Saulo, Hermano

Despertó en el preciso momento en el que el fuego consumía la última gota de aceite en la lámpara, así que solo alcanzó a ver como la sombra que ascendía iba borrando todos los detalles de aquella desconocida morada en la que se encontraba. Acostado, inmóvil, apenas le alcanzaban las fuerzas para reclamarle un poco de aire a la habitación, que se lo entregaba cargado de antiguas esencias que reconocía bien, pues eran los mismos aromas de los ungüentos y aceites que usaba su madre en la vieja casa de Tarso, cuando de pequeño llegaba raspado o golpeado tras una jornada de jugar con los hijos del rabino Abel, que no solo eran mucho más grandes que él, sino que tenían mucho menos cuidado de lo que enseñaban los mayores sobre el trato a los demás. No fueron pocas las heridas que le fueron curadas con esos mismos óleos, solo que ahora no sabía quién ni cómo se los había puesto.

Los ojos suelen tomarse un tiempo antes de poder distinguir las formas en la oscuridad, que en muy pocos casos es absoluta, y a medida que van reconociendo cosas le van quitando el miedo a quien cuenta con ellos. Este, sin embargo, no era su caso, pues el tiempo iba pasando y no había más que diminutos rastros de una luz borrosa que no le servían para mucho. Con un dolor insoportable tanteó con la mano derecha el lugar en el que estaba acostado. Al parecer tres mantas lo separaban del suelo y una más le cubría el cuerpo. Bajo su cabeza lo que probablemente era una túnica doblada, pues la tela era más delgada y suave, y junto a su cabeza una jarra de barro y un vaso que parecía ser de madera. Era la casa de un pobre.

Intentó incorporarse y al hacerlo fue reconociendo uno a uno los golpes y heridas que llevaba sobre sí. Uno en la rodilla y otro en el tobillo en esta pierna, dos en el muslo en esta otra, una herida sangra. Mucho dolor en las costillas, y el otro brazo no se mueve, está unido a su cuerpo por una tela cortada. Duele la cabeza, la boca está hinchada, los ojos se esconden tras una horrenda mezcla de dolor, sangre y piel inflamada, empieza a resignarse a que serán las sombras indefinidas lo único que verá por un tiempo. Sobre su cabeza lo que parece ser una curación artesanal, que duele pero no debe ser grave si tiene cómo enumerar todo lo que siente. Nadie con una cabeza destruida podría hacer tal inventario. Mientras ha estado pensando en todo lo que sucede en su cuerpo, su brazo, como si fuera un ser independiente, ha logrado que, tras tres días de estar así acostado, un poco de agua llegue de la jarra al vaso y del vaso a la boca:

- Bendito seas Señor dios Rey del Universo por esta agua y por quien sea que la haya puesto aquí.

Quien la puso se encuentra en el mercado buscando pescado y frutas. Damasco es una ciudad en la que no tiene que esconderse, en la que él y sus hermanos pueden ir por la calle tranquilos sin el temor a que vayan a arrestarles o apedrearles. Un edicto del cónsul ha prohibido los linchamientos y especialmente ha advertido a los judíos que no les está permitido ningún tipo de enjuiciamiento, por lo que Ananías no esconde su cercanía con los otros cristianos de la ciudad. Judá, en cuya casa suelen reunirse, está al frente de una de las tiendas de víveres en el mercado, es un hombre grueso, masivo, que parece que pudiera bajar toda la carga de los barcos él solo. En el mercado sin embargo es uno más, se ríe con todos, ayuda a los que no tienen su misma fuerza, y es al que todos consultan cuando hay confusiones en los cambios de moneda. Le dicen que con lo que sabe sobre el dinero podría ser fácilmente cobrador de impuestos para el imperio y hacerse rico, pero él siempre responde que los ricos son ellos que pueden reírse juntos y no preocuparse más que por cumplir con la venta del día. Ananías ha llegado hasta Judá con la misma cara de seriedad de siempre. Este hombre parece que a cada momento tuviera algo definitivo por decir, algo que no puede dar espera. Judá, que ya lo conoce bien, lo hace sentar y le alcanza un trozo de pan con un pedazo de carne de cordero. Se sienta junto a él y le pregunta por el hombre que juntos recogieron la otra noche:

- ¿Ya despertó?
- Cuando salí de casa seguía igual.
- Casi lo matan.
- Yo creo que lo mataron un poco.
- ¿Has revisado las pocas cosas que le dejaron?
- No, sólo vi que llevaba unas cartas en la bolsa, deben ser sobre algún asunto importante entre los judíos porque están escritas en hebreo.
- Nadie escribe ya en hebreo.
- Es la mejor forma de que nadie de Roma sepa qué dice el mensaje, y en cualquier caso, se puede decir que son escritos de algún rabino.
- ¿Será un rabino?
- Esperemos que no. Hace rato que no estamos metidos en problemas, y está bien así.
- Te llevaré más aceite en la noche, y comida, que cuando despierte va a necesitar un banquete.
- Un banquete… eso! Invitémoslo a una cena de los hermanos! Piénsalo, es como si hubiéramos salido a los caminos a traerlo, ya que otros no quisieron venir.
- Esparciré la voz entre los demás.
- La paz contigo Judá.
- Contigo Ananías.

Saulo a este punto ya está sentado, ha acomodado sus vendas y ha bebido toda el agua de la jarra. Recita las oraciones que normalmente hace en las mañanas; salmos y bendiciones, aunque en realidad no sabe qué tiempo del día es, ni qué día de la semana. Por momentos la oración es interrumpida por un reflejo involuntario. Su mente ha decidido que a falta de imágenes del presente, estará rehaciendo las imágenes del pasado, específicamente del momento en que fue asaltado en el camino. No puede creer que su acompañante haya salido huyendo cuando aparecieron los ladrones, sin defenderlo, sin ayudarlo, dejando no solo a su jefe expuesto sino a la misión que los llevaba por aquel camino en un punto de incierto incumplimiento, difícil de perdonar si se piensa en la magnitud del encargo. Siente los golpes, las patadas, el hierro del arma entrando en su pierna y cortándole la cara, los insultos suenan en su oído aún más fuerte que su voz recitando el salmo 31:

Tiende hacia mí tu oído, ¡date prisa! Sé para mí una roca de refugio, alcázar fuerte que me salve…
Está en tus manos mi destino, líbrame de las manos de mis enemigos y perseguidores…
¿Por qué me persiguen?


Aunque ese último verso no es del Salmo, es lo que termina repitiendo una y otra vez. ¿Por qué a él? Que no ha hecho más que cumplir los mandatos de su religión, que no ha hecho más que defender la fe de sus padres, que no ha hecho más que cuidar cada paso para no desviarse del camino de la ley del Señor ¿por qué iban a atacarlo a él, por qué los ángeles del Señor no le protegieron, por qué dejó el Señor que lo persiguieran y lo acabaran a golpes? Piensa en los ya casi 40 años que ha vivido siendo intachable, y en los que, efectivamente, nunca ha hecho nada más. Con este pensamiento se queda dormido de nuevo, allí sentado sin terminar sus oraciones. Cae la noche y con ella ha caído la primera piedra del edificio de confianza que este judío tenía en las instrucciones que recibió desde niño. Por primera vez Saulo, en medio de la desesperante tensión de no saber dónde está, ni cuándo, ni cómo, ha pensado que es posible que haya estado equivocado, aunque no sabe bien en qué.

Una mujer de nombre Loyda le atendió la fiebre que tuvo el día siguiente. Mojaba telas en agua fría y las ponía sobre la frente y el pecho. Sus manos sostenían al enfermo como quien lleva un recipiente lleno a punto de desbordarse, como si fuera leve, sin serlo, como si tuviera miedo, pero de herirle más. Saulo siente los cuidados en medio de delirios y ensoñaciones, imagina que está en Tarso y que tiene dieciséis años, que está mejorándose de aquella enfermedad que adquirió al regreso de su primer viaje a Roma, y que le impidió contarles a sus amigos todo lo vivido en el centro del mundo, y cómo a pesar de deslumbrarse con las edificaciones y la aparente majestuosidad de los modales de la gente en la ciudad, no lograba dejar de pensar en su Jerusalén amada, la ciudad más bella de todas, la única en la que era posible percibir la honda presencia de su dios invisible. Los dedos de Loyda se mueven al ritmo de un canto que Saulo no conoce, que apenas alcanza a percibir y que solo recordará meses después, cuando sea él quien lo cante. Con cada gota que suena al exprimir la tela, la femenina voz que le cuida va diciendo que no tenemos que aferrarnos a nada, sino despojarnos como se despojó el hijo. Que somos esclavos unos de otros, porque esclavo fue el que murió en la cruz, y que sin embargo, no debemos arrodillarnos ante nadie más, sólo su nombre merece nuestra total admiración y reverencia.

Es posible que la herida de la pierna haya estado infectándose, por lo que Ananías ha tenido que llamar a Lucio, un médico de Damasco que se ha estado acercando a los hermanos con timidez, que todavía no entiende bien el modo de vivir de éstos que no parecen religiosos comunes y corrientes. No van a cultos, no hacen ritos, no consultan oráculos ni ofrecen holocaustos, sino que se reúnen a comer, a reír y a traer el resultado de todo lo trabajado. Y cantan a un hombre que venció la muerte, muriendo. Su historia no se parece a la de ninguno de los héroes que merecen cantos en Damasco, ni en todo el Imperio, y a pesar de que Lucio entiende muy bien eso, sabe que nunca, en ningún lugar se ha sentido tan a gusto como entre los hermanos, y que de nadie ha oído a otro hombre hablar, como éstos hablan de Jesús el Nazareno. Al llegar a la casa de Ananías se dirige a la estancia de arriba, corre una de las tablas que cubren la ventana para poder ver bien las heridas del hombre que han cuidado todos con esmero, la luz que rompe el aire golpea los ojos de Saulo con violencia, sabe que algo ha cambiado, alcanza a ver la silueta de un hombre, casi como un árbol que camina, pero no distingue aún el rostro, ni el lugar, ni la forma de su propia mano, que pone delante de sus ojos para encontrarse, para saber que sigue siendo él, aunque ya no lo sea. Lucio es la primera persona con la que Saulo ha conversado después de haber sido atacado en el camino a Damasco y es la primera persona a la que puede contarle que venía con cartas para las sinagogas, que llevaba algo de dinero y sus pertenencias para el viaje, comida y ropa, y unas tiendas que él mismo había hecho y que esperaba vender para poder quedarse un tiempo en la ciudad cumpliendo la misión que se le había encomendado. Le contó que tres o cuatro hombres, aún no recuerda bien, el salieron al paso y le tumbaron al piso, dos se encargaron de tomar lo que llevaba y el otro –o los otros- le golpearon y le hirieron. Todo pasó con la usual velocidad de los ladrones, y cuando pudo reaccionar, ya estaba siendo pateado en el piso, y a lo lejos veía a su criado Basto corriendo despavorido por entre los arbustos huyendo de la suerte de su jefe. En medio de la golpiza sintió que lo hirieron en la pierna y que le golpearon la cabeza con algo. Su siguiente recuerdo era estar en esa misma habitación tomando agua.

Lucio revisó cada una de las heridas, los golpes, y se detuvo a examinar detenidamente lo que pasaba con sus ojos. No era grave, solo la contusión de los impactos recibidos, estaría bien con ciertos cuidados. La herida de la pierna era efectivamente la causante de la fiebre pero no sería difícil de curar, incluso Loyda podía hacerlo. Por primera vez se percató Saulo de la presencia de la mujer durante la conversación. Sintió algo de vergüenza, se preguntó si había sonado un poco como un pusilánime al relatar el episodio, pero al oírla hablar, preguntándole al médico paso por paso cómo curarle, la voz de la mujer lo transportó al canto y el canto a las palabras y decidió que no había razón para aferrarse a una valentía que en ese momento no tenía, a una imagen de fuerza que no debía proyectar para esa mujer que lo había visto delirar y que le había tenido que soportar en su más humana vulnerabilidad en esos días. Se despojó.

La reunión de los hermanos fue interrumpida por un mensajero angustiado que cruzó la ciudad en dirección a la casa de Ananías con la prisa de quien sabe que corre un peligro inminente. Traía consigo una carta enviada desde Candace por uno de los hermanos que allí había hecho Felipe. Paz y Alegría de parte del Nazareno victorioso a todos los hermanos del camino que se encuentran en las ciudades del norte, era el saludo de la carta, los cristianos del sur estaban siendo perseguidos por los judíos, habían ya apedreado a unos de ellos, a otros los denunciaban con toda clase de cargos irreales ante las autoridades de la Reina, y a todos les insultaban por las calles y se negaban a comerciar con ellos o atenderles. En la cárcel, uno de los hermanos había sido interrogado por dos fariseos enviados desde Jerusalén, que, convencidos como están de ser los únicos verdaderos intérpretes de la voz de dios, decidieron que no estaría mal torturarle por el bien de la religión, y que unos cuantos golpes y azotes harían que este pobre infiel se encuentre finalmente con la única y eterna sabiduría, con lo que lograron que les dijera en qué casas se reunían los hermanos y cuáles eran las costumbres que tenían al reunirse. Escucharse, compartir lo que cada uno había estado viviendo, alegrías, preocupaciones, enfermedad, discusiones con los hijos, en fin, las cosas que pasan en la vida de aquellos que están demasiado ocupados intentando sobrevivir como para despertar cada día pensando a quien pueden culpar. Luego escuchar la palabra de uno de los que primero habían oído el mensaje, repetir las palabras de Jesús, y conversar sobre aquellas historias, sobre algún milagro o un anuncio de que eran ellos, los pobres, los expuestos a la incertidumbre, los realmente felices sobre la tierra, y los herederos de la grandeza del Padre. Luego comían, dando gracias por los alimentos y compartiendo cada uno de lo que había en su propia casa, y cantaban, cantaban mucho, algunos salmos y también himnos que se habían extendido desde Jerusalén hacia todas las tierras a las que había llegado la noticia buena de Jesús, en los que recordaban una y otra vez que aquel que los amó se entregó a sí mismo por cada uno de los que allí estaban.

Los Fariseos les daban por locos, por gentes sin educación que se dejaban persuadir por supersticiones, pero ésta era una superstición que iba expandiéndose peligrosamente, por lo que era preferible aplastar la plaga cuando todavía era menor que la sandalia, expresión que salió tan naturalmente de la boca de uno de los fariseos que aquel hermano malherido en nombre de las sagradas tradiciones pensó que si así era como se resolvían las cosas en la tierra de Israel, era claro por qué Jesús había preferido que los suyos no llevaran sandalias, ni bastón. Lo siguiente que escuchó no fue de ninguna manera una condensación popular de costumbres, sino una cruda y dolorosa advertencia hacia aquellos que no conocía pero que sentía como suyos: “Y que se escondan bien los que se han extendido hacia las ciudades del norte, porque han enviado a Saulo a impedir que siga regándose ésta patraña, con él se extinguirá esta desquiciada insensatez mucho antes de llegar a Roma”. Aquellas palabras habían sido pronunciadas hacía unos dos meses en Etiopía, y ahora eran repetidas intactas y literales en la provincia de Siria, más exactamente en Damasco, y para ser más precisos, en la casa de Ananías, en la que veintitrés cristianos estaban apenas escuchando los ires y venires de la vida de los hermanos cuando les llegó aquella amenaza a los oídos. La amenaza sin embargo, llevaba ya siete días instalada en una de las habitaciones de arriba.

- Es él.

Bastaron aquellas dos palabras de Lucio, pronunciadas con total convencimiento pero con tal serenidad, que a la vez indicaba sin lugar a ninguna duda que toda la barbarie que acababan de escuchar estaba representada en el hombre que habían estado cuidando, pero que a la vez insinuaba con contundencia que por alguna razón que nadie hubiera podido explicar, no tenían nada que temer. Judá pensó que fuera quien fuera aquel hombre no quisiera haberse comportado de un modo distinto, y al decirlo, agregó que ellos no estaban allí para decidir qué vida podía ser rescatada, porque lo que les movía no era un principio de equilibrio, balance o reciprocidad, de esos que algunos pensadores y oradores de Chipre afirman que sostienen el mundo, sino porque de haberse impedido a sí mismo ser conmovido por el dolor de aquel hombre, llámese Saulo y sea quien los persigue o como quiera que se llame, se habría impedido a su vez llevar en el pecho algo digno de llamarse vida. Amen a sus enemigos, oren por quienes los persigan, había dicho Jesús, y ahora lo repetía Ananías. Con lo que invitó a los hermanos a pedir al sabio dios del cielo, que trajera todo bien y toda salud al hombre de las heridas, y que a ellos les permitiera tratarlo incluso mejor de lo que se trataban entre ellos. Muchos asintieron, y los pocos que aún dudaban, de cualquier manera sabían que ante el sufrimiento no cabe la más mínima discusión, solo caben las curaciones.

Incorporado sobre sus piernas, aún adoloridas pero de nuevo capaces de sostenerle, con un brazo extendido sobre el marco de la puerta, y el otro aún recogido sobre su propio tronco, la mano junto al pecho le hace sentir su propia respiración y su propio latido, que se encuentra ahora tan acelerado como en el momento en el que vio avanzar sobre él a los maleantes que lo despojaron, lo lastimaron y lo dejaron en el piso medio muerto, Saulo de Tarso está paralizado entre el lugar en el que despertó hace unos días y el lugar desde el que se escuchan las voces de los cristianos. La tela que Loyda puso sobre sus ojos en la última curación no lastima su piel ni le causa ardor, no hay dolor ya sobre sus párpados cerrados, más la continua oscuridad, como hace siempre con los mortales, le ha regalado agudeza en el oído. Ha escuchado cada palabra como solo alguien que no puede ver es capaz de escuchar. El relato de Candace seguido de su nombre, que ahora sonaba como si hablaran de un extraño al que tal vez reconocería en la calle pero sin saber exactamente quién es o dónde le conoció. La recia voz de Judá, la paciente de Lucio, la serena y confiada de Ananías, y ahora la de Loyda que lo mira desde el último peldaño de la escalera: “No temas Saulo, te cuidaremos hasta que puedas continuar tu camino”. Entonces ella se le acercó, le rodeó la cabeza con las manos, deshizo la atadura de la tela, y con la humedad que aún guardaba le limpió de los ojos los últimos rastros del ungüento seco y las hierbas que le había puesto para que terminara de sanar. Siete días hace que Saulo no ve un rostro humano, pero no será el de Loyda el primero que vea pues para cuando abrió los párpados y sus ojos se alistaron para de nuevo contarle cada detalle de lo que tenía en frente, ya Loyda se había dado media vuelta y se disponía a bajar, dejando la mano estirada tras de sí para apoyarlo en el movimiento pero también para invitarlo a unirse al banquete. Lucio, Judá y los hermanos se han puesto de pie, Ananías le espera junto a la escalera.

Nunca en toda su vida sintió que los pasos que daba eran tan definitivos, y tenían que ser precisamente éstos, que fueron pasos para descender.
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