¿La derrota de la historia?

(9-7-2020. 1131)

Melanchthon
Escribe Antonio Piñero

Foto: Philipp Melanchthon

Deseo ir concluyendo –quedan todavía asuntos pendientes– la aventura intelectual emprendida hace unas semanas contra el subjetivismo absoluto en el análisis y la aclaración de los textos de los Evangelios. El capítulo de James Dunn  (“El alejamiento de la historia”; “Jesús recordado”, Verbo Divino 2009), que nos ha servido de guía para nuestras reflexiones, termina con un tono absolutamente derrotista: todo texto tiene una serie infinita de interpretaciones diferentes entre sí”; el lector cae siempre “en el abismo epistemológico” (es decir, no sabe qué interpretación dar entre infinitas posibilidades); “el método hermenéutico se encuentra caído en la misma trampa que el método histórico, por lo cual el especialista del Nuevo Testamento que depende de alguno de los dos (el hermenéutico / el histórico) deberá abandonar  toda esperanza de producir alguna conclusión (teológica) sólida” (pp. 131-132).

Me niego rotundamente a aceptar esta conclusión (y en realidad Dunn tampoco la acepta y buscará una salida o un escape). No me importa que en los círculos postmodernos se haya perdido la confianza en el método histórico, porque este sigue vivo, digan lo que digan. No confirmo en absoluto el fracaso de la metodología histórica tradicional. No acepto que el debate sobre los criterios de autenticidad haya sido inútil, porque –en mi opinión– y como he afirmado en mi obra “Aproximación al Jesús histórico”, los criterios de reemplazo de los anteriores, como el de “plausibilidad histórica efectual” (a saber, qué efectos tuvieron ciertos  hechos y dichos de Jesús) y “plausibilidad histórica contextual” (cómo encaja en el contexto sociológico, económico, histórico, etc., lo que se dice del Jesús histórico) no añaden casi nada que no supiéramos ya, y no valen para reemplazar los “antiguos” criterios de “discontinuidad o desemejanza” (hechos o dichos de Jesús que no están conforme respecto al judaísmo coetáneo y a las ideas teológicas de las comunidades primitivas), que siguen en pie.

Los nuevos “criterios” para examinar la autenticidad histórica de un hecho o dicho de Jesús se mantienen (pero han sido refinados y precisados) y han conseguido añadir algún que otro criterio más, como el denominado “Patrones de recurrencia”, que explico:

“ Cuando un motivo o tema se reitera a menudo en las fuentes, en distintos estratos y formas literarias, presenta indicios genéricos de historicidad sin que para ello sea necesario –a menudo, de hecho, no sería posible– adquirir certeza de la autenticidad de todos y cada uno de los pasajes aislados. La lógica subyacente es que la presencia recurrente del motivo sugiere que este se introdujo en la tradición en un período temprano y mediante varios transmisores, y que por tanto ya pronto fue aceptado como central”.

Ejemplos: 1. Los numerosos puntos de contacto entre Jesús y Juan Bautista tanto de actuaciones como en la teología. 2. Otro ejemplo: los indicios sobre el carácter material y político, terreno en suma, del concepto del reino de Dios según Jesús. Esto nos hace concluir que el mensaje del reino de Dios en Jesús –pretendiéralo él o no directamente– tenía grandes repercusiones políticas, tanto para la cúpula del judaísmo del momento (grandes familias sacerdotales) como para el Imperio romano.

Y llegados aquí, en el capítulo 6 del libro que nos sirve de guía, titulado “Historia, hermenéutica y fe”, James Dunn emprende la tarea de “salvar los muebles” como sea. Y se pregunta: ¿Es posible que la búsqueda del Jesús histórico pueda ser coronada por el éxito”, dado como piensan los modernos críticos literarios? (p. 132). Entonces, para animarse un poco, y en el fondo para responder que no, comienza Dunn por hacer un repaso, cuando ya han pasado unos años del siglo XXI, de los éxitos conseguidos hasta el momento en esa búsqueda de Jesús.

Y la primera afirmación es aceptar tranquilamente que la historia y la fe no se llevan bien. Son –escribe Dunn– “malas compañeras de cama y cada una de ellas trata de arrojar a la otra fuera del lecho” (p. 133). Estupendo. Bien formulado. Pero a la vez hay que reconocer (y esto no lo hace Dunn) el estrecho vínculo entre ellas en un solo sentido (no en dos, como si fueran hermanas siamesas, tal como afirma Dunn). No es así; insisto: la fe y la historia solo son interdependientes en un sentido; la historia puede prescindir totalmente de la fe; pero la fe no puede prescindir de la historia, porque de lo contrario sería “fe ciega”.

Entonces Dunn cambia de tercio y afirma que la “La base para el estudio de la historia es la hermenéutica”, citando al omnipresente Gadamer.

Me echo a temblar cuando oigo, o leo, la palabra “hermenéutica”, porque en la mayoría de los casos en los que la veo usada en libros de historiadores confesiones –o criptoconfesionales– significa “interpretación de los textos (evangélicos) de modo que no cause dificultades para la fe”. Eso significa “barrer para casa”. Ahora bien, si por hermenéutica entendemos “exégesis”, es decir, explicación o “aclaración” estoy de acuerdo. La base de la historia –y de la arqueología, como compañera indiscutible de la historia– es explicar para entender. Pero no es “eis-exégesis”, es decir, explicar para defender una idea previa introduciendo elementos en el texto que no están en él.

 Y si se entiende así, se cumple lo que digo siempre, citando a Philip Melanchton: “Scriptura non intelligitur theologice, nisi prius philologice intelligatur”; en román paladino: “No se puede entender teológicamente la Escritura, si antes no se ha entendido filológicamente”.

Y, en mi opinión, para entender filológicamente la Escritura hay que considerarla como “No Escritura”, es decir, prescindir (no negar) lo que muchos consideran que hay que poner por delante al hacer exégesis: “Que los textos en ella contenidos son sagrados y proceden de Dios a través de manos humanas”. No me lo parece que debamos proceder así. O consideramos los evangelios al mismo nivel que un relato de Heródoto o de Tito Livio, o de Tucídides, o Dión Casio, y le aplicamos las mismas normas de interpretación (buen conocimiento de la lengua en la que está escrito, del lugar y entorno en el que se escribió, disección del texto y encaje en su época, conocimiento de los hábitos de escritura del autor, y “herramientas” por el estilo…), jamás entenderemos nada. Pero que nadie se asuste. Yo no niego que los Evangelios puedan estar inspirados; solo digo que a la hora de estudiarlos y entender lo que dicen para sus lectores en la época en la fueron compuestos tengo que obrar/investigar como si no estuvieran inspirados.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html

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