El Diablo y las concepciones del Infierno


De acuerdo con lo que hemos sostenido en “posts” anteriores a propósito de las diversas funciones del Diablo en el Nuevo Testamento como tanteador o acusador ante Dios de los hombres, tenemos que afirmar que la relación con Dios del Diablo es en esos primeros escritos cristianos un tanto ambigua: ¿actúa como acusador o cribador de los justos en nombre de Dios y bajo su dirección? ¿No es Satán, sin embargo, un enemigo acérrimo de la divinidad?

Los teólogos del Nuevo Testamento no se plantean nunca estos problemas. En su mente se cruzan dos ideas un tanto contradictorias: un monoteísmo estricto que significa el señorío absoluto de Dios sobre todo, heredado de la antigua tradición judía, con la noción de un adversario de la divinidad que a la vez campa por sus respectos con tan notable autonomía que se enfrenta incluso a los planes de salvación de Dios concretados en Jesús.

El Nuevo Testamento, sin embargo, termina en su último libro, el Apocalipsis, con un mensaje de esperanza a propósito del sufrimiento con los que el Demonio desequilibra a la humanidad. Aunque en los últimos días el Diablo traerá en su apoyo al Anticristo, que es una figura doble: la Bestia y su profeta (Apocalipsis 13 y 19), esto no le valdrá de nada. La lucha será terrible como afirma un discípulo de Pablo en 2 Tesalonicenses 2,8-9:

Entonces -en los últimos días- se manifestará el Inicuo (el Anticristo), cuyo advenimiento ocurre por el poder de Satanás, con gran poder y con señales y prodigios mentirosos… a quien el Señor matará con el aliento de su boca y destruirá con el resplandor de su venida.


En esos momentos finales, según el Apocalipsis, lucharán el Cordero y la Bestia/Imperio Romano en el combate final y decisivo. Vencerá el "Rey de reyes" (Ap 19,16) y tanto la Bestia como su profeta serán "arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre". El Diablo, a su vez, que se hallaba a la retaguardia de la Bestia como impulsor, será encadenado durante un milenio por un ángel poderoso. Luego, para los fieles habrá un período de mil años donde los justos vivirán como en una Jauja feliz, sin problemas, ni penas, sin ataques diabólicos, etc., etc., mientras los muertos esperan el juicio definitivo que tendrá lugar después. Pero

Cuando se hayan cumplido esos mil años, quedará suelto de nuevo el Adversario, liberado de su cárcel" (20,7), y volverá a salir para intentar engañar a todas las naciones. Las huestes del Demonio cercarán la tierra donde viven felices los justos, pero caerá fuego del cielo y los devorará. De nuevo el Diablo quedará preso, pero esta vez de modo definitivo y será arrojado al lago de fuego y azufre, donde estaban la Bestia y el Anticristo y "serán allí atormentados por los siglos de los siglos (Apocalipsis 20,10).

Por lo que respecta a nuestra historia, la trama negra que el Diablo ha ido trenzando en el devenir humano desde el momento de su caída antes de los tiempos hasta hoy tendrá un final feliz. La gran historia que había comenzado con las brumas del caos de la creación y con el gran estropicio causado en el Edén por la envidia del Diablo concluye con un fabuloso "happy end", con un final feliz a pesar de tantas lágrimas.

En la tradición cristiana posterior al Nuevo Testamento (véase sobre todo el apócrifo Evangelio de Nicodemo. 2ª parte, el "Descenso a los infiernos" en donde aparece el demonio como gran jefe de una tropa de diablos torturadores de los malvados), luego propagada por las obras poéticas de Dante (La divina comedia) y Milton (El paraíso perdido) sobre todo, y por el arte en innumerables obras, el Diablo es el gran jefe del infierno, donde controla, por medio de sus subordinados, el castigo de los condenados. Pero nada de esta jefatura aparece en el Nuevo Testamento. Las referencias al infierno en este grupo de primeras obras cristianas no son muchas, y lo único claro es que se halla bajo tierra, que tiene fuego y que sus torturas producen llanto y crujir de dientes (por ejemplo, Ev. de Mateo 8,12).

El Nuevo Testamento menciona el Hades diez veces y la Gehenna, doce. El primer vocablo representa el mundo subterráneo de los muertos y se corresponde con bastante exactitud al hebreo sheol. Se halla en las profundidades de la tierra (Mateo 11,23), tiene puertas gigantescas (Mt 16,18). Se trata de un lugar de paso a donde descienden las almas después de la muerte (Lucas 16,23; Hechos de los Apóstoles 1,18), pero las devuelve después de la muerte (Apocalipsis 20,13). Como puede verse el Diablo no desempeña en este reino ningún papel.

Según otra concepción, representada por la Primera Epístola de Pedro (3,19), sólo las almas de los increyentes descienden al Hades. Cuando Jesús, tras su muerte, baja a este lugar (1 Pedro 3,19; 4,6: una concepción que se halla en otras concepciones religiosas, por ejemplo el descenso de la diosa Isis al infierno; el de Ulises o Eneas, etc.) no va a luchar contra el Demonio y arrebatarle su presa (no hay tal), sino solamente a predicar el evangelio a los justos ya difuntos y prepararlos para su resurrección. Aquí es como si el diablo no existiera.

La Gehenna o infierno se diferencia del Hades en que no es un sitio de paso, sino el lugar de perpetuo castigo de las almas perversas. Pero –curiosamente para nuestra mentalidad de hoy- tampoco el Demonio tiene que ver nada en principio con este ámbito según el Nuevo Testamento. Sólo la fantasía posterior (partiendo de tradiciones como las reflejadas en el Apocalipsis, que hemos visto antes) unirá Infierno con el Diablo, como se ve ya en el Evangelio apócrifo de Nicodemo . El cristianismo se une así a otras religiones que tienen representaciones parecidas. Concepciones de este estilo de Infierno son corrientes en la literatura latina y griega, de donde el cristianismo toma con seguridad sus ideas. Pero estas concepciones se repiten: en el “infierno” de algunas creencias orientales, por ejemplo, existe el tipo divinidad juez del mundo subterráneo que controla como un burócrata el lugar de castigo, en el que una serie de “demonios” con variados instrumentos de tortura atormentan a los condenados.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
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