siglos de Iglesia sacramental sin celibato obligatorio? ¿Qué hay de los resultados de las comisiones que desde la mitad del siglo pasado han estado aportando conceptos sobre Celibato Opcional y Orden Sacerdotal Femenino? ¿Más allá de la insistencia en las condiciones culturales del Nuevo Testamento, qué impide a una mujer el orden sacerdotal? ¿Es posible seguir insistiendo en que el modelo patriarcal de la cultura del medio oriente próximo de la edad antigua es el único paradigma para el reconocimiento de los carismas en la iglesia en lo que respecta al género de quien los ejerce?

Una Iglesia que no se atreva a hacerse esas preguntas seguirá cometiendo abusos, y seguirá encubriéndolos. El clericalismo se ha sostenido con teología, y con teología sacramental. Y no es exagerado decir que buena parte de esa teología se ha construido a partir de una elevada especulación intelectual que permita sostener una única manera de hacer las cosas sin hacerse las preguntas fundamentales que el saber teológico permite plantearse. Se piensa, se escribe y se enseña para apelar a la fuerza de la tradición y la costumbre, aun cuando datos elementales permitan construir otros itinerarios de reflexión en la fe. Y entre más lo damos por sentado, más ahondamos en la crisis de nuestra manera de vivir sacramentalmente la fe.

3. Llegamos a este punto porque seguimos siendo una institución que piensa, enseña, y vive la sexualidad con demasiada sospecha y muy poca conciencia de bendición, con más prevenciones que gratitud, con más alertas que realizaciones. Tenemos una doctrina y sobre todo una pedagogía que impide la formación de criterio, que genera dependencia en la toma de decisiones y que por tanto altera y deforma la vivencia sexual del creyente.

En el centro de este crimen atroz que han sido los abusos sexuales a menores en la Iglesia, el sexo es un tema central que no se ha abordado ni se ha querido tocar. Sí, las relaciones de poder han trastocado el rol de los presbíteros ante los menores que las familias han puesto a su cargo. Sí, las representaciones alteradas y deformes de quien es y qué representa el cura frente al pueblo de dios les han dado un margen de acción que ha hecho posible que muchos de ellos cometan todo tipo de abusos. Sí. Pero aquí hay un tema que tiene que ver con intimidad, con genitalidad y con la concepción que la Iglesia tiene y enseña sobre la vida sexual de los seres humanos. Obviar eso es y seguirá siendo un grave error que nos costará muchas vidas y muchos traumas.

El pueblo laico parece no estar muy consciente de lo que implica semejante tema. Se ha dado por cerrado. Las indicaciones de la doctrina sexual de la iglesia se toman como temas terminados y superados; y si bien buena parte del pueblo creyente no toma en consideración todas y cada una de tales indicaciones, tampoco se atreve a discutirlas o cuestionarlas. En la vida de muchos creyentes en la iglesia no está bien visto preguntar, y mucho menos sobre sexo. Entonces se desprenden toda clase de tergiversaciones y deformaciones que afectan lo más sagrado de la intimidad de las personas. Grupos y comunidades que entregan pormenorizadas instrucciones de qué es lícito o ilícito en el encuentro sexual entre los esposos. Consagraciones multitudinarias de jóvenes a la castidad, sin que jamás se hayan detenido a afrontar existencialmente el tema de su propia afectividad y sexualidad. Ritos sin conversión. Procedimientos cultuales para la modificación de la conducta sexual, y una colección de lo que deben ser las más deprimentes enseñanzas sobre el sexo que se puedan coleccionar en la cultura occidental. Baste mirar a los que comparan tornillos y tuercas con los genitales, o quienes equiparan homosexualidad con terrorismo.

La homofobia no cesa. Y su contracara, las subculturas que al interior de seminarios, conventos y comunidades generan todo tipo de prácticas y complicidades para ejercer la homosexualidad de manera oscura y casi que “mafiosa” van en aumento a la par. Son dos cosechas de la misma cizaña sembrada. No la identidad, ni la preferencia sexual de nadie, sino la imposibilidad para conversar el tema y darle la altura antropológica, bíblica, ética y existencial que merece, sin recurrir a arcaísmos del Pentateuco que no se sostienen con la más mínima exégesis. El problema es que las comunidades eclesiales hemos normalizado el rechazo a la homosexualidad a la par que hemos normalizado saber que al interior de la iglesia se vive una realidad distinta entre los homosexuales. Esa ruptura cognitiva, esa especie de esquizofrenia doctrinal sobre el sexo nos está llevando a límites de escándalo que un día ya no se podrán seguir ocultando.

El pueblo laico no tiene más o menos autoridad moral para exigir una determinada manera de vivir la sexualidad. No se trata de un ejercicio de indagatorias o de auditorías a la intimidad de nadie. Lo que aquí necesitamos sentarnos a discutir es cómo llegamos a éste punto en el que tenemos afirmaciones tan tajantes sobre la sexualidad y las enseñamos con tal nivel de vehemencia y seguridad mientras que a la par sabemos y convivimos con tantos niveles de distancia frente a esas afirmaciones y consideramos válido y normal que la institución eclesial haga lo que ha hecho siempre: mover personal, reducir escándalos, controlar daños y seguir como si nada. Esa cultura nos ha hecho daño. Sostener esa manera de actuar y callar ante esa manera de proceder ha permitido que algunos auténticos depredadores continúen haciendo daño. Y, sobre todo, promover y reproducir automáticamente esa única visión aumenta la incapacidad del creyente para vivir a plenitud y en abundancia esa parte de su existencia tan bendita como cualquier otra. Sea ese creyente un laico, una religiosa, un obispo, un padre de familia, un homosexual o una consagrada a castidad. En todo escenario debe existir la posibilidad de la plenitud, y a esa no se llega con heteronomías de ningún tipo, sino con el ejercicio auténtico de la libertad que solo hace posible el amor en su más cristiana expresión.

El Papa, a su regreso de Panamá hizo una declaración reposada, consciente y, para algunos, un tanto desalentadora, al pedirnos que no tuviéramos demasiadas expectativas sobre la cumbre. Hoy, al iniciar, su tono ha sido un poco más exigente y, para algunos, esperanzador, al afirmar que necesitamos algo más que unas simples decisiones de condena. Es posible que la única forma de que armonicemos esas dos realidades: Una Jerarquía que no podrá resolver todo, y una necesidad de cambios estructurales, radicales y valientes, sea que a lo largo y ancho de la comunidad eclesial, los fieles laicos, desde cualquiera que sea su tipo de participación en la vida de la Iglesia hagamos presencia activa, real, exigente y propositiva para que la institución eclesial represente lo más genuino de la buena noticia ante éstos temas, y que sea con nosotros y desde nosotros, el surgimiento de una nueva manera de ser iglesia, en salida, en actitud de hospital de campaña, empezando por atender a los mismos que han sido heridos al interior de ésta institución.
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