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Poco han gustado las caravanas naranjas en las calles de una treintena de ciudades el domingo 22 de noviembre protestando por la Ley Celaá, y menos aún las imágenes de menores haciendo lo propio en patios concertados, una imagen que no estoy seguro de que sea la mejor para defender los argumentos de la escuela de iniciativa social que menosprecia la octava legislación educativa de nuestra democracia.
Perpetrada la ley que deliberadamente menos consenso ha buscado –echo en falta una reflexión al respecto de Ángel Gabilondo, el ministro socialista que mejor sabía lo que son las esencias de la escuela concertada– e intacto el desparpajo adanista propio de aquellos para los que todo empieza hoy, parece que el siguiente paso en su esquema demolicionista del “régimen del 78” será el de imponer en sus areópagos el mantra de sacar a la Iglesia de la Constitución que precisamente puso los mimbres de todo esto.
En el manual de instrucciones con el que pretenden montar “su” nueva república de los iguales, monarquía e Iglesia se desmontan con la misma llave y aunque el rey emérito ha venido a ponérselo más sencillo de lo esperado, se han topado con una Iglesia que ha puesto coto a los abusos sexuales en su seno –al contrario que la administración civil, con casos sangrantes en las Baleares, por ejemplo– y a la que pocos colores parece que le van a sacar con el tema de las inmatriculaciones, pues hasta el Gobierno ha reconocido que las diócesis han actuado en este espinoso asunto “conforme a lo establecido”, según reveló el secretario general del Episcopado en la rueda de clausura de la Plenaria de otoño, el pasado 20 de noviembre.
Así pues, la próxima consigna no será ya denunciar los Acuerdos Iglesia-Estado de 1978 (el “Concordato”, que siguen diciendo ellos), sino sacar directamente a la Iglesia católica de la Constitución, con una referencia explícita en el artículo 16 que les irrita considerablemente y que sirve como una nueva justificación –otra más– para darle la vuelta como un calcetín a ese entramado jurídico que vertebra la convivencia entre todos los españoles.
Esta pretensión va más allá de lo que el PSOE hubiese buscado, pero en un Gobierno de coalición con dos almas, en la del presidente del Gobierno y secretario general socialista este tensar la cuerda de su socio gubernamental encuentra un relativo acomodo mientras le sirva para seguir cabalgando una legislatura endiablada, algo que los “viejos” socialistas –esos que se ‘confesaban’ civilmente con los obispos– ya intuyeron al ponerle nombre: Frankestein.
Paradójicamente, esta radicalidad, sin embargo, ha traído unos beneficiosos efectos secundarios para la Iglesia en España, que se están traduciendo en una creciente comunión entre los obispos. Desde luego tienen que ver los más de siete años de pontificado de Francisco y los cambios en la cúpula de la Conferencia Episcopal, alineada inequívocamente con Bergoglio y su magisterio, pero también con sentir que es la institución eclesial en su conjunto la que se está viendo agredida de una forma, por momentos, muy burda.
Esta comunión se ha podido palpar en la Plenaria celebrada la pasada semana, extraordinaria en tantos aspectos. Llegaban a una cita los obispos con alguna que otra espada en alto, precisamente fruto de sentirse agraviados, de verse directamente señalados por políticas de este Gobierno o de los de algunas autonomías. Había el peligro de algún verso suelto, en un momento tan delicado además como el de una pandemia, con una sociedad confinada y una Iglesia de puertas cerradas por decreto ley.
Era el momento propicio para dar la campanada que abriese telediarios, de echar al traste la labor de la Iglesia ante las colas del hambre. Y hubo toques de atención tan inauditos como la propia advertencia del portavoz episcopal Luis Argüello, quien al término de la última Comisión Permanente, desnudó las tensiones internas en la Iglesia española. “El problema es cuando se quiere poner la fe al servicio de la ideología”, afirmó.
Pero en la última Plenaria se ha conjurado esta tentación. Por el momento. Los obispos sacaron sendas notas en donde se ponen sólidos reparos a la Ley Celaá y una enmienda a la totalidad de la política (¿?) migratoria, focalizada en la avalancha de pateras a Canarias en las últimas semanas. Pero se ha conseguido que nadie dé la nota. O mejor dicho, que la nota sea la de hacer propuestas para el bien común. Sin frentismos, pero con la firmeza de argumentos. Y siempre abiertos al diálogo, lo único que conseguirá paralizar el manual de derribos que utiliza una de las almas de este Gobierno.
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