El purpurado francés, uno de los papables del último cónclave, arrasado por el tsunami de los abusos El ladrón de bicicletas: auge y ocaso del cardenal Barbarin

El ladrón de bicicletas: auge y ocaso del cardenal Barbarin
El ladrón de bicicletas: auge y ocaso del cardenal Barbarin

El arzobispo de Lyon fue, durante muchos años, la gran esperanza centroeuropea. Un obispo moderno, cosmopolita y cercano, para muchos fue la alternativa postRatzinger

Su condena por negligencia en un caso de abusos le llevó a presentar la dimisión al Papa, quien le recomendó apartarse hasta que haya sentencia firme

La imagen dio la vuelta al mundo. El 6 de marzo de 2013, una semana antes de que resultara elegido Bergoglio, un clérigo en bicicleta avanzaba, ajeno a los focos, por la columnata de Bernini, y entraba al Palacio Apostólico ante la clásica reverencia de la Guardia Suiza. Los más avezados vaticanistas tardaron en darse cuenta. ¡Aquel era el cardenal Barbarin!

El purpurado francés, quien ya participó en el Cónclave tras la muerte de Juan Pablo II (fue uno de los más jóvenes en hacerlo), aparecía en muchas quinielas como la gran esperanza centroeuropea ante el impulso creciente de los purpurados latinoamericanos, y las ansias de la Curia romana por recuperar el poder perdido tras la renuncia de Benedicto XVI.

El cardenal de Lyon aparecía como un hombre culto, refinado, cosmopolita, cercano. Un pastor para el siglo XXI, alejado de las intrigas curiales y procedente de la laica Francia, donde había alcanzado acuerdos con los últimos gobiernos sin dejar de defender la familia y la vida. 

Barbarin, en bicicleta por Roma

Pocos podían prever que, apenas un año después de esa imagen, Philippe Barbarin hubiera mantenido en su puesto, frente a las denuncias de varias víctimas, al sacerdote Bernard Preynat, condenado por abusar sexualmente de menores durante décadas.

"Es cierto que me di cuenta tarde. Si hubiese estado en relación más directa con las víctimas y hubiese visto el daño cometido, hubiese dicho: 'hay que reaccionar inmediatamente'", subrayaba, cariacontecido, Barbarin, en 2016, cuando el escándalo ya comenzaba a salir del pequeño círculo de ocultamiento y silencio al que lamentablemente nos ha tenido acostumbrada la institución.

El cardenal continuó su marcha, ajeno a los focos, como durante aquella primavera sobrevenida en Roma en 2013, hasta que la bicicleta comenzó a pinchar, y los tribunales decidieron encausarle, acusado de negligencia y encubrimiento de Preynat. Nadie podía pensar que aquello acabaría en una condena: ni siquiera la Fiscalía solicitó pena. Y, para más inri, el Vaticano del barrendero Bergoglio apelaba a la inmunidad parlamentaria del prefecto de Doctrina de la Fe, el español Luis Ladaria, para impedir que declarase en el juicio.

Finalmente, este mes de febrero, Barbarin era condenado a seis meses de prisión, sin obligación de cumplimiento, por negligencia pastoral. Aunque el fallo ha sido en primera instancia, el purpurado anunció que viajaría a Roma para anunciar su dimisión al Papa Francisco. Una visita que tuvo lugar este lunes. Barbarin acudió a la misma en coche oficial, con cristales tintados, para huir de los mismos focos que no le importaban cuando recorría la Ciudad Eterna en bicicleta.

Este martes hemos sabido que el Papa no aceptó su renuncia (un gesto que honra a Barbarin), pero que sí le recomendó se apartase de la diócesis mientras no se da una sentencia firme. Algo que Francisco ya repitió con George Pell, otro de los cardenales arrasados por el tsunami de los abusos. El arzobispo de Lyon, que lo sigue siendo, dejará de ejercer durante un tiempo. Y, a buen seguro, no volveremos a verle montar en bicicleta por Roma. Ni a participar en un Cónclave. 

Barbarin, con el Papa

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