Una relectora (novelada) de la Resurrección de Jesús ... y resucité de entre los muertos

... y resucité de entre los muertos
... y resucité de entre los muertos

"Hace tres días, en Jerusalén, solo había ruido. Gritos, insultos, escupitajos, latigazos, la piel rasgándose, alguna que otra pedrada... Todavía me atraviesa el odio en los rostros de aquellos que, apenas una semana atrás, me vitoreaban con ramas de palmeras y olivos. Se han cumplido todos los designios de mi Padre. Todas y cada una de sus promesas eran reales"

"Respiro, y los pulmones se agitan plenos de vida mientras mi corazón late con fuerza y el grito que brota de mi garganta no rebosa desesperanza o soledad, sino absoluta confianza, un gozo inmenso. Todo se ha cumplido"

Así que esto debe de ser la muerte...

... soplaba una ligera brisa cuando abrí los ojos y desperté. Parecía como si hubiera dormido durante años, tal vez por eso no estoy cansado. La boca un tanto entumecida, como los huesos. Y es que en este lugar solo se respira humedad. Y silencio. No había nadie cuando abrí los ojos. Nadie.

El sepulcro vacío
El sepulcro vacío Agencias

Hace tres días, en Jerusalén, solo había ruido. Gritos, insultos, escupitajos, latigazos, la piel rasgándose, alguna que otra pedrada... Todavía me atraviesa el odio en los rostros de aquellos que, apenas una semana atrás, me vitoreaban con ramas de palmeras y olivos. Se han cumplido todos los designios de mi Padre. Todas y cada una de sus promesas eran reales.

Me veo envuelto en un único lienzo de seda blanca que me recorre el cuerpo de la cabeza a los pies, y unas gasas que oprimen mis heridas. Hay restos de sangre en mi pecho, mis manos, mis tobillos... el costado no ha cicatrizado, pero apenas sangra.

Comienza a oscurecer en el sepulcro. En mi sepulcro. Tengo que repetirlo una y otra vez para convencerme: «mi» sepulcro. 

El beso de Judas, escultura en la Escalera Santa, en Roma
El beso de Judas, escultura en la Escalera Santa, en Roma

De modo que así fue: el beso de Judas (ay, Judas), la captura en Getsemaní, el abandono de mis amigos, el Juicio de Anás y Caifás, la condena de Pilatos, la mezcla de arena y sudor mientras mis pasos se arrastraban camino del Gólgota, los huesos de mis muñecas quebrándose a cada martillazo, a cada milímetro de clavo entrando en mi piel. La esponja de vinagre y la lanzada en el costado y la corona de espinas con la que trataban de burlarse de mí. A mis pies, el cartel en tres lenguas (arameo, latín y griego) que colgaron sobre mi cabeza a modo de chanza: «Jesús el Nazareno. Rey de los Judíos.» El Rey de los Judíos.

Me incorporo y retiro de mi cuerpo un sudario que ha acabado por convertirse en una segunda piel. Mis huesos desnudos dibujan un perfil de fragilidad, pero me siento con fuerzas renovadas, capaz de mover la Tierra con mis manos, de caminar por las aguas sin esfuerzo. No estoy acostumbrado a tanto silencio, aunque lo necesito. Respiro, y los pulmones se agitan plenos de vida mientras mi corazón late con fuerza y el grito que brota de mi garganta no rebosa desesperanza o soledad, sino absoluta confianza, un gozo inmenso.

Todo se ha cumplido.

Padre: ahora sé que no me has abandonado, que todo este sufrimiento tenía una razón de ser, un objetivo; atrás quedan las vacilaciones, las súplicas para que apartaras de mí este cáliz de dolor y muerte que hoy rebosa vida. Mis ojos van más allá de las paredes del sepulcro, de mi sepulcro. Traspasan la roca, y puedo sentir las lágrimas inconsolables de mi madre, la desesperación de Juan sosteniéndola en sus brazos, la culpa sombría de Pedro, los suspiros de María... María...

Una enorme piedra redonda sella el acceso a mi tumba. La roca se desliza a un solo toque de mi mano. La noche ha caído sobre el Huerto de los Olivos cuando salgo de nuevo al mundo de los vivos. Si ellos supieran... sabrán. Todos acabarán por entender.

Pedro y Juan en el sepulcro
Pedro y Juan en el sepulcro

El cielo de Jerusalén está rasgado esta noche. Todo se ha cumplido: el velo del Templo se rompería cuando entregase mi cuerpo, y todavía se notan los restos de la tormenta que se desató inmediatamente después. Muchos árboles se han derrumbado, y los torrentes aún manan sangre y barro.

No siento el frío cortante de la noche galilea. No tengo sueño, ni hambre, ni sed. El viento mece mis cabellos y trae a mis oídos sonidos tristes, oraciones y lamentos. No todos pueden dormir. Pronto será la Pascua judía, y las jambas de muchas puertas de la ciudad deben estar marcadas con la sangre del Cordero.

Nadie se atreve a salir a la calle después de lo que sucedió el viernes. Ni siquiera los guardias que debían custodiar mi tumba para asegurarse de que José de Arimatea, o los míos —¿dónde están los míos?—, no robaran mi cuerpo y proclamaran mi Resurrección. Y, sin embargo, aquí estoy. ¡Vivo!

Se cumple el tercer día y, como prometió mi Padre, estoy vivo. Todo fue cierto, he muerto: me clavaron en la cruz, traspasaron mi costado, exhalé mi último suspiro a la hora de nona. Lo que sucedió después parece un sueño, pero es real. Sin bajar del madero, tomé de la mano a aquel que creyó en mí antes de morir en la cruz contigua, aquel buen ladrón que ahora está junto a mi Padre.

Todo fue cierto, he muerto: me clavaron en la cruz, traspasaron mi costado, exhalé mi último suspiro a la hora de nona. Lo que sucedió después parece un sueño, pero es real. Sin bajar del madero, tomé de la mano a aquel que creyó en mí antes de morir en la cruz contigua, aquel buen ladrón que ahora está junto a mi Padre.

Después, solo después... ¿quién creerá todo lo que pasé después?

El silencio de la noche se rompe con unos pasos que se acercan. Una sombra me espera a la salida del sepulcro. Siempre me ha seguido de cerca, desde nuestra niñez sus pasos han sido los míos, mi camino el suyo. También ahora. Él, mi hermano, el único que parece entender, si acaso mínimamente, la experiencia por la que acabo de pasar.

Lázaro da dos pasos y se detiene junto a mí. No siente miedo. Tal vez sea el hombre con menos miedo en este loco mundo. Quizá porque ha conocido la muerte y, de mi mano, logró regresar victorioso. «Maestro, estaba seguro de que regresarías», acierta a decir, emocionado, mientras me tiende una túnica gris para que cubra mi cuerpo desnudo. Hace meses, yo mismo le llamé desde la entrada de su tumba, y fue entonces cuando Lázaro regresó de entre los muertos.

Hoy, cuando a punto está de despertar el alba, mi amigo, mi hermano, espera a que me vista para darme la bienvenida con respeto reverencial. «Sabía que estarías aquí, Lázaro», logro responder antes de fundirnos en un abrazo que, sin pretenderlo, resulta eterno. «Tengo tantas cosas que contarte...»

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