El dolor y las lágrimas tienen fecha de vencimiento. Hechos para la Vida

Risen
Aquel polémico Yahveh, que prefiere a los pequeños y mantiene en espera a los poderosos a menos que decidan dejar de serlo, el que hace de un puñado de esclavos su prioridad, y les muestra que para ellos a su vez, viudas, huérfanos y migrantes deben ocupar el primer lugar, que no gusta de ayunos ni sacrificios pues lo que le agrada es vernos construir la justicia desde la fraternidad, hace la más polémica de sus declaraciones al resucitar a Jesús, a quien el poder había crucificado.

Al hacerlo grita, claro, que no hemos sido hechos para la muerte, ni para vivir a medias, sino para la plenitud y la abundancia, y que todo amor que ha ido hasta el final recibe como recompensa la posibilidad de seguir amando ilimitadamente. Grita, sin duda, que la vida vence sobre el hambre y el abrazo sobre el frio. Y que el dolor y las lágrimas tienen fecha de vencimiento.

Pero también y con la misma fuerza, grita que están equivocados los que acusan de falsa la buena noticia, los que crucifican, los que apedrean, los que devuelven el golpe, los que odian, los que oprimen. La victoria de Jesús derriba del trono a los poderosos y a los ricos los despide vacíos. Caifás, Herodes, Pilato y los demás que sumidos en su arrogancia se burlaron de las bienaventuranzas al torturar a quien las gritó, tienen las manos vacías tras la resurrección de Jesús.

No, no es venganza, no es justicia de tribunal, no es división del mundo entre buenos o malos... No tenemos un dios maniqueo. Es la contundencia de la apuesta de Yahveh por los invisibles. Es la puerta abierta a la verdadera y perfecta alegría para quienes sepan ponerse de últimos, pues al hacerlo ya la han cruzado. Es sellar de manera irreverisble, que la vida se gana al darla, no al retenerla.

Por eso la pascua es la fiesta de los que sirven, de los que no se sienten humillados al servir, de los que nunca se han sentido menos por ser los últimos. Es la fiesta de los pobres y de los que sufren, de los que tienen hambre y sed de justicia, y la reclaman sin bajar la cabeza, de los que antes tenían y ahora no. Es la fiesta de los que dejan que haya primavera en su interior al perdonar, al dejar ir sus prejuicios, al consolar a los tristes sin hacerle marcos conceptuales a las causas estructurales de su tristeza. De los que llevan su vida simple intentando hacer el bien, de los que se resisten a la posibilidad de amar a medias.

Y, aunque la celebren, no es la fiesta de los que alzan la voz contra los migrantes, ni de los que cierran las fronteras, ni de los que han quitado las tierras a las viudas, ni de los que han escrito documentos eclesiásticos para ponerle límites al perdón. No es la fiesta de los que usan la fe de los otros para su beneficio, ni de los que miran a los pobres con desprecio y desconfianza. No es la fiesta de los que quieren reducir la resurrección de Jesús a una supremacía de cristo sobre los fundadores de otras creencias, sintiéndose así superiores a esos equivocados que admiran a gente muerta. Nada han entendido de la resurrección los que así la celebran.

Es, en últimas, la fiesta de todos aquellos que inspiran en el corazón de los seres humanos, una profundas ganas de vivir y de hacerlo con los otros, luchando porque en todos los rincones haya vida en abundancia.
Lo demás, por muy religioso que sea, si en lugar de inspirar adormece, no es más que una usurpación, es la muerte disfrazándose de vida. Y bien sabemos que no hay por qué buscar entre los muertos al que vive.

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